La guerra en Libia constituye una tragedia en muchos aspectos. La respuesta represiva de Gadafi a la revuelta popular ha generado una complicada guerra civil ahora intervenida por las potencias occidentales. La información disponible es deficiente y viene a menudo marcada por los usos propagandísticos de los diferentes bandos en disputa. El nuevo escenario, en […]
La guerra en Libia constituye una tragedia en muchos aspectos. La respuesta represiva de Gadafi a la revuelta popular ha generado una complicada guerra civil ahora intervenida por las potencias occidentales. La información disponible es deficiente y viene a menudo marcada por los usos propagandísticos de los diferentes bandos en disputa. El nuevo escenario, en todo caso, no parece augurar ni un descenso inminente en el número de víctimas civiles e inocentes ni una genuina democratización del país, sin injerencias externas. Y ha generado, en cambio, una indisimulable cesura entre los sectores críticos, que oscilan entre el anti-imperialismo tosco y una excesiva complacencia ante el oportunismo de la OTAN y sus aliados.
Ya desde sus inicios, la rebelión libia presentó su propia singularidad en relación con los levantamientos democráticos experimentados en Egipto, Túnez y otros países árabes. Al igual que otras dictaduras de la zona, el régimen de Gadafi aparecía como poco más que una petro-dictadura nepotista, cómodamente insertada en la globalización neoliberal, que había violado libertades elementales de la población. La presencia en la oposición de jóvenes pertenecientes a los estratos más pobres era otro rasgo común con el resto de revueltas. Poco a poco, sin embargo, se hizo evidente que la oposición no sólo estaba integrada por sectores juveniles y populares, sino también por disidentes del ejército y del gobierno oficial, que pronto engrosaron el más viscoso Consejo Nacional de Transición. Por otra parte, los críticos de Gadafi comenzaron a nutrirse de ex-aliados que lo habían armado durante años a cambio del acceso a los recursos energéticos o de que asumiera tareas «sucias» como la represión de migrantes que intentaran huir al continente.
Si los rebeldes, pese a su heterogeneidad, hubieran conseguido hacerse con Trípoli, seguramente las cosas hubieran sido más sencillas. Al no poder imponerse de manera rápida, con costes humanos mínimos, las cosas se complicaron. Acorralado por la fiereza con que sus antiguos amigos y clientes occidentales se volvían contra él, Gadafi decidió contraatacar. En ese momento, se produjeron algunas propuestas de mediación. Algunas de ellas, como la de Unión Africana, no estaban demasiado articuladas pero fueron rechazadas sin más. Gadafi, aupado por un ejército plagado de mercenarios, recuperó posiciones. Cuando anunció que arrasaría Bengasi como Franco había hecho con Madrid, una parte de la oposición libia exigió una «zona de exclusión aérea». Este llamado generó dudas y posiciones encontradas en el seno de las izquierdas.
La carencia de una fuerza internacional de interposición bajo control de la ONU -deducible del capítulo VII de su Carta y boicoteada de manera sistemática por las grandes potencias- complicó la respuesta. Con la significativa abstención de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China) y de Alemania, el Consejo de Seguridad aprobó la creación de una zona de exclusión. Algunas izquierdas, movidas por reflejos anti-imperialistas no pocas veces maniqueos, menospreciaron la amenaza real que existía en este caso y objetaron sin más la medida. Para hacerlo, tendieron a presentar al decrépito régimen de Gadafi como el de un viejo luchador nacionalista al que se le estaban intentando saquear los recursos. Con buenas razones, muchos rechazaron este relato, y consideraron que lo prioritario era apoyar la zona de exclusión área y detener una inminente masacre en Bengasi. Esta perspectiva tuvo la virtud de poner en cuestión la suficiencia moral de algunas posiciones no intervencionistas. Pero no estaba exenta de riesgos, sobre todo tratándose de una resolución que, a diferencia de lo ocurrido en Timor Oriental en 1999, renunciaba a la auto-restricción y autorizaba «todas las medidas necesarias para imponer el cumplimiento de la prohibición de vuelos». Y lo que es peor, dejaba en manos de la OTAN y de una «coalición de voluntarios» la asunción de esta misión.
Los hechos posteriores han confirmado que, a pesar de la opinión favorable de buena parte de la población, los móviles humanitarios han ocupado un papel residual y demagógico, si no inexistente, en la estrategia de las potencias interventoras. Los mezquinos cálculos geoestratégicos y el doble rasero exhibido con casos sangrantes como Bahrein, Arabia Saudí o Gaza son suficientemente evidentes y no pueden pasarse por alto. Lo mismo que la laxitud con la que se asume la producción de «daños colaterales» a la población civil. Todo ello en un escenario en el que las tropelías perpetradas por las tropas mercenarias de Gadafi parecen haber alentado reacciones vengativas también en el campo de los rebeldes.
Llegados a este punto, la situación no da margen alguno a la pontificación. Si de lo que se trata, en todo caso, es de minimizar el número de víctimas inocentes y de apoyar la lucha del pueblo libio por sus libertades, sin injerencias como las que se pretenden imponer en la Conferencia de Londres, lo suyo sería propugnar medidas de la siguiente índole: a) exigir el cese inmediato de los bombardeos y la retirada de la OTAN; b) ejercer todo tipo de presiones políticas, económicas y diplomáticas para desarmar y aislar al régimen de Gadafi, hasta forzar su caída; c) facilitar la auto-organización y la auto-defensa de los rebeldes, incluida la armada; d) impulsar una mediación internacional independiente, con autoridad para exigir, mientras tanto, el respeto por todas las partes de las reglas del ius in bello, es decir, que los civiles no sean blanco directo de las fuerzas armadas y que se renuncie al uso de armas o métodos de guerra inaceptables para la conciencia moral de la humanidad.
Ninguna de estas vías, desde luego, está libre de problemas. De hecho, parte de los dilemas trágicos a los que hoy nos enfrentamos deben atribuirse a la pasividad mantenida por las izquierdas europeas ante la entente entre Gadafi, Ben Ali o Mubarak, y los Sarkozy, los Zapatero, los Obama o los Berlusconi de turno. De lo que se trata, en todo caso, es de trazar un horizonte capaz de dar alguna respuesta a la empantanada situación actual y de prefigurar, de cara al futuro, un régimen cosmopolita, transcultural, de los derechos humanos, al que todos los Estados, sin privilegio alguno y sin dobles raseros, deberían quedar sometidos.
Gerardo Pisarello, profesor de derecho constitucional en la Universidad de Barcelona, es miembro del Comité de Redacción de SinPermiso. Jaime Pastor, profesor de teoría política en la UNED, es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso.