Suráfrica, símbolo mundial en la lucha contra la discriminación racial sufre un peligroso estallido de xenofobia y violencia. Así, más o menos se destaca en los medios de comunicación. Las imágenes de las agresiones son espectaculares por su crueldad. Negros contra negros al grito de fuera extranjeros. Regresan a Maputo miles de inmigrantes con los […]
Suráfrica, símbolo mundial en la lucha contra la discriminación racial sufre un peligroso estallido de xenofobia y violencia. Así, más o menos se destaca en los medios de comunicación. Las imágenes de las agresiones son espectaculares por su crueldad. Negros contra negros al grito de fuera extranjeros. Regresan a Maputo miles de inmigrantes con los petates vacíos y pánico en los rostros ¿Pero qué hay más allá de estos titulares?
Efectivamente, años atrás la lucha contra el apartheid consiguió demoler uno de los regímenes más injustos del mundo. Es bien sabido. Y el dirigente del Congreso Nacional Africano ANC, Nelson Mandela, se transformó en icono viviente contra las cadenas de la segregación. En esa lucha, el ANC contó con la solidaridad activa de sus vecinos. Esos que ahora son víctimas de un odio irracional por parte de algunos sectores pobres de las periferias de Johannesburgo. El mismo arzobispo Desmond Tutu ha declarado indignado «no podemos pagarles matando a sus hijos».
Son otros tiempos, y atrás queda la mística libertaria y el panafricanismo militante. Ahora la supervivencia ocupa la mayoría de las energías. Suráfrica vivió una transición ejemplar en algunos aspectos, como el de un proceso de paz donde las víctimas tuvieron un papel predominante. Y a pesar de que muchos culpables no fueron debidamente castigados, se consiguió poner en marcha un proceso ejemplificador para otras situaciones de conflicto, incluso más allá del continente.
Formalmente, se terminó con más de cincuenta años de un régimen que negaba con toda la violencia los derechos más elementales a la mayoría de su población. «Las cosas no están bien, pero al menos ahora podemos ir a cualquier sitio. Y estamos en igualdad de oportunidades con los blancos» me dijo John, un joven taxista que me llevaba por las calles de Cape Town. Fue tan brutal, tan criminal aquel régimen que cualquier avance en la dirección de respetar los derechos humanos, era y es considerado una conquista gigantesca. Otros cambios no fueron tan exitosos.
La pobreza, la marginación en servicios públicos, en abastecimiento de servicios básicos, la inseguridad de los barrios más castigados con un desempleo oficial del 40 por ciento, la pandemia del VHI/sida siguen teniendo un color de piel. El país sigue manteniendo unos índices de desigualdad que arroja a su mayoría negra a un apartheid económico. La transición se hizo. El igualitarismo étnico se consiguió con el levantamiento de leyes draconianas y prohibiciones absurdas. Pero la justicia económica no apremiaba a inversores ni a gobiernos extranjeros. Al revés. Según el profesor surafricano Patrick Bond, Nelson Mandela no pudo aplicar su ideario de redistribución de la riqueza y de programas públicos masivos para cubrir las necesidades básicas de la población. Los poderes económicos, nacionales e internacionales, encabezados por el FMI y el Banco Mundial presionaron y amenazaron con reaccionar si no se seguían las directrices neoliberales. El ANC había llegado al gobierno después de medio siglo de apartheid. Y en su interior brotó el temor a que un fracaso económico alentara regresos al pasado y dibujara una imagen contraria al gobierno de la población negra. Además de arrojar al país a la hecatombe económica. Algo de lo que ha sucedido en Zimbabwe. Así se abrió la puerta a privatizaciones masivas, despidos y reducciones en los salarios en el sector público, recortes en los impuestos a la inversión privada, etc.
Años más tarde la realidad no ofrece márgenes para el optimismo. Suráfrica es un arco iris de diversidad étnica y cultural. Pero cuando la miseria ahoga el día a día, cuando las esperanzas puestas no terminan de dar respuestas concretas, cuando la riqueza ostentosa sigue ampliando sus márgenes frente a los más de ocho millones de personas sin hogar, sobre ese arco iris llueve de sangre. No es nueva la violencia en los barrios pobres de las grandes ciudades sudafricanas. Los índices de delincuencia son los mayores del mundo. La delincuencia que es causa y origen de esa otra delincuencia vive tranquila tras las alambradas que el post-apartheid no ha podido tocar.
Mientras Trevor Ngwane, antiguo líder local del ANC aseguraba «El apartheid basado en la raza ha sido reemplazado por un apartheid basado en la clase social. Somos la sociedad más desigual del mundo», en el norte, cerca de las fronteras, paramilitares granjeros blancos se dedican a la caza del inmigrante. Las autoridades lo toleran. La policía reconoce que hacen su trabajo sucio. Además, cuando los inmigrantes terminan su trabajo, antes del día de paga son denunciados por sus propios patronos. Las autoridades expulsan diariamente a más de trescientos inmigrantes de Zimbabwe. En diciembre más de ochenta mil mozambicanos fueron puestos en la frontera.
La pobreza que soporta el Mozambique obediente a las normativas neoliberales, y la situación catastrófica de caos e inflación que sufre la población zimbawana, además de la persecución que soportan los que no se alían tras el libertador devenido en tirano, Robert Mugabe, está provocando un aumento de los desplazamientos hacia Suráfrica. Con una situación de desesperación y desempleo en los barrios pobres de Suráfrica, la llegada de estos inmigrantes pone en marcha un descabellado mecanismo que conocemos bien. Culpar al otro. Señalar al extranjero como responsable del desabastecimiento, de desempleo, de la falta de servicios públicos. Culpar al blanco de corbata es más difícil y más inaccesible. Culpar a las economías neoliberales, más difuso para los que agarran el hacha borrachos de un odio irracional.