Farrah Hamary aún recuerda lo ocurrido con desesperación, y el sudor recorre su rostro, agobiado por el calor y la humedad de la capital de Libia. Tiene demasiado miedo para dar su nombre o permitir que se le tome una fotografía. Muestra a IPS su espalda cicatrizada, sus brazos quemados con colillas de cigarrillos y […]
Farrah Hamary aún recuerda lo ocurrido con desesperación, y el sudor recorre su rostro, agobiado por el calor y la humedad de la capital de Libia. Tiene demasiado miedo para dar su nombre o permitir que se le tome una fotografía.
Muestra a IPS su espalda cicatrizada, sus brazos quemados con colillas de cigarrillos y su mano derecha quebrada por las torturas de los milicianos.
Hamary, de 39 años, es originario de la central región sudanesa de Kordofán, azotada por la guerra y la crisis económica. Llegó a Libia hace varios años en busca de una nueva vida como vendedor de frutas y verduras en su puesto callejero del mercado de Suk Al Ahad, en el barrio Kasr Ben Gashir de Trípoli. Con sus magros ingresos intenta enviar remesas a su esposa e hijo en Sudán.
Hamary ahora vive en constante temor. Fue víctima de la milicia Fatih, que controla el barrio a través del miedo, la intimidación y la extorsión.
De día, el jefe de ese grupo armado, que se hace llamar Izzedine, usa uniforme del ejército libio. Por la noche, él y sus soldados se visten de civil, roban y extorsionan a la población, sobre todo a los subsaharianos.
Hamary fue víctima de los milicianos cuando un amigo suyo estuvo involucrado en un accidente automovilístico en julio, cerca de Kasr Ben Gashir, y él acudió al lugar para ofrecerle ayuda. Hombres de Izzedine detuvieron a Hamary, a pesar de no haber cometido delito alguno, y lo torturaron durante dos días.
«Me colgaron boca abajo y me golpearon en la planta de los pies. Me pegaron varias veces hasta sangrar con una barra de hierro en la espalda y en los brazos. También me pegaron con una silla y me quemaron con cigarrillos. Me rompí la mano durante la golpiza y todavía no ha curado», cuenta a IPS.
La milicia confiscó el pasaporte y el automóvil de Hamary, y deberá pagar una multa para recuperarlos.
Apenas liberado, Hamary denunció lo ocurrido ante la embajada de Sudán en Trípoli, que le entregó una carta para que presentara una denuncia formal ante la policía.
Los propios funcionarios de la sede diplomática han sufrido robos de automóviles a manos de grupos armados.
«A los policías no les importó, y me dijeron que me fuera. Tenían miedo de la milicia, que antes había atacado a la estación policial y robado armas. No hay ley ni orden en este país», dice Hamary.
El paso siguiente de este sudanés fue contratar un abogado, quien lo llevó a hablar con Izzedine y decirle lo que sus hombres habían hecho. «Simplemente se rió y dijo: ‘Dios lo acompañe, puede irse ahora'», recuerda Hamary.
Issa Ibrahim, originario de Darfur, es uno de los pocos subsaharianos que viven relativamente seguros en Libia. Llegó a este país huyendo de la milicia Janjaweed, que con apoyo del gobierno sudanés lanzó una campaña de limpieza étnica contra tribus negras.
En Trípoli, Ibrahim abrió un pequeño comercio de venta de ropa en el barrio de Al Rasheed. Con sus ingresos también mantiene a su esposa e hijo, quienes aún viven en Darfur.
«Me hice amigo de mis vecinos libios, y ellos me protegen si alguien comienza a causarme problemas», explica a IPS. «Hasta ahora nadie me ha lastimado físicamente. Solo me insultan porque soy negro. Hay muchos libios que menosprecian a los africanos negros».
«Pero tengo que tomar muchas precauciones. No salgo a la calle después de las siete de la tarde porque es muy peligroso, especialmente si eres negro y extranjero. También evito ciertos barrios, y a algunas ciudades no iré nunca, como a (la noroccidental de) Misurata», añade.
El régimen de Muammar Gadafi (1969-2011) contrató a varios mercenarios subsaharianos para luchar contra el levantamiento rebelde, que a la postre lo derrocó.
Un significativo número de libios negros, particularmente los de la localidad de Tawergha, cerca de Misurata, apoyaron a Gadafi, y son acusados de haber cometido atrocidades contra la población civil de la zona.
Desde hace muchos años, Libia ha atraído inmigrantes de los países vecinos y de otras partes del mundo, quienes llegan en busca de una nueva oportunidad económica o con la intención de cruzar a Europa.
Bajo el régimen de Gadafi, este país poco poblado y rico en reservas petroleras dependía de cientos de miles de trabajadores inmigrantes para sostener su economía.
Muchos de estos escaparon durante la guerra civil, pero otros eligieron quedarse porque la situación en sus países de origen era mucho peor.
«La situación en el país todavía no se ha estabilizado, y no hay un poder central capaz de gobernar todo el territorio», según la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH), que envió una misión a Libia en conjunto con la organización no gubernamental Migreurop.
«Por eso, milicias e individuos han decidido por sí mismos cómo tratar a los inmigrantes, por fuera de todo marco legal. Las milicias controlan, arrestan y detienen a inmigrantes en campamentos improvisados», sostiene la FIDH.
«Invocan motivos de seguridad para justificar la ‘limpieza de ilegales’. Cazan a los inmigrantes, y los africanos subsaharianos son sus principales objetivos».
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