«Son negros. No son libios. Muamar al-Gadafi les otorgó la nacionalidad». Éste constituye el principal argumento de Abdelhamid Abdelhakim, miembro del consejo local de la Medina de Trípoli, para justificar el arresto, en una sola noche, de más de 50 personas de origen subsahariano. Les acusa de ser mercenarios. Pero, por si acaso, primero se […]
«Son negros. No son libios. Muamar al-Gadafi les otorgó la nacionalidad». Éste constituye el principal argumento de Abdelhamid Abdelhakim, miembro del consejo local de la Medina de Trípoli, para justificar el arresto, en una sola noche, de más de 50 personas de origen subsahariano. Les acusa de ser mercenarios. Pero, por si acaso, primero se les detiene y luego se les investiga. «Si demuestran que no han cogido las armas, podrán ser libres», asegura Abdelhakim.
Desde que los rebeldes irrumpieron en la capital libia se suceden las razzias nocturnas contra la población negra, especialmente la originaria del África subsahariana. Son encerrados en lugares como el club deportivo Bab Bahar (Puerta del Mar), frente al puerto, o en la escuela del barrio de Gorji. Posteriormente, en las cárceles de Matiga y Eneshbeida. Nadie explica cómo serán juzgados.
«Llevo aquí más de 20 años. No han hecho nada». Zeina Mohammed es una mujer menuda que contiene las lágrimas e intenta traer comida y agua a dos de sus tíos: Mohammed Luca Yousef e Ibrahim Allah Zouk. Originaria de Chad, residió en Sahba (sur de Libia) mucho tiempo. En total, más de 20 años en el país. Como Zeina, una docena de mujeres, acompañadas de un batallón de menores, merodean la entrada a Bab Bahar, donde están detenidos sus familiares. Ante su presencia, los guardias, algunos de ellos armados, tratan de imponer la ley del silencio. Las apartan con desprecio, les ordenan callar y responden con los discursos habituales sobre la proliferación de matones a sueldo ante las preguntas de los periodistas sobre qué es eso que tan insistentemente quieren explicar aquellas mujeres.
«Vienen de fuera, Gadafi los trajo para matar libios», asegura Ali Mohammed, de 22 años, también encargado de la seguridad. «¡No me toques!», le grita Abdelhakim a una de las familiares que intenta hacerse entender.
Tener un pasaporte expedido en Trípoli no sirve para salvarse de esta caza. El Consejo Nacional de Transición (CNT) está dispuesto a no reconocer los documentos oficiales que avalan su nacionalidad. Algunos de sus propietarios, originarios de Chad o Níger, llevan en Libia desde los años 70, cuando se enrolaron en las Fuerzas Armadas, por lo que son militares profesionales. Otros, inmigrantes que escaparon de sus países para encontrar trabajo.
«No es libia, no es libia», responde de forma humillante Abdelhakim ante las súplicas de una de las mujeres. Al final, esta consigue hacerse entender. Se llama Salwa Aisa, lleva dos años en Trípoli y su marido Abdallah está dentro. «No hizo nada pero lo detuvieron por la noche», asegura. Cuando cae el sol, las descuidadas callejuelas de la Medina son uno de los escenarios de las redadas. Periodistas desplazados a Trípoli han podido comprobar cómo milicianos arrestan a la población negra de forma indiscriminada. Sólo el miércoles, medio centenar de personas terminó en las manos de estas patrullas. Esa mañana, otros 200 detenidos habían sido trasladados para dejar espacio a nuevos arrestos. El número total de apresados podría ascender hasta los 5.000.
«Tenemos que asegurarnos de que no tengan armas», afirma Armen Madani, miliciano que llegó a Trípoli cuando la batalla casi había terminada. Según explica, una vez detenidos se registra su casa en busca de arsenales o evidencias de su participación en la batalla. Los móviles son una de las principales pruebas. Ali Mohammed muestra el vídeo de un Nokia N73 donde aparecen soldados negros sobre varias pick-up. «Fue incautado a los detenidos», justifica.
Lo que no deja claro es cómo se investiga. Baha, uno de los jóvenes del consejo local del barrio de Gorji, insiste en que existe un sistema judicial, tres abogados y un magistrado. Pero por el centro de detención de Bab Bahar no hay rastro de ellos. «Se les trata bien, no se les pega», dice Madani. Al final, termina confesando que uno de los detenidos se llevó un tiro en el pie el miércoles. «Intentó coger un arma», justifica. Hasta Amnistía Internacional o Human Rights Watch han advertido de los malos tratos y posibles ejecuciones.
«No he hecho nada. Sólo vine de Ghana a trabajar». Éstas son las únicas palabras que logra expresar uno de los presos. Permanece, junto a sus compañeros, apelotonado en el suelo para refugiarse en la escasa sombra que cae en el pequeño campo de fútbol donde los mantienen encerrados. En seguida, la conversación se interrumpe.
No sólo los guardias intentan evitar que se hable con los presos. Mohammed el-Gaadi, miembro de una ONG caritativa creada hace 5 días y que trabaja como traductor para financiarla, delata al periodista que intenta comunicarse con el detenido. No quiere que su versión contradiga a la de los carceleros.