La dimisión del primer ministro civil, Abdalla Hamdok, es el último episodio de la pugna entre quienes se levantaron en diciembre de 2018 y un ejército que no quiere renunciar al poder.
En la tarde del domingo 2 de enero Abdalla Hamdok, primer ministro sudanés, presentó su renuncia. La dimisión, con la que se especulaba desde hacía semanas, respondía, según explicaba el mandatario, al fracaso para alcanzar un consenso entre las distintas partes del gobierno de transición, y al derramamiento de sangre en una la población civil cuyas movilizaciones se intensificaron tras el golpe de estado que el pasado 25 de octubre llevó a la toma del poder completo por parte de los militares, encabezados por el general Abdelfatá al Burhan.
La salida de este economista de formación británica y con trayectoria en Naciones Unidas venía a reafirmar dos cuestiones claves del proceso de democratización sudanés: la dificultad de alejar al estamento militar de un poder que han detentado durante décadas, y les ha reportado el control económico del país, y la perseverancia de una población civil que no ha dudado en salir a las calles —y permanecer en ellas— para defender la revolución de diciembre de 2018.
En el mismo día en el que el líder civil del gobierno de transición, integrado por un componente militar y otro de políticos no uniformados, se retiraba, en las calles la población protagonizaba una jornada de protesta. Reclaman que el ejército abandone el poder y cumpla con lo acordado tras la expulsión del presidente Omar Al Bashir, dictador que secuestró la dirección del país durante tres décadas en un régimen marcado por el autoritarismo político y religioso, y por una corrupción que capturó para sí uno de los incrementos de crecimiento más significativos de África desde el principio del siglo XXI al calor de una fuerte subida en la extracción de petróleo.
Ayer, 3 de enero, el secretario general de Naciones Unidas lamentaba la dimisión de Hamdok. Antonio Guterres, denunciaba así mismo la represión contra la población civil y conminaba a las fuerzas de seguridad sudanesas a constreñir el uso de la violencia, mientras llamaba a las partes implicadas a continuar el diálogo.
Paralelamente, también el lunes, la Unión Europea advertía al gobierno sudanés —que el pasado agosto anunció que entregaría a Omar Al Bashir a la Corte Penal Internacional— de que la falta de colaboración en los procesos en los que se juzgará al antiguo mandatario y otros altos cargos del ejército por crímenes de guerra en la región occidental de Darfur podría comportar la implementación de sanciones (aunque no al Estado en su conjunto sino de manera focalizada). Por su parte, Estados Unidos, emplazaba a los líderes a que restauren la democracia.
Incertidumbre tras el golpe
El golpe del 25 de octubre supuso la puesta en evidencia de la imposibilidad de que las fuerzas civiles y el ejército llegaran a consensos desde planteamientos claramente polarizados. En esta ocasión, el líder del ejército, al Burham, llevó la negativa a compartir el poder a su última consecuencia, tomando el gobierno y poniendo a Hamdok bajo arresto en su residencia. El momento llegaba después de algo más de dos años de co-gobierno muy difícil, en un contexto de pandemia, inundaciones y continua crisis económica, y con algunos Estados, aliados del anterior régimen, interfiriendo en el tablero sudanés.
Desde Abdelfatah El-Sisi, en Egipto, temeroso de cualquier posibilidad de contagio tras haber anulado en gran medida a las fuerzas democráticas con una política de represión que nada tiene que envidiar a su antecesor, Hosni Mubarak, o las monarquías de Arabia Saudí y del Golfo, exitosas en reprimir sus propias disidencias y que cuentan con una amplia población migrante sudanesa en sus territorios, estas potencias han interferido en la política sudanesa, presionando, por ejemplo, para la firma del acuerdo de paz con el Estado de Israel, decisión que no contaba con el respaldo de la parte civil del gobierno y que fue contestada ampliamente en las calles sudanesas.
Mientras las calles ardían, el pasado 21 de noviembre el anteriormente expulsado primer ministro, Hamdok, alcanzó un acuerdo para el restablecimiento del gobierno con el argumento de evitar de este modo las muertes entre la ciudadanía y tratar de reconducir la transición, algo que fue interpretado por los manifestantes como una rendición ante los golpistas y una traición a las aspiraciones democráticas del pueblo. La percepción de esta “claudicación”, no hizo sino animar las movilizaciones, miles de jóvenes salieron a las calles a reivindicar que no aceptarían ningún acuerdo que incluyera al ejército.
El 18 de diciembre, con motivo del tercer aniversario de la revolución, las manifestaciones volvieron a tomar las principales ciudades del país para reclamar la salida del ejército de cualquier gobierno de transición democrático. El 25 de diciembre las fuerzas armadas reprimieron con gases lacrimógenos una nueva marcha al Palacio presidencial, mientras el gobierno cortaba internet e impedía las comunicaciones telefónicas. Se estima que unas 50 personas han muerto, víctimas de la respuesta policial, desde el golpe de estado del 25 de octubre. A pesar de todo, las movilizaciones persisten. Ayer, 3 de enero, trabajadores del Bank of Khartoum protestaban por el despido de 210 personas como represalia por haber participado en las protestas, mientras que 547 habrían sido advertidas de que podrían perder su trabajo.
Por ahora no se sabe qué pasará con un gobierno en manos de los militares, y una población que no confía en la voluntad de las fuerzas armadas para posibilitar la transición democrática perseguida. La pérdida de poder para el aparato que prosperó y se enriqueció con el régimen de Al Bashir podría suponer su exposición a la justicia. Entre crímenes de guerra, represión y corrupción, el panorama fuera del poder no sería un retiro tranquilo. Bajo el argumento de apuntalar la estabilidad del país, o impedir una eventual guerra civil, el componente militar del gobierno no ha respetado la alternancia acordada y las que debían ser las primeras elecciones democráticas, previstas para 2023, han quedado suspendidas en el aire.
Un estallido que permanece
Hace tres años las principales ciudades de Sudán eran testigo de una protesta que no tenía visos de apagarse. La subida del precio del trigo y del combustible como resultado de las políticas de austeridad de FMI, ante un país ampliamente endeudado, llevaban a gran parte de la población a una situación de hambruna y desesperación. La hiperinflación, el elevado desempleo, o el coste de la guerra (primero con el Sur y después en Darfur o frente a fuerzas resistentes aficandas en el Este, cegaban las perspectivas de futuro de millones de personas.
La violencia se hizo notar rápidamente, sobre todo de la mano de los Grupos de Acción Rápida, cuyos integrantes provienen de las milicias yanyauid, una fuerza conocida por la virulencia y crueldad de sus acciones en el conflicto de Darfur. La represión de las manifestaciones dejó decenas de víctimas en una sociedad civil que no se amedrentó tampoco con la imposición del estado de emergencia o la supresión de libertades, ni se dejó convencer por las promesas de reformas del mandatario.
Tras semanas de acampada en torno a la sede del poder militar, a veces contando con la defensa de soldados rasos del ejército, los militares se vieron forzados a detener a Al Bashir el 11 de abril de 2019, quien sigue privado de libertad, pero no encarcelado, pues la ley sudanesa impide la entrada en prisión de los mayores de 70 años. Las movilizaciones continuaron hasta que el Comité Militar de Transición aceptó compartir el poder con representantes de las fuerzas democráticas civiles. La población sudanesa no lo ha tenido fácil, pero a pesar de ataques como la matanza del 3 de junio de 2019 —en la que los Grupos de Acción Rápida reprimieron con violencia a los manifestantes— continuaron manteniendo un pulso que llevó a un acuerdo de transición democrática en julio, que acabó con Hamdok, un reputado economista que, sin embargo, no había participado de las protestas, ejerciendo como primer ministro desde agosto de 2019.
El movimiento democrático sudanés se ha sustentado en una alta participación juvenil, una amplia presencia de mujeres, y entidades muy activas como la Asociación de profesionales de Sudán, integrado en gran medida por personal sanitario, que ha ido registrando las víctimas de la represión al tiempo que atendía a los heridos y canalizaba las protestas, un movimiento obrero fuerte con arraigo particularmente en la ciudad de Atbara, población ferroviaria donde comenzaron las protestas en diciembre de 2018, una serie de partidos tradicionalmente democráticos, apartados del poder por el régimen del Al Bashir, o un histórico partido comunista que llegó a ser el más importante de África. En los barrios, los Comités de Resistencia Sudanesa han descentralizado la lucha y canalizado las protestas de manera paralela a las grandes marchas y las sentadas duraderas.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/africa/sudan-la-revolucion-que-no-cesa