El país necesita desesperadamente una intervención sanitaria internacional, pero su régimen militar se conforma con dejar morir a la población
Hace dos días, pasé seis horas en aplicaciones encriptadas con contactos en Myanmar, tratando de localizar un único concentrador de oxígeno para la madre de una amiga, a quien llamaré Ma Moon. La tasa de saturación de oxígeno de su madre había bajado en un día precipitadamente de 95 a 70.
Aunque no lo sé con certeza, ya que en estas circunstancias no podemos directamente preguntarles, creo que la familia está recibiendo atención médica diaria por parte de profesionales que han pasado a la «clandestinidad» como parte de la campaña de desobediencia civil.
La profesión médica se encuentra entre las más respetadas en el país, por lo que la decisión de sus profesionales de oponerse al golpe de estado del 1 de febrero derrocando al gobierno civil electo, tuvo un peso inmenso entre la población.
Estimaciones expertas en salud pública en Myanmar predicen que el 50% de los 55 millones de habitantes del país se contagiarán en tres semanas con las variantes Alfa o Delta de COVID19.
Una reconocida opinión especializada en salud pública prevé que la población se verá diezmada, con al menos una pérdida de vidas de 10/15 millones de personas para cuando COVID termine con Myanmar.
Mientras tanto, Ma Moon, que padece una grave comorbilidad, y todos los miembros de su familia, son positivos sintomáticos de COVID.
La familia de Ma Moon, no obstante, se atrevió hace dos noches a romper el toque de queda militar para conducir por todo Rangún buscando pistas en Facebook sobre posibles concentradores de oxígeno en venta.
Finalmente encontraron uno, pero de una forma desgarradora. Lo localizaron a las 2 de la madrugada, cuando todas las partes implicadas podrían haber sido arrestadas por infringir el toque de queda. Las numerosas llamadas telefónicas que habíamos realizado entre todos llevaron a la respuesta de una familia desconsolada, cuyo patriarca acababa de morir.
El compresor de oxígeno fue entregado a la familia de Ma Moon con una única condición: que lo cedieran gratuitamente, cuando ya no lo necesitaran, a la siguiente víctima.
La total desesperación ha llevado a acuerdos de este tipo entre amistades para «compartir» concentradores de oxígeno: poner a los miembros de la familia más graves en oxígeno comprimido durante unas horas, devolviendo luego el aparato a otra persona enferma para que también acceda a la esperanza de sobrevivir unas horas más.
Y todos rezan para que, al día siguiente, todavía exista una remota posibilidad de rellenar las bombonas de oxígeno.
En abril, abandoné Myanmar tras asistir a los funerales de cuatro hombres jóvenes asesinados en mi distrito. Los disparos que tenían lugar por la noche, en las crueles incursiones del ejército en edificios de apartamentos de población civil ya comenzaban a alcanzar también mi edificio de apartamentos.
Actualmente en Tailandia, recibo a diario más de 200 mensajes cifrados de amistades en Myanmar. Hasta la semana pasada, la mayoría promovía la resistencia política y armada al golpe de estado. La «responsabilidad de proteger» y la «zona de exclusión aérea» eran los mensajes que aparecían una y otra vez.
En estos momentos, el 100% de los textos son peticiones desesperadas de ayuda sanitaria y de intervención humanitaria internacional. «Necesitamos ayuda», se lee estos días en muchos mensajes en redes sociales y en pancartas de manifestaciones.
No necesitan ayuda en el futuro. La necesitaban ayer.
He trabajado en y sobre Myanmar durante más de 30 años. Todas las personas que conozco allí están contagiadas o cuidan a una persona contagiada. Ya no hay hospitales que acepten pacientes, ni siquiera los centros privados más caros.
Algunas de las personas contagiadas de COVID mueren en las escaleras de los hospitales que las rechazan. Sin duda, no se someten a pruebas y en los certificados de defunción probablemente figure «neumonía» como causa de la muerte.
Las personas trabajadoras sanitarias, que iniciaron la desobediencia civil contra el golpe el 2 de febrero, hacen lo que pueden desde la «clandestinidad».
Es imposible conseguir equipos de protección (EPI) y mascarillas C95 y N95, a pesar de que hay contenedores llenos de ellos en el puerto de Rangún, donde el Departamento de Aduanas no los distribuye.
Lo más terrible es que no queda oxígeno en el país. O, puntualizando, hay oxígeno pero solamente para el ejército.
No hace falta estudiar epidemiología, estadística o economía para ver a dónde lleva esto. El sistema de salud pública, o lo que queda de él, se derrumbará probablemente por completo, a este ritmo de transmisión, en unas dos semanas.
¿Qué cambios podemos esperar? Probablemente cadáveres. Por todas partes.
Como en todas las hambrunas de la historia y como muestra el enorme número de víctimas mortales de COVID en Estados Unidos, la miseria de Myanmar es, sobre todo, un problema político. Fue una lucha de élites, entre los liderazgos del ejército y del gobierno civil legítimo, lo que condujo al golpe de estado del 1 de febrero.
El estallido del movimiento de desobediencia civil y de resistencia armada, sin embargo, parecen haber sorprendido al líder del golpe, el comandante en jefe, General Min Aung Hlaing.
Preocupa que, desde mayo, ha habido también un florecimiento de milicias contra-resistencia llevando a cabo asesinatos de personas de perfil democrático, tanto de izquierdas como de derechas.
Y entonces fue cuando llegó la variante Delta de COVID19. Hace dos días, durante el esfuerzo por salvar a su madre, Ma Moon dijo en voz muy baja a través de una aplicación encriptada: «Todo el mundo está muriendo».
¿Qué sería necesario para salvar los diez millones de vidas birmanas que probablemente se cobrará el COVID? “Una intervención humanitaria sin precedentes”, sostiene el aclamado medio local de comunicación Myanmar Now, en el país posiblemente más conflictivo de Asia desde el punto de vista político, geopolítico, social y económico.
En los últimos días, los medios de comunicación estatales que divulgan información sobre los discursos del jefe de la junta, muestran claramente que el general no tiene intención de solicitar ayuda a nadie, salvo a su buen amigo, el ministro de Defensa ruso Sergey Shoigu.
Pero Rusia sólo puede ofrecer un goteo de vacunas Sputnik no aprobadas por la OMS, posiblemente en numerosos lotes de 10.000 dosis, que llegarán a lo largo de años y no de meses y, lo más probable, a un gran coste.
China está ocupada apuntalando y ampliando una valla fronteriza electrificada por la que únicamente Donald Trump babearía; ya se extiende 500 kilómetros al este y al oeste del mayor puesto comercial de la frontera entre China y Myanmar.
Además, China ha cerrado todos los pasos fronterizos, aunque también ha desplegado equipos de pruebas y tratamiento COVID para vacunar a todas las personas de algunas zonas remotas controladas por grupos armados de las minorías étnicas. En estas zonas, las personas recién llegadas se someten a pruebas, se ponen en cuarentena y luego reciben la vacuna.
¿Y las Naciones Unidas? Aunque nadie lo menciona, el equipo de la ONU en el país, compuesto por más de 20 organismos, está totalmente superado por la situación. Y a pesar de que las agencias se comprometen a salvar vidas en Myanmar, se ven obstaculizadas por la normativa legal internacional relativa a la soberanía.
Con Rusia y China en el Consejo de Seguridad de la ONU, no se conseguirá el mandato legislativo internacional para una resolución que permita una intervención militar contra la junta birmana y su negacionismo.
La Asociación de Naciones del Sudeste Asiático o ASEAN se ha mostrado bloqueada hasta el momento en lo que respecta a Myanmar, ya que acordó con Min Aung Hlaing, el 24 de abril, una respuesta con cinco puntos consensuados para abordar las múltiples crisis en el país, respuesta que ha sido totalmente ignorada por la junta militar en Naypyitaw.
¿Y el resto del mundo? Como rezaba el cartel de una manifestación de la semana pasada: «Si no es ahora, ¿cuándo? Si no eres tú, ¿quién?». No parece que la enorme devastación en Myanmar que está provocando el golpe militar, la crisis económica y la propagación logarítmica del COVID entre una población que nunca ha disfrutado de una atención sanitaria adecuada, despierte ninguna urgencia.
La madre de Ma Moon ha muerto en sus brazos esta mañana. Ahora el cuerpo de su madre se une a la larga cola de ataúdes en el crematorio. Al no tener la confirmación de la muerte por COVID de un laboratorio gubernamental, no contará en las estadísticas diarias de casos positivos o muertes en la pandemia.
Pero para Ma Moon y para mí, sí que cuenta.
Mary P. Callahan es profesora asociada de la Escuela de Estudios Internacionales Henry M. Jackson de la Universidad de Washington. Entre sus publicaciones a lo largo de 30 años de trabajo en Myanmar se encuentran Making Enemies: War and State Building in Burma (2003). Desde 2013, Callahan trabaja en Rangún (Myanmar), donde ha sido consultora en temas relacionados con la gobernanza, las elecciones generales de 2015 y 2020, la economía política, el proceso de paz y conflictos en curso.
Fuente original en inglés: https://asiatimes.com/2021/07/everyone-is-dying-myanmar-on-the-brink-of-decimation/