Hoy estamos viviendo un fenómeno inédito mundial, no porque no haya habido pandemias en otros momentos –simplemente en mi generación, todavía está fresca la memoria de la pandemia del sida–, sino porque la del coronavirus mezcla tres factores: es una enfermedad de contagio fácil y veloz, que se está dando en un momento en que la globalización ha entrado ya a una fase madura, y en un tiempo en que muchos países están siendo gobernados desde corrientes nacionalistas y aislacionistas. A esos tres factores hay que agregar algunos otros, menos protagónicos pero que están también rondando en el trasfondo, como el que el mundo ha llegado a un punto crítico en el tema de cambio climático, por ejemplo, o como la caída precipitada de los precios del petróleo, que no es causada por el coronavirus, pero que sí se agrava por el freno productivo.
Estamos viviendo novedades cada día, y aún no alcanza a haber una narrativa que resuma lo que significa esta crisis ni a nivel público y ni en el terreno privado. A ratos se me figura que estamos viviendo uno de esos momentos en que la música se detiene, como en los juegos de sillas musicales, y todos corremos a sentarnos a toda prisa, tratando de no ser el pobre desgraciado que termina sin su silla, y que queda fuera del juego. Y es que la crisis de salud exhibe –hace muy visibles– a las poblaciones más vulnerables: ¿qué sucederá si brota un foco de infección en alguna prisión mexicana, con sus increíbles carencias y condiciones de hacinamiento? ¿Qué, si hay algún otro foco en los centros de detención en que viven aglomerados cientos y miles de migrantes centroamericanos? Qué sucederá a los sin-casa (los llamados homeless) de ciudades estadunidenses como Nueva York, Filadelfia, o Houston? ¿Se quedarán desamparados?
Pero hay también otros momentos en que la experiencia del coronavirus invoca otra clase de imágenes, porque el temor –usualmente fundado– al contagio irrumpe en todas las rutinas, y crea un tiempo nuevo para cada uno de nosotros. En otros países, donde la enfermedad va más avanzada que en México, esa rotura del tiempo ordinario no sólo trae nuevos problemas, sino también inventos. Se comienza a reconocer que la cuarentena le agrega presiones al matrimonio, resumidas en un meme europeo: “El coronavirus cobra una víctima: una mujer estrangula a su esposo tras 14 días de cuarentena”. Por todas partes van apareciendo consejos para sobrellevar la vida en encierro, junto a explicaciones de por qué, cuando estás en cuarentena, el hablar por teléfono resulta más reconfortante que comunicarse por chat, por ejemplo. La prensa comienza a publicar artículos para la gente encerrada: cuáles programas de televisión pueden resultar interesantes, alguna película vieja que nunca viste, y que puedes bajar en Netflix. Cuáles músicas hay que escuchar…
También comienzan a proliferar clases y conferencias informales, hechas para comunidades ya existentes. Mis colegas en la Universidad de Columbia ya empiezan a dar y tomar breves cursillos que unos ofrecen a los otros. Clases de yoga por Zoom. Historia del arte. Clases de cocina…
Pero, en primer lugar, la interrupción de nuestra rutina genera angustia –sobre todo económica, en la medida en que se van cerrando espacios de trabajo. Los bares y restaurantes británicos están al borde de la quiebra. Los actores y productores de Broadway no pueden dar funciones. Los choferes de taxi o de Uber de ciudades como Los Ángeles, San Francisco o Nueva York ya no tienen clientes… Nadie conoce la profundidad de la recesión económica que se viene, y países como Francia han comenzado a nacionalizar industrias para que no cierren definitivamente. Ayer el gobierno de Estados Unidos anunció que va a distribuir un bono de mil dólares a la ciudadanía, para ayudarlos aunque sea un poco en este trance.
Los efectos de largo plazo de la crisis son totalmente desconocidos. Muchos pensamos que la normalidad que sigue será distinta a la anterior, que no habrá un regreso a lo que hacíamos hace apenas dos semanas. La crisis del coronavirus ha hecho visible el altísimo grado en que requerimos acción colectiva orientada a la cooperación, y de un Estado que vea por todos, porque los marginados en cada país sufrirán desproporcionadamente, se convertirán, a su vez, en agentes de infección para todos los demás. Los migrantes que temen acudir a los servicios médicos, o que no pueden aislarse porque no pueden perder un día de trabajo, los indigentes que viven en las calles, los presos… son ahora, claramente, un problema de y para la sociedad entera. El coronavirus demuestra que necesitamos volver a inventar algo así como un estado de bienestar.
Por otra parte, el freno en seco a una economía desenfrenada, la caída del precio del petróleo y la reducción en la producción y consumo de automóviles quizá ofrezca una oportunidad para dar un giro definitivo contra el uso de hidrocarburos, y tratar de disminuir radicalmente la circulación de automóviles en nuestras ciudades.
Como todo desastre, el coronavirus abre una grieta que deja ver a nuestra sociedad y gobierno en toda su desnudez, pero al ser una pandemia de consecuencias genuinamente mundiales, este desastre presenta una oportunidad para realizar cambios de giro, tanto a escala colectiva como en el plano íntimo.
Fuente: https://www.jornada.com.mx/2020/03/18/opinion/021a1pol