Ruanda es uno de tantos países africanos que delinearon sus fronteras después de que se retiraran quienes los habían conquistado durante un siglo. Algo que no les trajo paz ni mucho menos, ya que las ancestrales luchas internas entre las diferentes etnias que los habitan continúan actualmente. Luchas que en muchos casos alcanzaron niveles de […]
Ruanda es uno de tantos países africanos que delinearon sus fronteras después de que se retiraran quienes los habían conquistado durante un siglo. Algo que no les trajo paz ni mucho menos, ya que las ancestrales luchas internas entre las diferentes etnias que los habitan continúan actualmente. Luchas que en muchos casos alcanzaron niveles de masacre, en medio de conflictos políticos abonados, precisamente, por la ambición de esas etnias de alcanzar el poder, en el cual se fueron alternando. Y a las que no han sido ajenas las grandes potencias occidentales, que como es habitual manejan esos conflictos y quienes los protagonizan a su antojo, cual piezas de un sangriento ajedrez, apoyando política y financieramente, además de la ayuda «logística» a través de armamento, a cada uno de los bandos en pugna. En este caso nos ocuparemos de lo que dio en llamarse como «masacre de Ruanda».
Este país, pequeño como muchos de ese continente -apenas supera los 26.000 kilómetros cuadrados- y conocido como «el país de las mil colinas» por su conformación geográfica, alberga a varias etnias, aunque las que predominan son la Hutu y la Tutsi, siguiéndolas a mucha distancia la tribu Twa, compuesta por una raza de pigmeos, que a su vez ha quedado más reducida aún luego de las masacres en las que, muy a pesar suyo ya que son muy pacíficos, se vieron envueltos. Y esas dos etnias predominantes son las que han protagonizado cruentos enfrentamientos a partir de la independencia, lograda como muchos países vecinos en los comienzos de la década de 1960, conflictos que alcanzaron su punto máximo en la masacre de 1994. Tan marcadas son las diferencias entre hutus y tutsis que, además de hablar su propia lengua africana, terminaron adoptando el idioma francés los primeros y el inglés los segundos. Ello debido al papel muy marcado que tuvieron los países occidentales en el conflicto.
Bélgica, el país que había colonizado Ruanda, optó desde el comienzo de su dominio por privilegiar a la minoría tutsi hasta convertirla en una élite. Por su parte, la Iglesia impartió entre los hutus la noción de su superioridad y los colocó en puestos clave de la administración colonial. A su vez Francia había firmado con Ruanda un acuerdo de suministro de armamentos en 1975, y en nombre de la francofonía apoyó al régimen dictatorial de los hutus radicales, mientras sus oponentes tutsis, provenientes en su mayoría del exilio en Uganda, se habían convertido en anglófonos. Estados Unidos siempre estuvo del lado de los tutsis, y actualmente patrocina la actuación de Ruanda, junto con Burundi y Uganda, en la guerra de rapiña que tiene lugar, desde hace años, en la República Democrática del Congo, la ex Zaire, algo de lo que nos ocuparemos más adelante. Con estos antecedentes, a los que se sumó el reparto de intereses entre las potencias occidentales, se llegó a lo que fue conocido como «la masacre de Ruanda», un genocidio que se desarrolló en sólo cuatro meses, entre abril y julio de 1994.
La muerte flota sobre las mil colinas
El 6 de abril de 1994 un misil tierra-aire derribó el avión en el que viajaban, procedentes de Tanzania, los presidentes de Ruanda, Juvenal Habiarymana, y de Burundi, Cyprien Ntaryamira, cuando estaba por aterrizar en el aeropuerto de Kigali, la capital ruandesa, muriendo todos los que iban a bordo. Este atentado y el caos que le sucedió desencadenaron las matanzas.
El gobierno de Ruanda, en ese momento en manos de los hutus y del que se hizo cargo inmediatamente el segundo del presidente Habiarymana, el coronel Theoneste Bagosora, llamó a todos los hutus a asesinar a los tutsis, sobre quienes lógicamente recayeron las sospechas por el atentado. Ese llamado a la masacre encontró también rápido eco en los medios de comunicación en manos del gobierno, como la Radio Mille Collines, que incitaron a la población -mientras los milicianos actuaban a la par- a matar a todos los tutsis. Para ello los civiles se armaron con mazas, azadas, garrotes, machetes y hachas, elementos que utilizaron a mansalva, aunque en muchos casos las víctimas eran rematadas a tiros.
Antes de que se iniciara el genocidio, se prepararon listas de los tutsis y dirigentes de la oposición que habrían de ser asesinados. Cabe señalar que ya en 1992 el Parlamento belga tenía información, a través del embajador en Ruanda, de que se preparaba una «solución definitiva» del problema étnico, pero nadie hizo nada al respecto. La facción hutu en el poder ya se había propuesto aplicar una «solución final» al enfrentamiento étnico que consistiera en «terminar el trabajo», es decir no dejar vivos ni a los niños, a diferencia de otras situaciones anteriores, azuzada además por estar opuesta a la implantación de un plan internacional de paz promovido por varios países africanos en los acuerdos de Arusha, Tanzania, que preveía que hutus y tutsis compartieran el poder político. Fue así que se movilizaron enormes masas de civiles, con una organización cuidadosa y un resultado eficaz, ya que lograron aniquilar los objetivos que se habían planteado, mientras los miles de tutsis que pudieron huir se refugiaron en los países vecinos.
Se estima en unos 800.000 la cifra aproximada de muertos en esa masacre -lo que equivaldría a un 11% de la población total de Ruanda–, entre los que se encontraban también hutus moderados que se oponían a la violencia, algunos de ellos incluso unidos con tutsis por matrimonios. A la vez, miles de mujeres que lograron sobrevivir quedaron infectadas con el virus del SIDA, al haber sido víctimas de violaciones.
Una muestra del horror sufrido por las víctimas fue relatado en 2004, al cumplirse diez años de esa matanza, por Paula Lugones en el diario «Clarín», de Buenos Aires. Fue el caso de Marcelin Kwibuka, de la etnia hutu, cuando una horda de tutsis lo obligó, bajo amenazas de matarlo a él y al resto de su familia, a matar a su esposa Françoise, de la etnia tutsi. Según relató Kwibuka al diario «The New York Times», cuando los hutus tocaron a su puerta él les dijo que su esposa no estaba pues se había escapado. No le creyeron y lo amenazaron de muerte a él y a sus cuatro hijos de 13, 4, y 3 años y de un mes de edad. Entonces Françoise salió de su escondite. Uno de los incursores le dio un golpe en la cabeza y dijo, señalando a Kwibuka: «Él mismo debe matarla». Como éste se negaba ella le rogó: «¿Por qué vacilas?. Dios sabe que no eres tú quien me está matando». Fue así que el machete, empuñado por su esposo, cayó sobre la cabeza de la mujer.
Ese genocidio terminó cuando los tutsis que se encontraban en el exterior se agruparon en el Frente Patriótico Ruandés (FPR), comandado por Paul Kagame, hoy presidente de Ruanda. En julio de 1994 lograron tomar la capital, Kigali, y con ella el poder. Allí tuvo desarrollo la otra parte de la masacre. El FPR comenzó a perseguir a los hutus -hubieran participado de la matanza anterior o no–, y se estima que asesinaron a unos 25.000, mientras otras fuentes elevan esa cifra a 100.000. Muchos huyeron con sus familias hacia el vecino Congo, entonces llamado Zaire. Recién allí comenzaron a verse imágenes en los medios de prensa -que antes no se ocuparon de la tragedia vivida- mostrando las largas caravanas de refugiados, la desesperación en las calles de la ciudad zaireña de Goma, hasta donde fueron perseguidos por el FPR con la complicidad del gobierno de Uganda y donde se estima que mataron a unos 200.000 hutus más, y los cuerpos flotando en el fronterizo lago Kivu, donde los pobladores bebían agua y lavaban su ropa.
Es así como no se puede achacar esta masacre de Ruanda exclusivamente a una parte u otra, al margen de la cantidad de víctimas contabilizadas y que también pudieron haber sido, en su momento, exageradas según cuál de las etnias estuviera en el poder. Pero esos conflictos -si bien no revisten las características genocidas de esa época de terror- continúan hoy en día, en ocasiones a nivel de escaramuzas o «crímenes no resueltos».
En cuanto a la tribu de pigmeos Twa, a la que hicimos referencia anteriormente, no es mucho lo que se conoce de ellos. Se sabe que fueron los primeros pobladores de la región, que eran cazadores en los bosques donde vivían y también alfareros, rubro del que posteriormente obtenían alguna ganancia cuando llegó la llamada «civilización» occidental, en realidad la colonización belga. Su escaso número y su corta estatura -no pasaban de 1,50 m- no fueron oposición para contener las invasiones de agricultores hutus y pastores tutsis, que rápidamente comenzaron a explotarlos como esclavos al considerarlos una etnia menor.
Los Twa, por encontrarse en medio de esa guerra ancestral entre hutus y tutsis, también resultaron víctimas de las matanzas, muriendo un 30% de ellos, y su ya escaso número quedó reducido a alrededor de 11.000, equivalente a sólo el 0,3% de la población total de Ruanda. Etnia sumamente pacífica, esa masacre, a la que se sumaron la pobreza extrema y las enfermedades, hicieron mella también en su habitual carácter alegre, que los hacía cantar y bailar con frecuencia. Ahora sólo tratan de subsistir en los bosques que los vieron nacer, o buscando emplearse en los cultivos o en las ciudades.
El hombre fuerte
Paul Kagame, de 49 años de edad y perteneciente a la etnia tutsi, es el actual presidente de Ruanda. En 1959, durante una de tantas revueltas en las que se perseguía a una u otra etnia, en la que murieron unos 30.000 tutsis, y contando con 4 años de edad, debió huir con su familia a Uganda, radicándose allí mientras otros 160.000 tutsis se refugiaban en ése y otros países vecinos. Veinte años después, en 1979, comenzó su carrera militar, cuando se unió al Ejército de Resistencia Nacional (ERN) de Yoweri Mouseveni, pasando cinco años combatiendo en la guerrilla ugandesa. El 27 de julio de 1985, el Ejército de Resistencia Nacional consiguió derrocar al presidente Milton Obote y su líder, Yoweri Mouseveni, se convirtió así en el nuevo presidente de Uganda. Ese mismo año Kagame, junto a su amigo Fred Rwigema, participó en la fundación del Frente Patriótico Ruandés (FPR), integrado en su mayoría por exiliados tutsis ruandeses y que tuvo a Uganda como su primera base.
En octubre de 1990, mientras Kagame participaba en un programa de entrenamiento militar en Fort Leavenworth, Kansas, el FPR invadió Ruanda. A los dos días de comenzada la invasión murió su amigo, Fred Rwigema, y Kagame se convirtió en el comandante del FPR. Pese a algunos éxitos iniciales, una fuerza compuesta por militares belgas y franceses, hutus y soldados de Zaire forzaron la retirada del FPR. A fines de 1991 repitieron la invasión, nuevamente con éxito limitado. De todas maneras esas invasiones incrementaron la tensión étnica en la región. Comenzaron a llevarse a cabo entonces largas conversaciones de paz entre el FPR y el gobierno de Ruanda, que concluyeron con los acuerdos de Arusha, que incluían la participación política del FPR en Ruanda y la elaboración de una nueva Constitución para el país. Pero a pesar de esos acuerdos, las tensiones no se disolvieron. Fue así como se llegó al día del atentado contra el avión en el que regresaba a Ruanda su presidente, Juvenal Habyarimana, junto a su par de Burundi, el 6 de abril de 1994. Fue el día, también, en que se arrojó la primera piedra para que comenzara, desde el día posterior y extendiéndose durante 100 días, la «masacre de Ruanda».
Varias fuentes, entre ellas miembros del propio FPR, la fuerza guerrillera liderada por Paul Kagame, señalan a éste como participante directo en aquel atentado, sabiendo -o previéndolo adrede– lo que vendría a continuación. Incluso algunos observadores indican que «a Kagame no le importó sacrificar a sus compañeros tutsis con tal de quitar el poder a los hutus; sabía muy bien que al eliminar al presidente Habyarimana se iba a producir un caos en el país y se pondría punto final al proceso democrático». Para conseguir sus objetivos, Kagame contaba con el apoyo prácticamente explícito de Uganda y de Estados Unidos, países que a su vez utilizaron a los ruandeses tutsis para derrocar al presidente de Zaire, Mobutu Sese Seko, colocando en su lugar a Laurent Kabila, ayudando a los rebeldes congoleños que llevaron a Zaire a ser rebautizado, en 1997, como República Democrática del Congo.
Sin embargo, los intereses de Estados Unidos en la región no eran solamente políticos. A partir de esos años, y continuando luego de la llegada de Kagame al poder con la complicidad aliada de Ruanda, Burundi y Uganda, en la ex Zaire comenzó a desarrollarse una guerra que aún hoy continúa, y que según algunas estimaciones lleva contabilizados alrededor de 2 millones de muertos. Esa guerra, que ha incluido el asesinato de obispos, sacerdotes y religiosas que advertían sobre el despojo que se avecinaba, es por los recursos mineros del país como oro y diamantes, pero fundamentalmente por minerales raros como el niobio y el coltán, muy útiles para la industria aeroespacial y satelital norteamericana, además de otras aplicaciones menores como la telefonía celular. Despojo al que no es ajeno, dicho sea de paso, la multinacional Bayer, que participa junto a otras en las explotaciones.
Paul Kagame se instaló en el gobierno de Ruanda en julio de 1994, al terminar el genocidio de 100 días. Comenzó siendo vicepresidente de Pasteur Bizimungu, extrañamente un hutu que se pasó al FPR de Kagame cuando militantes de su misma etnia asesinaron a su hermano. Después de un tiempo de tranquilidad comenzaron las diferencias entre ambos, y en marzo de 2000 Bizimungu fue depuesto y permanece en prisión, accediendo Kagame a la presidencia, en la que continúa hasta hoy. El 25 de agosto de 2003 ganó por abrumadora mayoría las primeras elecciones nacionales efectuadas desde que el FPR llegó al poder, en medio de informes de observadores de la Unión Europea referidos a irregularidades en los comicios y acoso a los partidos de la oposición.
Firme y obediente aliado de Estados Unidos, Paul Kagame ha sido a la vez muy crítico con el papel desempeñado por las Naciones Unidas durante el genocidio de 1994. Además, las críticas que dirigió a Francia por su actuación en el mismo, al no tomar medidas preventivas -recordemos que los franceses apoyaban y sostenían militarmente a los hutus-, ocasionó en marzo de 2004 una crisis diplomática entre ambos países.
El triste papel de Occidente y la onU
En 1994 la Organización de las Naciones Unidas (ONU), cuyo Secretario General era entonces el egipcio Boutros Ghali, tenía destacadas en Ruanda fuerzas de paz, en los momentos y lugares en que se estaban cometiendo actos de genocidio. Se trataba de MINUAR (Misión de las Naciones Unidas de Asistencia a Ruanda). Si bien su finalidad era contener la escalada de violencia, su mandato no comprendía la capacidad de prevenir un genocidio como el que se desarrolló entre abril y julio de ese año, sino más bien facilitar, a la larga, un proceso de paz que condujera a la creación de un gobierno de transición de base amplia.
La misión era más pequeña en número de lo que se había recomendado inicialmente, no se había preparado convenientemente y carecía de tropas debidamente adiestradas y de pertrechos adecuados. Con este panorama, las fuerzas de la MINUAR optaron por la pasividad cuando se inició el genocidio: no incautaron las armas que se distribuían a los milicianos, pese a tener la autoridad para ello, y en el momento en que se iniciaron las matanzas evacuaron el terreno y dejaron desprotegidas a las víctimas. De todas maneras hubo algunos actos heroicos protagonizados por soldados de esas fuerzas de paz por elección propia, quienes perdieron la vida tratando de defender a los perseguidos por los asesinos.
Pese a todas las evidencias la onU, presionada por varios gobiernos occidentales, no calificó esas matanzas como «genocidio» hasta el 25 de mayo, cuando buena parte de la masacre ya se había consumado, y en lugar de enviar refuerzos a las tropas de paz optó por retirarlas de Ruanda, decisión adoptada por los estados miembros del Consejo de Seguridad. Así, las víctimas de la masacre quedaron en el más absoluto desamparo, y sus perseguidores con las manos totalmente libres para cometer con ellos lo que quisieran. Concretamente, el Consejo de Seguridad decidió reducir el número de soldados de MINUAR de 2.700 a 270, lo que ocurrió tras el asesinato de diez soldados belgas y del primer ministro de Ruanda, al que esos soldados protegían.
Recién cuando salieron a la luz las reales proporciones de la masacre el Consejo de Seguridad, a mediados de mayo de 1994, decidió autorizar el envío de 5.500 soldados de la onU, pero entre la lentitud de los trámites y la preparación del traslado fueron pocos los que llegaron antes de que terminara la matanza, lo que se produjo cuando en julio asumió el control del país el Frente Patriótico Rwandés (FPR), liderado por Paul Kagame y dominado por los tutsis.
Durante la Conferencia en Memoria del Genocidio de Ruanda, realizada en la sede de la onU el 26 de marzo de 2004, el general canadiense Romeo Dallaire, ex comandante de la MINUAR, señaló que el 22 de abril de 1994, cuando ya habían perecido más de 100.000 personas, el grueso de la fuerza recibió órdenes de retirarse, pero se dispuso que 450 soldados africanos y 13 canadienses permanecieran en sus puestos para observar el desarrollo de la situación. En un proceso en el que millones de personas fueron asesinadas, heridas o desplazadas, esa misión, ese pequeño grupo de 450 africanos y 13 canadienses, logró salvar a unas 30.000 personas.
En el conflicto de Ruanda, la onU demostró una vez más -como lo había hecho pocos años antes en la guerra contra Yugoeslavia, como lo hizo posteriormente en las regiones que resultaron de la partición yugoeslava, como lo hace actualmente en el conflicto de Kosovo, y como también lo hizo en el lanzamiento de Estados Unidos de su guerra contra Irak- que su actuación ha sido vergonzosa. No hace sino dar la imagen de un organismo débil, inoperante, con el que las grandes potencias -Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania, Rusia y China, instaladas como miembros permanentes e inamovibles en el Consejo de Seguridad- hacen de ella lo que les place y manejan también a su placer y conveniencia los hilos de la convivencia internacional.
El 15 de septiembre de 1999, una investigación independiente encargada por el Secretario General de la onU, en esa época Kofi Annan, y llevada a cabo por una comisión encabezada por Ingvar Carlsson, ex primer ministro de Suecia, determinó varias de las fallas de las medidas adoptadas por las Naciones Unidas durante el genocidio de Ruanda. Este informe llegó a la siguiente conclusión: «Los responsables de que las Naciones Unidas no hayan impedido ni detenido el genocidio en Ruanda son, en particular, el Secretario General, la Secretaría, el Consejo de Seguridad, la MINUAR y el conjunto de los miembros de las Naciones Unidas». En lo que respecta a los ruandeses que habían planificado las matanzas de sus propios compatriotas, que habían incitado a que se cometieran y que las habían llevado a cabo, debían tomarse todas las disposiciones necesarias para su enjuiciamiento en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda y en los tribunales de Ruanda. Las causas del total fracaso de la acción de las Naciones Unidas antes y durante el genocidio de Ruanda se resumían en el informe como «la falta de recursos y la falta de voluntad para asumir la responsabilidad de impedir o detener el genocidio».
De los países occidentales que tomaron partido en el conflicto ruandés ya hemos citado algunos aspectos. Estados Unidos apoya a los tutsis, ahora en el poder con el gobierno de Paul Kagame, motivado especialmente por despojar de sus abundantes riquezas mineras a la República del Congo, especialmente minerales raros como el niobio y el coltán, de los que ya mencionamos sus importantes utilidades, para lo cual, como se dijo, sostiene financieramente y con apoyo logístico y de inteligencia a sus cómplices de Ruanda, Burundi y Uganda en una guerra cruenta que ya lleva al menos trece años. Alemania está también interesada en la explotación de esos minerales, aunque para otros fines, y en tal sentido ya está actuando en la región la multinacional Bayer, de ese origen. Por su parte Francia continúa manteniendo influencia sobre la etnia hutu y brindándole apoyo de variadas formas, entre las que no es ajena la provisión de armamento, ya que los hutus prosiguen sus enfrentamientos con los tutsis a través de escaramuzas y de guerra de guerrillas.
Pero lo de Francia está alcanzando aspectos de verdadero escándalo incluso al día de hoy, ya que el fiscal del Tribunal Militar de París ha abierto una instrucción previa por «complicidad en genocidio y/o complicidad en crímenes contra la humanidad», como consecuencia de la denuncia presentada por seis ruandeses a los que el juez actuante escuchó hace poco en Kigali, quienes acusan a los soldados franceses de haber ayudado a los genocidas durante la llamada «Operación Turquesa», en 1994. Se ha abierto incluso una etapa judicial suplementaria en la instrucción que tiene como objetivo al ejército francés por su accionar en Ruanda al momento del genocidio de 1994. En la víspera del fin de semana de la Navidad pasada, el fiscal militar de París anunció la apertura de una información judicial que apunta a soldados franceses no identificados hasta el momento. Esta decisión se produce un mes después de que la magistrada Brigitte Raynaud, juez de instrucción del Tribunal Militar de París, se trasladara hasta Ruanda para escuchar las denuncias. Unas denuncias que apuntan, sin designarlos nominalmente, a 2.500 soldados de la «Operación Turquesa», emprendida por Francia en 1994 para establecer en Ruanda una «zona humanitaria segura» en el momento en que se estaba produciendo la masacre que provocó alrededor de 800.000 muertos.
La información judicial abierta solo afecta por ahora a dos de las seis denuncias presentadas, las de Aurea Mukakalisa, que tenía 14 años en el momento de los hechos, e Innocent Gisanura, que tenía 27 años. La primera aseguró a la juez de instrucción que «los milicianos hutus entraban en nuestro campamento y designaban a tutsis que los militares franceses obligaban a salir del campamento», continuando: «Vi a los milicianos matando a los tutsis que habían salido del campamento. Digo, y es la verdad, que he visto a militares franceses matar a tutsis utilizando cuchillos brillantes de grandes dimensiones», refiriéndose probablemente a bayonetas. Por su parte, Gisanura testimonió sobre la situación en el poblado de Biserero: «Los milicianos nos asaltaban y perseguían, y afirmo que los militares franceses asistían al espectáculo desde sus vehículos, sin hacer nada. Se trataba de franceses, porque hablaban francés, eran blancos y tenían la bandera francesa en la manga».
Es muy posible que esta cuestión, como todas las que involucran a militares e incluso a una potencia como Francia, sea tapada o inicialmente pase por un proceso de demoras en su tratamiento hasta que sea convenientemente diluida hasta ser olvidada. «¿Cómo va a atreverse un pequeño país de negros africanos a enfrentarse con la civilizada Francia?», dirán muchos funcionarios del Palacio del Elíseo y no pocos ciudadanos que recuerdan el brete diplomático en que, hace menos de tres años, los metiera ante los ojos del mundo el presidente ruandés Paul Kagame cuando, como se señaló anteriormente, criticó abiertamente al país galo precisamente por su actuación durante la masacre, sabiendo además del apoyo de toda índole que Francia ha brindado y sigue brindando aún a los hutus, que por su parte continúan luchando contra el actual gobierno tutsi en operaciones de guerrilla, y con armas francesas.
El futuro de Ruanda
De continuar las cosas como hasta ahora, las perspectivas para Ruanda no resultan muy esperanzadoras, por varios factores: el poder se encuentra en manos de un círculo cada vez más reducido de tutsis en torno al «hombre fuerte», Paul Kagame; los hutus mantiene sus iniciativas armadas; el gobierno ruandés participa además activamente en la guerra del Congo; la represión gubernamental se mantiene muy intensa; la situación económica es muy grave: el 70% de la población vive bajo el límite de pobreza; la aplicación de la justicia es lenta, ineficaz y desigual, con 120.000 detenidos a los que no se les ha abierto proceso, de los cuales muchos mueren por las condiciones en que se encuentran, en tanto suele ocurrir que un detenido liberado es asesinado; el hecho de que el genocidio diezmara a los intelectuales del país agrega dificultades para su recuperación; y no existe ninguna iniciativa oficial en favor de la reconciliación.
Sin embargo, en medio de tanto horror vivido y del caos que aún persiste, han ido apareciendo algunas señales positivas: además de que se van reconstruyendo viviendas, comienzan a proliferar las asociaciones de ciudadanos comunes y corrientes, como las de mujeres generalmente solas y con terribles experiencias a cuestas; las de defensa del medio ambiente; las cooperativas de crédito; etc. Pero la más influyente es la asociación que nuclea a las víctimas, denominada «Ibuka» (Recuérdalo), que trabaja contra el olvido y la negación y mantiene algunos lugares destruidos como recordatorios. Tales los casos de las iglesias de Nyamata y de Murambi.
La masacre de Ruanda, otra de las guerras olvidadas en las que se han perdido centenares de miles de vidas humanas, por lo general de la población a la que nada le preocupa el juego político de quienes la gobiernan y sólo pretenden vivir en paz con sus cultivos, su ganado o su alfarería. Víctimas de un sangriento juego de ajedrez que disputan, utilizándolas como peones, las grandes potencias mundiales y cuyo premio al ganador puede ser un ambicionado mineral, los recursos petrolíferos o todo a la vez.
«Ibuka». Y para recordarlo dejaremos para el final esta canción que ahora canta la pacífica tribu Twa, aquella que de su característica alegría pasó ahora a vivir en el sufrimiento, por esa guerra olvidada que los envolvió sin quererlo. «Nos reuníamos y bailábamos.
Pero ahora todo ha cambiado.
Es muy difícil reunirse y bailar,
Porque la mayoría han muerto.»