La toma de posesión de Barack Obama como presidente de Estados Unidos parece haber arrinconado las discusiones relativas al declive de la hegemonía norteamericana. Urge recelar, sin embargo, de los ejercicios que al respecto de esta cuestión se han hecho valer en los últimos tiempos, y ello tanto en lo que atañe a los que, […]
La toma de posesión de Barack Obama como presidente de Estados Unidos parece haber arrinconado las discusiones relativas al declive de la hegemonía norteamericana. Urge recelar, sin embargo, de los ejercicios que al respecto de esta cuestión se han hecho valer en los últimos tiempos, y ello tanto en lo que atañe a los que, meses atrás, apreciaban un rápido descenso a los infiernos de la primera potencia planetaria como de los que, ahora, vislumbran un sorprendente renacimiento del gigante del norte de América.
Nadie puede poner en duda, de cualquier modo, que el legado de Bush en lo que se refiere a la discusión que nos ocupa no es precisamente estimulante para EEUU. Ahí están, para testimoniarlo, el general hundimiento de una economía que en su locura desreguladora ha dado al traste con el grueso de las supersticiones neoliberales y, por si poco fuera lo anterior, dos sonados fracasos militares, Afganistán e Irak, que han sacado a la luz las muchas limitaciones del poder duro alentado por la Casa Blanca. Bueno es, aun así, que no nos equivoquemos en lo que se refiere a lo que esos dos fiascos significan para la hegemonía norteamericana.
Porque, si EEUU cuenta hoy con una superioridad militar abrumadora con respecto a todos sus competidores, no está de más recordar que lo que en una primera lectura es un problema de siempre de la economía estadounidense, su espectacular endeudamiento, opera, no sin paradoja, como un sutil mecanismo que obliga a la contención a un sinfín de competidores que son, al tiempo, acreedores.
Llamemos la atención, con todo, sobre un hecho llamativo: cuando en los últimos meses tirios y troyanos han concluido que los desvaríos de Bush se han traducido en un acortamiento manifiesto en el tiempo propio de la hegemonía norteamericana, por lo general han preferido no arriesgar en demasía a la hora de identificar a los presuntos sustitutos. Las candidaturas de China y de la India, como algunas otras, se hallan sometidas hoy a un ojo escrutador que, por lo que parece, ya no aprecia en ellas el dechado de activos que se identificaban antes de que la crisis alcanzase también, y de lleno, a esas economías. Tiene uno derecho a adelantar que algunos de estos repentinos recelos hunden sus raíces en la certificación de que, como quiera que los modelos correspondientes no han roto amarras con las muchas miserias del capitalismo global, sus posibilidades de perfilar un horizonte distinto al proporcionado por este son más bien reducidas.
Aunque más interesante resulta ser lo que ocurre con la Unión Europea, que llamativamente no cuenta en casi ninguno de los pronósticos que perfilan sustitutos para la hegemonía norteamericana. Aunque desde el mundo conservador se aporta desde tiempo atrás una unánime explicación al respecto -la UE arrastra una lamentable desidia que la incapacita para imponer con agresividad unos valores en los que no cree-, parece que los tiros van por otro lado: lo que anula a la Unión Europea como candidato solvente a la dirección del mundo es, antes bien, su permanente sumisión al dictado norteamericano o, lo que es lo mismo, la ausencia, de su lado, y luego de la callada aceptación de la vulgata neoliberal, de señas de identidad que permitan barruntar un proyecto alternativo al que han alentado en los últimos años los gobernantes estadounidenses.
Carlos Taino es Profesor de Ciencia Política