Tras diez años de guerra y el mayor despliegue de misiones internacionales de la historia en un solo territorio, los grupos de corte yihadista han logrado presencia en más del 75% del territorio maliense. Mientras que el presidente Macron se opone a negociar con estos grupos, la mayoría de las fuentes expertas sostienen que no habrá paz en el Sahel si no se negocia con ellos
«Somos los malienses quienes pagamos las consecuencias de la guerra. El gobierno de Mali debe negociar con todos los grupos armados, también con los yihadistas. Sus líderes son, en su mayoría, malienses. Hay que negociar con ellos y cortar así su cordón con el terrorismo internacional».
Boris G. Kabre, experto en mediación de conflictos intercomunitarios, es director de la ONG Acción de la Juventud para la prevención y la lucha contra el extremismo violento en el norte y centro de Mali (JANC-PLEV). Como la mayoría de las personas especializadas en el extremismo armado que afecta al Sahel, denuncia los obstáculos que la comunidad internacional, especialmente Francia, ha puesto hasta ahora a los gobiernos de la región para iniciar negociaciones de paz con los grupos vinculados con Al Qaeda y el Estado Islámico.
«Necesitamos bajar las cifras de muertos y de desplazamientos. Claro que no debemos dejar en la impunidad las miles de muertes que han ocasionado, pero lo urgente es salvar primero a quienes siguen vivos. Y para ello, ninguna negociación es excesiva», continúa explicando, con un tono suave y pedagógico, en la habitación del hotel de Bamako en el que nos encontramos. La luz va perdiendo el tono dorado según avanza la mañana, mientras el río Níger, el tercero más largo de África, se refleja en la cristalera del balcón. A apenas unos metros, el Hotel Libia, una de las numerosas infraestructuras construidas por Gaddafi en la región.
La caída del régimen de Muanmar Gaddafi en octubre de 2011 desembocó en el retorno de los tuaregs, en los que se había apoyado militarmente, a la región de Azawad para iniciar una guerra por su independencia de Mali. Comenzaba así la cuarta revuelta tuareg desde que este país se independizara de Francia en 1960. Los sendos acuerdos de paz alcanzados hasta entonces habían fracasado, entre otras razones, porque la discriminación del gobierno estatal hacia los pueblos del norte –bereberes y árabes– continuó desde tiempos coloniales hasta la actualidad. Pero esta vez, al alzamiento del Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad se sumó el de otros grupos de corte yihadista como Ansar Dine, apoyada por Al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), o el Movimiento para la Unidad y Yihad en África Occidental (MUJAO). Su objetivo, según anunciaron, es implementar la sharia e imponer el gobierno de los ulemas en Mali. Acepte Funcionales cookies para ver el contenido.
El norte de Mali había sido tradicionalmente la zona a la que Argelia expulsaba a quienes consideraba que ponían en riesgo su seguridad por su ideología yihadista. También una zona de tránsito para el contrabando de coches y tabaco, que se había ampliado en las últimas décadas con el tráfico de armas, de migrantes que se dirigen a Europa y de la droga procedente de los cárteles de América Latina. Un polvorín sin control estatal por el que en 2012 el Congreso maliense pidió ayuda a la comunidad internacional para hacer frente a la amenaza secesionista y al avance de los grupos religiosos fundamentalistas. Así fue como su territorio se fue llenando de misiones militares internacionales a la vez que el yihadismo, inicialmente concentrado en el norte del país, se extendía por un 75% de su territorio y por buena parte de Burkina Faso y Níger. Una triple frontera en la que las acciones criminales de los fundamentalistas han aumentado en un 70% en este periodo, según datos del Instituto Español de Estudios Estratégicos.
«En 2012, teníamos unas 60 muertes anuales en la región de la triple frontera de Mali, Níger y Burkina Faso. Hoy tenemos entre 5.000 y 6.000. En este periodo, hemos pasado de miles a millones de desplazados. Mientras, vemos que la respuesta política internacional sigue siendo la misma aunque solo provoca más violencia. Hay que escuchar a las voces locales que piden que se ponga en el centro la seguridad humana frente a la defensa y seguridad militar», sostiene Iván Navarro, investigador de la Escola de Cultura de Pau de la Universitat Autònoma de Barcelona y autor del Informe Sahel: una década marcada por la inestabilidad en la triple frontera.
Estos diez años de conflictos en Mali han provocado una crisis humanitaria con más de 400.000 personas desplazadas y 2,5 millones en toda la región del Sahel, una crisis política por la que se han sucedido tres golpes de Estado y un aumento de la malnutrición que el encarecimiento de los alimentos provocado por la guerra de Ucrania ha terminado de agravar. Y la respuesta armada que lideró Francia se ha demostrado fallida.
La respuesta militarista a un conflicto multicausal
En 2013, el Gobierno galo desplegó la misión Serval, integrada por más de 5.000 soldados, con el apoyo de la misión de países de África Occidental (AFISMA). También lanzaron sus propios proyectos de apoyo la Comunidad Económica de África Occidental (ECOWAS), la ONU –con la misión de mantenimiento de paz MINUSMA con más de 12.000 efectivos–, la UE inició un proyecto de apoyo y formación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado malienses -EUTM Mali- y la Unión Africana el G5 Sahel. En 2014, comienzan las negociaciones de paz entre el gobierno de Mali, la Coordinadora de Movimientos de Azawad que pedían la independencia y la plataforma de grupos árabes y tuaregs de esa región que eran afines a Bamako. El llamado acuerdo de Argel, suscrito en 2015, está en entredicho después de que, en diciembre de 2022, la Coordinadora de Movimientos de Azawad haya pedido una evaluación internacional por el supuesto incumplimiento de los compromisos adquiridos por la actual Junta Militar de Mali.
De todo este proceso fueron excluidos los grupos yihadistas, un error según todas las fuentes consultadas para este reportaje. De hecho, desde entonces, JNIM, integrada por los grupos afines a Al Qaeda, la Katiba Masina y el Estado Islámico de Gran Sáhara (ISGS), no han parado de avanzar hasta adentrarse en parte del sur del país. La población local, desprotegida, ha organizado milicias de autodefensa que han aumentado la virulencia del conflicto.
«¿Qué hace la MINUSMA o el G5 Sahel cuando llega una katiba y se apropia del ganado de los peul? ¿Quién interviene? Nadie. Tienen que autoprotegerse ellos mismos. Es decir, hay una legitimidad que no solo está relacionada con la amenaza, sino por reconocimiento social de ser etnias emancipadas. Hay peuls que intervienen mediante la violencia no por la yihad, sino porque la violencia genera un reconocimiento social, una promesa económica, alternativas de vida. Y no tanto por la promesa de la implantación de un Estado Islámico», aclaraba Beatriz Mesa, autora deLos grupos armados del Sahel (Catarata), en un curso organizado recientemente por el Institut de Derechos Humanos de Catalunya y la Escola de Cultura de Pau.
Por otra parte, hay miembros de los grupos yihadistas que forman parte de las comunidades malienses. Es decir, como en tantos otros conflictos, el victimario no es un agente externo, sino que tiene apoyo de parte de la sociedad de la que forma parte. Y no se puede abordar ninguna resolución que no pase por aceptar esta complejidad.
«Siendo realistas, la paz en el Sahel no la vamos a conseguir, pero sí aspiro a ir ganando espacios de paz frente a los violentos. Y para eso hay que sentarse a hablar con todos, independientemente de sus ideologías. Ha de instalarse el concepto de diplomacia securitaria: hay que negociar y necesitamos mediar», exponía Beatriz Mesa, también periodista y doctora en Ciencias Políticas.
Negociar la paz sin los victimarios
«El principal problema (de este conflicto) no es de carácter religioso, porque ya hay zonas en las que está implantada la sharia, como también las hay en Marruecos o en Libia. Territorios que ya controlan estos grupos y en los que aplican leyes religiosas. Pero es que el problema no es ese. El problema es la pugna por el control territorial de una zona con una economía ilícita muy floreciente y en la que no operan los mecanismos del Estado-nación, sino que tienen sus propias leyes, costumbres y poderes tribales», añadía Mesa quien, como muchas de las fuentes expertas en esta región, se indigna ante la simplificación de una realidad llena de grises que rompen con las categorías impuestas desde Occidente.
En mayo de 2022, el presidente francés Emmanuel Macron anunciaba el fin de la misión Barkhane en Mali, que había sustituido en 2014 a Serval, y el traslado de unos 3.000 soldados que la conformaban a Níger. En los últimos años, había crecido el rechazo entre la población maliense al despliegue de unas tropas francesas que no solo no habían logrado acabar con los grupos yihadistas ni pacificar el país, sino que, además, habían excluido de sus operaciones al Ejército maliense, lo que fue interpretado como un nuevo desprecio colonialista. El sentimiento antifrancés se agravó con la oposición de Macron a que los sucesivos gobiernos malienses abrieran mesas de diálogo con los fundamentalistas, siguiendo la doctrina impuesta en Occidente, a raíz de los atentados de las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001, de no negociar con el terrorismo islamista.
Un año antes, en febrero de 2021, Macron declaraba que la mejora de la gobernanza –una de las principales causas de la conflictividad maliense, según la mayoría de las investigaciones– solo podría abordarse cuando los grupos terroristas fuesen derrotados. “Es casi seguro que este enfoque contribuyó a aumentar la inestabilidad política y, a su vez, fortaleció a los mismos terroristas que los franceses buscaban derrotar”, sostiene un análisis de Clara de Solages publicado en Georgetown Security Studies Review.
«Una cosa son las agendas de seguridad y otra desde cuándo el Sahel se ha convertido en un laboratorio de securitización de los actores internacionales. Y empieza a serlo cuando Estados Unidos lanza la campaña de prevención y lucha contra el terrorismo por los atentados (del 11 de septiembre) más allá de sus fronteras. Lo hace a partir de 2002 con los programas Iniciativa Pan Sahel, Trans Saharan, el AFRICOM… Otra cosa son los procesos de paz», puntualizaba Mesa en referencia a la desconexión entre los objetivos de las intervenciones internacionales y las necesidades de la población maliense.
«¿Qué pasa si algunos «locales» están dispuestos a ceder en valores liberales, como el secularismo, la igualdad de género o el acceso universal a la educación, para salvar vidas? ¿Deben atenderse las voces locales solo cuando sirven a los objetivos liberales de consolidación de la paz?», se preguntaba Alex Thurston en el artículoPeace talks with Sahelian jihadists? It’s worth a shot, publicado en The New Humanitarian.
El profesor de Ciencias Políticias de la Universidad de Cincinnati, autor del libro Yihadistas del Norte de África y del Sahel, recoge en su análisis el resultado de encuestas malienses que evidencian que la mayoría de su población apoya la democracia a la vez que la implantación de una ley islámica. “Y los malienses que apoyan la sharia en abstracto no necesariamente quieren que sean los yihadistas quienes la implanten, ni ser apedreados por adulterio o ejecutados por apóstatas”, añade.
De hecho, en 2017, el Gobierno maliense celebró la Conferencia del Entendimiento Nacional, cinco años después de que comenzase el mayor despliegue de campañas de contraterrorismo internacionales por parte de los países europeos. Pese a los acuerdos de paz de 2015, la situación no paraba de empeorar. Ya en aquella cumbre se planteó la ineficacia de los marcos occidentales de resolución de conflictos y negociaciones de paz para esta guerra.
Desde entonces, se han alcanzado nuevos acuerdos, como el alcanzado en 2020 por el Gobierno maliense que hizo posible la liberación de cuatro personas secuestradas por grupos yihadistas a cambio de la liberación de 100 presos por pertenencia a los mismos. También se han firmado otros a nivel local e intercomunitario que ha logrado pacificar algunas zonas, como el suscrito en 2021 entre las comunidades fulani y dogon o en la región de Kidal entre los tuareg y los ansar dine. “Es en esa dirección en la que hay que seguir avanzando”, sostiene Navarro.
Entender los conflictos desde la complejidad
«No creo que haya una radicalización ideológica. Para explicar por qué muchos jóvenes terminan integrando estos grupos hay que atender a la falta de oportunidades y a las consecuencias de la crisis climática», reflexiona Boris G. Kabré, que en el momento de la entrevista acaba de volver de Tombuctú, donde ha trabajado con adolescentes para prevenir su incorporación a grupos armados.
«Cuando viajas al centro del país, te encuentras con zonas donde, mires donde mires, solo hay arena. El problema es la mala gobernanza, no hay Estado. Entonces, la única forma que tienen sus jóvenes de mejorar sus vidas es unirse a un grupo ilícito, así sea yihadista o dedicado al tráfico. El mismo día de la incorporación, les dan un arma, una moto y un dinero que no ganarías en un año cuidando ganado. Pero no es solo eso. También les dan un estatus social porque pasan a ser alguien respetable. Y cuando formas parte de un grupo empiezas a apreciar sus ideas y cuando te dan un arma, tienes que usarla. Por eso es tan importante acabar con esta crisis cuanto antes. Porque cuanto más tiempo pasa, más personas armadas y enfrentadas hay», continúa Kabré. Acepte Funcionales cookies para ver el contenido.
Y hay otro elemento que en Mali sale rápidamente a colación cuando se aborda la guerra del Sahel: la crisis climática.
«El cambio climático ha provocado una escasez de los recursos y, como consecuencia, un aumento de la pugna entre las comunidades por ellos. A su vez, un aumento de los desplazamientos de población que, cuando llegan sin nada a otros territorios, terminan viéndose inmersas en otros conflictos. Y no tenemos las respuestas adecuadas para mitigar los efectos dañinos de la crisis climática», explica Fousseini Diop, responsable de programas de gobernanza y compromiso cívico de la Asociación de jóvenes por la ciudadanía y la democracia (AJCAD). Acepte Funcionales cookies para ver el contenido.
«El cambio climático ha provocado un retraso de, al menos, dos meses en las estaciones. Así pues, los dogon y los peul, que se dedican a la trashumancia, cuando pasan con sus ganados por los terrenos de las comunidades que viven de la agricultura, se encuentran que aún están creciendo las plantaciones. Los animales no tienen suficiente alimento y encima pisan y se comen los brotes, arruinando las cosechas. Y comienzan los conflictos. Los cazadores, también se ven afectados por la falta de caza y de agua. Y esto se solucionaría con una buena gobernanza, que no existe. Es más. La relación que tienen estas comunidades con el Estado es la corrupción: cuando ven a un funcionario ya piensan que les va a extorsionar. Por eso es habitual que les ataquen», expone Kabré.
El Sahel es una de las regiones más afectadas por la crisis climática y, como llevan décadas advirtiendo los distintos informes, una de sus consecuencias más graves es el aumento de la conflictividad y de la inseguridad. Por eso, las eventuales negociaciones de paz deberían incluir un bloque sobre adaptación y mitigación de los efectos del calentamiento global. Algo a lo que la comunidad internacional debería estar destinando importantes partidas económicas si quiere frenar el avance, entre otros actores armados, del extremismo violento.
Por su parte, JNIM, la coalición de grupos yihadistas vinculada con Al-Qaeda, ha hecho público su interés por negociar con el Gobierno de Mali. «Esto no es un hecho novedoso. Desde hace algunos años ha habido acercamientos entre Bamako y las fuerzas dirigidas por Iyad ag Ghali, líder de Ansar Dine y cabeza de JNIM. Lo mismo ha sucedido con los gobiernos de Burkina Faso y de Níger, que también han mostrado su predisposición a explorar espacios de diálogo con JNIM para contener la violencia. Si bien hasta hace poco la negativa de los socios Occidentales ha bloqueado cualquier posible iniciativa, la salida de Francia, la presión de la ciudadanía y el deterioro constante de la situación de seguridad en la zona apuntan a una revaloración de las estrategias de construcción y negociaciones de paz en el Sahel, que inevitablemente obligaran a dialogar con todos los actores», apunta Iván Navarro.
La actual Junta Militar que gobierna Mali, resultante de un golpe de Estado a otro golpe de Estado previo, ha cambiado como socio prioritario a Francia por Rusia, que cuenta con mercenarios de la empresa Wagner en el país desde 2021, según informaciones publicadas en diversos medios de comunicación. Por su parte, Francia ha concentrado la mayor parte de sus efectivos en Níger, un país rico, además de en oro, en uranio, del que depende en buena medida las centrales nucleares galas.
En opinión de Dagauh Komenan, historiador, especialista en el Sahel y coordinador del libro Guerra y paz en África (Catarata y Casa África), “Vamos hacia un Níger que se orienta cada vez más hacia un bloque occidental, y un Mali que mira cada vez más hacia Rusia. Observamos ahí un riesgo de confrontación”.
En un mundo definido por la complejidad, donde cada vez más actores y factores confluyen a la vez y en distintas direcciones, es más urgente que nunca que los modelos de resolución de conflictos recojan y trabajen desde su diversidad. Eso, si lo que buscan realmente es la paz.
Este reportaje forma parte de una cobertura en Mali realizada por Patricia Simón y Ricardo García Vilanova en el marco de un proyecto del Institut de Drets Humans de Catalunya, con la colaboración de la Escola de Cultura de Pau, financiado por la Agencia Catalana de Cooperación al Desarrollo.
Fuente: https://www.lamarea.com/2023/01/17/negociar-yihadistas/