Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
No es nada nuevo que EE.UU. pasa por enormes dificultades. La guerra preventiva que lanzó contra Iraq hace más de cinco años fue y sigue siendo un error de proporciones monumentales – que la mayoría de los estadounidenses todavía no logra reconocer. En lugar de hacerlo, discuten si EE.UU. debiera seguir hasta la «victoria» cuando incluso nuestros propios generales nos dicen que una victoria militar es inconcebible. La economía de EE.UU. ha sido vaciada por excesivos gastos militares durante muchas décadas, mientras sus competidores se dedicaron a hacer inversiones en nuevas industrias lucrativas que sirven necesidades civiles. Nuestro sistema político de equilibrio de poderes ha sido virtualmente destruido por el amiguismo y la corrupción crónicos en Washington D.C., y por un presidente que durante dos períodos anda por ahí chillando «Yo soy el que decide,» un concepto fundamentalmente hostil a nuestro sistema constitucional. Hemos permitido que nuestro sistema electoral, la única institución no negociable en una democracia, sea envilecido y secuestrado, como sucedió con la elección presidencial del 2000 en Florida – con apenas alguna protesta del público o los autoproclamados guardianes periodísticos del «Cuarto Poder.» Ahora nos involucramos en la tortura de prisioneros indefensos aunque denigra y desmoraliza a nuestras fuerzas armadas y agencias de inteligencia.
El problema es que hay demasiadas cosas que van mal al mismo tiempo como para que alguien tenga una visión amplia del desastre que ha triunfado sobre nosotros y qué, si algo, se puede hacer para devolver a nuestro país al gobierno constitucional y por lo menos a un cierto grado de democracia. Ahora hay cientos de libros sobre aspectos particulares de nuestra situación – las guerras en Iraq y Afganistán, los presupuestos inflados y no controlados de «defensa», la presidencia imperial y su desdén por nuestras libertades cívicas, la privatización generalizada de funciones tradicionales del gobierno, y un sistema político en el que ningún dirigente se atreve siquiera a pronunciar en público las palabras imperialismo y militarismo.
Hay, sin embargo, unos pocos intentos de realizar análisis más complejos de cómo EE.UU. llegó a un estado tan lamentable. Incluyen «La doctrina del shock» de Naomi Klein, sobre como el poder económico «privado» es ahora casi equivalente al poder político legítimo; «Broken Government: How Republican Rule Destroyed the Legislative, Executive, and Judicial Branches» de John W. Dean, sobre la perversión de nuestras principales defensas contra la dictadura y la tiranía, «Right Is Wrong: How the Lunatic Fringe Hijacked America, Shredded the Constitution, and Made Us All Less Safe» de Arianna Huffington, sobre la manipulación del miedo en nuestra vida política y el rol primordial jugado por los medios; y «The End of America: Letter of Warning to a Young Patriot» de Naomi Wolf, sobre diez pasos hacia el fascismo y donde nos encontramos actualmente en esa escalinata. Mi propio libro: «Nemesis: The Last Days of the American Republic,» sobre el militarismo como acompañamiento ineluctable del imperialismo, también pertenece a este género.
Ahora tenemos un nuevo diagnóstico exhaustivo de nuestros defectos como forma democrática de gobierno por uno de los más experimentados y respetados filósofos políticos de EE.UU. Durante más de dos generaciones, Sheldon Wolin enseñó la historia de la filosofía política desde Platón al presente a estudiantes de postgrado de Berkeley y Princeton (incluyéndome a mí; participé en sus seminarios en Berkeley a fines de los años cincuenta, lo que influyó desde entonces en mi enfoque de las ciencias políticas). Es autor del galardonado clásico «Politics and Vision» (1960; edición expandida, 2006) y de «Tocqueville Between Two Worlds» (2001), entre numerosas otras obras.
Su nuevo libro: «Democracy Incorporated: Managed Democracy and the Specter of Inverted Totalitarianism [Democracia incorporada: La democracia dirigida y el fantasma del totalitarismo al revés], es una crítica devastadora del gobierno contemporáneo de EE.UU. – incluyendo lo que ha sucedido en los últimos años y lo que hay que hacer si no ha de desaparecer en la historia junto con sus predecesores totalitarios clásicos: Italia fascista, Alemania nazi y Rusia bolchevique. Ya es muy tarde, y es remota la posibilidad de que el pueblo estadounidense pueda prestar atención a lo que está mal y adopte los difíciles pasos necesarios para evitar un ocaso de los dioses, pero el de Wolin es el mejor análisis del porqué la elección presidencial de 2008 probablemente no haga nada por mitigar la suerte de EE.UU. Este libro demuestra el motivo por el cual las ciencias políticas, practicadas de modo adecuado, son la ciencia social maestra.
La obra de Wolin es perfectamente accesible. La comprensión de su argumento no depende de la posesión de algún conocimiento especializado, pero a pesar de todo sería atinado leerle de modo intermitente y pensar en lo que dice antes de seguir adelante. Su análisis de la crisis contemporánea de EE.UU. se basa en una perspectiva histórica que vuelve al acuerdo constitucional original de 1789 e incluye una atención particular a los niveles avanzados de democracia social logrados durante el Nuevo Trato y a la mitología contemporánea de que EE.UU., desde durante la Segunda Guerra Mundial, maneja un poder mundial sin precedente.
Ante ese telón de fondo histórico, Wolin introduce tres conceptos nuevos para ayudar a analizar lo que hemos perdido como nación. Su idea maestra es el «totalitarismo al revés,» reforzada por dos nociones subordinadas que la acompañan e impulsan – «democracia guiada» y «Súperpotencia,» esta última siempre en mayúscula y utilizada sin un artículo definitivo. Hasta que el lector se acostumbre a este tic literario particular, el término Súperpotencia puede confundir. El autor lo utiliza como si fuera un agente independiente, comparable con Superman u Hombre Araña, inherentemente incompatible con el gobierno constitucional y la democracia.
Wolin escribe: «Nuestra tesis es la siguiente: es posible que una forma de totalitarismo, diferente del clásico, se desarrolle de una ‘democracia’ supuestamente ‘fuerte’ en lugar de ‘fracasada.'» Su idea de la democracia es clásica, pero también populista, anti-elitista y sólo ligeramente representada en la Constitución de EE.UU. «Democracia,» escribe, «tiene que ver con las condiciones que posibilitan que la gente de a pie mejore su vida convirtiéndose en entes políticos y haga que el poder sea sensible a sus esperanzas y necesidades.» Depende de la existencia de un demo – «una ciudadanía políticamente involucrada y habilitada, que ha votado, deliberado, y ocupado todas las ramas de los cargos públicos.» Wolin argumenta que en la medida en que ocasionalmente EE.UU. llegó a estar cerca de ser una genuina democracia, fue porque sus ciudadanos lucharon contra, y momentáneamente derrotaron, el elitismo incluido en su Constitución.
«Ningún trabajador u agricultor o comerciante normal,» destaca Wolin, «ayudó a escribir la Constitución. «Argumenta: «El sistema político estadounidense no nació como democracia, sino nació con una predisposición contra la democracia. Fue construido por gentes que, eran escépticas u hostiles hacia la democracia. El progreso democrático resultó ser lento, arduo, eternamente incompleto. La república existió durante tres cuartos de un siglo antes de que se terminara la esclavitud formal; otros cien años antes de que los estadounidenses negros recibieran sus derechos a voto. Las mujeres obtuvieron garantías de su derecho a voto y los sindicatos el derecho a la negociación colectiva recién en el Siglo XX. En ninguno de estos casos la victoria ha sido completa: las mujeres todavía carecen de igualdad completa, el racismo persiste, y la destrucción de los residuos de los sindicatos sigue siendo un objetivo de las estrategias corporativas. Lejos de ser innata, la democracia en EE.UU. ha ido a contracorriente, contra las formas mismas mediante las cuales el poder político y económico del país ha sido y sigue siendo ordenado.» Wolin no tiene problemas para controlar su entusiasmo por James Madison, el autor primario de la Constitución, y ve el Nuevo Trato como probablemente el único período de la historia estadounidense en el que prevaleció un gobierno por un demo genuino.
Para reducir un argumento complejo a su esencia misma, desde la Depresión, las fuerzas gemelas de la democracia dirigida y de Súperpotencia han allanado el camino para algo nuevo bajo el sol: el «totalitarismo al revés,» una forma que es en todo igual de totalista como la versión clásica pero que se basa en la cooptación interiorizada, la apariencia de libertad, la desconexión política en lugar de la movilización de masas, y que se basa más en los «medios privados» que en agencias públicas para diseminar propaganda que refuerza la versión oficial de los eventos. Es al revés porque no requiere el uso de coerción, poder policial y una ideología mesiánica como las versiones nazi, fascista y estalinista (aunque hay que señalar que EE.UU. tiene el mayor porcentaje de ciudadanos en prisiones – 751 por cada 100.000 personas – de cualquiera nación de la Tierra). Según Wolin, el totalitarismo al revés ha «emergido imperceptiblemente, sin haber sido premeditado, y en una continuidad aparentemente intacta con las tradiciones políticas de la nación.»
Lo genial en nuestro sistema totalitario al revés «reside en esgrimir un poder total sin que parezca que está sucediendo, sin establecer campos de concentración, o imponer una uniformidad ideológica, o reprimir por la fuerza a elementos disidentes, mientras sigan siendo ineficaces. Una degradación en la condición y estatura del ‘pueblo soberano’ a sujetos pacientes es sintomático del cambio sistémico, de la democracia como método de ‘popularizar’ el poder a democracia como marca de un producto negociable en casa y negociable en el extranjero. El nuevo sistema, el totalitarismo al revés, profesa lo contrario de lo que es, en los hechos. EE.UU. se ha convertido en el escaparate de cómo la democracia puede ser guiada sin que parezca que está siendo reprimida.»
Entre los factores que han impulsado el totalitarismo al revés están la práctica y la psicología de la publicidad y el dominio de las «fuerzas de mercado» en muchos otros contextos que los mercados, adelantos tecnológicos continuos que alientan fantasías complejas (juegos de computadora, avatares virtuales, viaje espacial), la penetración de de los medios de masas de comunicación y propaganda a cada hogar del país, y la cooptación total de las universidades. Entre las fábulas comunes de nuestra sociedad están la adoración del héroe y los cuentos de hazañas individuales, juventud eterna, belleza mediante la cirugía, la acción medida en nanosegundos, y una cultura cargada de sueños de control y posibilidad en expansión permanente, cuyos adeptos tienden a fantasías porque la mayoría posee imaginación pero poco conocimiento científico. Los amos de este mundo son los amos de las imágenes y de su manipulación. Wolin nos recuerda que la imagen de Adolf Hitler volando a Nuremberg en 1934 que abre la cinta clásica de Leni Riefenstahl «El triunfo de la voluntad» fue repetida el 1 de mayo de 2003, con el pretendido aterrizaje del presidente George Bush en un avión de guerra de la Armada sobre la cubierta del portaaviones USS Abraham Lincoln para proclamar «Misión cumplida» en Iraq.
Sobre los campus universitarios «auto-pacificados» del totalitarismo al revés en comparación con la algarada intelectual usual que rodea a los centros independientes de estudio, Wolin escribe: «Mediante una combinación de contratos gubernamentales, fondos provenientes de corporaciones y fundaciones, proyectos conjuntos que involucran a investigadores universitarios y corporativos, y donantes individuales acaudalados, las universidades (especialmente las así llamadas universidades de investigación), intelectuales, expertos e investigadores han sido perfectamente integrados al sistema. Sin quema de libros, sin Einsteins exiliados. Por primera vez en la historia de la educación superior estadounidenses, profesores sobresalientes son enriquecidos por el sistema, recibiendo salarios y beneficios que podría envidiar un alto ejecutivo en ciernes.»
Los principales sectores sociales que impulsan y refuerzan este Shangri-La moderno son el poder corporativo, que está a cargo de la democracia guiada, y el complejo militar-industrial, que está cargo de Súperpotencia. Los principales objetivos de la democracia guiada son aumentar los beneficios de las grandes corporaciones, desmantelar las instituciones de la democracia social (Seguridad Social, sindicatos, asistencia social, servicios de salud pública, viviendas sociales, etc.), y hacer retroceder los ideales sociales y políticos del Nuevo Trato. Su instrumento primordial es la privatización. La democracia guiada apunta a la «abdicación selectiva de la responsabilidad gubernamental por el bienestar de la ciudadanía» bajo la cobertura de mejorar la «eficiencia» y reducir los gastos.
Wolin argumenta: «La privatización de servicios y funciones públicos manifiesta la permanente evolución del poder corporativo hacia una forma política, hacia su conversión en un socio integral, incluso dominante, del Estado. Marca la transformación de la política de EE.UU. y de su cultura política de ser un sistema en el que las prácticas y valores democráticos fueron, si no los elementos definidores, por lo menos los que han contribuido de manera importante, a otro en el que lo que queda de los elementos democráticos del Estado y de sus programas populistas es sistemáticamente desmantelado.» Esta campaña ha tenido en gran parte éxito. «La democracia representaba un desafío al status quo, hoy en día se ha ajustado al status quo.»
Otra tarea subordinada de la democracia guiada es mantener a la ciudadanía preocupada de condiciones periféricas y / o privadas de la vida humana para que no se concentre en la corrupción y el abandono generalizados de la confianza pública. En boca de Wolin: «El punto clave relacionado con las disputas sobre tópicos como el valor de la abstinencia sexual, el papel de las obras benéficas religiosas en las actividades financiadas por el Estado, el tema de los matrimonios gay, y cosas semejantes, es que no son puestas sobre el tapete para ser resueltas. Su función política es dividir a la ciudadanía mientras bloquean la visión sobre las diferencias de clase y distraen la atención de los votantes de los problemas sociales y económicos de la población en general.» Destacados ejemplos del uso de semejantes incidentes por la elite para dividir y excitar al público son el caso Terri Schiavo de 2005, en el que una mujer en estado vegetativo irreversible fue mantenida artificialmente en vida, y, en 2008, el de mujeres y niños que vivían en una comuna polígama en Texas y que fueron supuestamente abusados sexualmente.
Otra táctica de democracia guiada de la elite es aburrir al electorado a tal punto que gradualmente deja de prestar atención a la política. Wolin percibe: «Un método de asegurar el control es hacer continuamente campañas electorales, durante todo el año, saturadas de propaganda partidaria, entremezcladas con la sabidurías de expertos a sueldo, con un resultado más aburridor que vitalizador, el tipo de lasitud cívica en la que prospera la democracia guiada.» El ejemplo clásico lo constituyen ciertamente las contiendas de selección de candidatos de los dos principales partidos políticos de EE.UU. durante 2007 y 2008, pero la «competencia» dinástica entre las familias Bush y Clinton de 1988 a 2008 es igualmente relevante. Habría que señalar que entre la mitad y dos tercios de los votantes cualificados no han votado recientemente, haciendo que sea mucho más fácil guiar al electorado activo. Wolin comenta: «Cada ciudadano apático es un enlistado silencioso en la causa del totalitarismo al revés.» Queda por ver si una candidatura de Obama puede volver a despertar a esos votantes apáticos, pero sospecho que Wolin predeciría una andanada de difamación por los medios de información corporativos que terminaría con esa posibilidad.
La democracia guiada es un disolvente poderoso para cualesquiera vestigios de democracia que queden en el sistema político estadounidense, pero sus poderes son débiles en comparación con los de Súperpotencia. Súperpotencia es el patrocinador, defensor y gerente del imperialismo y el imperialismo de EE.UU., envuelto en el secreto del poder ejecutivo, y supuestamente más allá del campo de alcance del entendimiento o la supervisión de los ciudadanos comunes. Súperpotencia se preocupa de armas de destrucción masiva, de la manipulación clandestina de la política exterior (a veces también de la política interior), de operaciones militares, y de las fantásticas sumas exigidas al público por el complejo militar-industrial. (Las fuerzas armadas de EE.UU. gastan más que todas las de la Tierra en su conjunto. El presupuesto de defensa oficial de EE.UU. para el año fiscal 2008 es de 623.000 millones de dólares; el presupuesto nacional militar más cercano es el de China con 65.000 millones, según la Agencia Central de Inteligencia.)
Las operaciones militares en el extranjero obligan literalmente a la democracia a cambiar su naturaleza: «Para encarar las contingencias imperiales de guerra y ocupación en el extranjero,» según Wolin, «la democracia alterará su carácter, no sólo asumiendo nuevas conductas en el extranjero (por ejemplo: inclemencia, indiferencia ante los sufrimientos, desdeño ante las normas locales, las desigualdades en el gobierno de una población sometida) sino también operando sobre la base de hipótesis revisadas, de la expansión del poder en el interior. Tratará, las más veces, de manipular al público en lugar de involucrar a sus miembros en la deliberación. Demandará más poderes y una mayor discreción en su uso (‘secretos de Estado), un control más estricto sobre los recursos de la sociedad, métodos más sumarios de justicia, y menos paciencia ante las legalidades, la oposición, y el clamor por reformas socioeconómicas.»
El imperialismo y la democracia son, en términos de Wolin, literalmente incompatibles, y los recursos cada vez mayores dedicados al imperialismo significan que es inevitable que la democracia se desvanezca y muera. Escribe: «La política imperial representa la conquista de la política interior y la conversión de esta última en un elemento crucial del totalitarismo al revés. No tiene sentido preguntar cómo el ciudadano democrático podría ‘participar’ sustantivamente en la política imperial; por lo tanto no sorprende que el tema del imperio sea tabú en los debates electorales. Ningún político o partido ha siquiera comentado en público sobre la existencia de un imperio estadounidense.»
Desde los días de la fundación de EE.UU., sus ciudadanos han tenido una prolongada historia de complicidad en los proyectos imperiales del país, incluyendo su expansión transcontinental a costas de los estadounidenses nativos, los mexicanos y los imperialistas españoles. Theodore Roosevelt comentó a menudo que los estadounidenses se oponían profundamente al imperialismo por su escape exitoso del imperio británico pero que tenían el «expansionismo» en la sangre. Con el pasar de los años, el análisis político estadounidense ha tratado cuidadosamente de separar a las fuerzas armadas del imperialismo, incluso si el militarismo es el acompañante ineluctable del imperialismo. Las fuerzas armadas crean el imperio para comenzar y son indispensables para su defensa, el mantenimiento del orden y la expansión. Wolin señala: «Que el ciudadano patriótico apoye inquebrantablemente a las fuerzas armadas y sus inmensos presupuestos significa que los conservadores han tenido éxito en convencer al público de que las fuerzas armadas son algo diferente del gobierno. Por lo tanto el elemento más sustancial del poder estatal es apartado del debate público.»
Ha tomado mucho tiempo, pero bajo el gobierno de George W. Bush EE.UU. ha terminado por lograr una ideología oficial de expansión imperial comparable a las de los totalitarismos nazi y soviético. Según la Estrategia Nacional de Seguridad de EE.UU. (supuestamente preparada por Condoleezza Rice y proclamada el 9 de septiembre de 2002) EE.UU. está ahora comprometido con lo que llama «guerra preventiva.» Wolin explica: «La guerra preventiva involucra la proyección del poder en el exterior, usualmente contra un país mucho más débil, comparable, por ejemplo, con la invasión nazi de Bélgica y Holanda en 1940. Declara que EE.UU. está justificado en atacar a otro país por una amenaza percibida de que el poder de EE.UU. sea debilitado, severamente dañado, a menos que reaccione para eliminar el peligro antes de que se materialice. La guerra preventiva es la afirmación del Lebensraum [La afirmación de Hitler de que su imperialismo se justificaba por la necesidad de Alemania de obtener «espacio vital»] para la era del terrorismo.» Esta fue, desde luego, la excusa oficial para la agresión estadounidense contra Iraq que comenzó en 2003.
Muchos analistas, incluyéndome a mí, concluirían que Wolin prácticamente ha justificado a toda prueba que los días de la república estadounidense están contados, pero el propio Wolin no está de acuerdo. Hacia el fin de su estudio presenta una lista de sugerencias de lo que debería hacerse para evitar el desastroso totalitarismo al revés: «hacer retroceder el imperio, hacer retroceder las prácticas de la democracia guiada; volver a la idea y a las prácticas de la cooperación internacional en lugar de los dogmas de la globalización y de los ataques preventivos; restaurar y fortalecer las protecciones medioambientales; reforzar las políticas populistas; deshacer el daño a nuestro sistema de de derechos individuales; restaurar las instituciones de un aparato judicial independiente, de la separación de los poderes, y del sistema del equilibrio de los poderes; reinstalar la integridad de las agencias reguladoras independientes y de los procesos de asesoría científica; reanimar los sistemas representativos sensibles a las necesidades populares de atención sanitaria, educación, pensiones garantizadas, y de un salario mínimo honorable; restaurar la autoridad reguladora gubernamental sobre la economía; y eliminar las deformaciones de un código tributario que corteja a los ricos y al poder corporativo.»
Por desgracia, es más una guía de lo que ha ido mal que una declaración de cómo arreglarlo, particularmente ya que Wolin cree que nuestro sistema político está «repleto de corrupción e inundado de contribuciones sobre todo de donantes ricos y corporativos.» Es muy poco probable que nuestro aparato partidario funcione para colocar bajo control democrático al complejo militar-industrial y a las 16 agencias secretas de inteligencia. A pesar de todo, una vez que EE.UU. haya seguido a los totalitarismos clásicos al basurero de la historia, el análisis de Wolin representará uno de los mejores discursos sobre lo que anduvo mal.
El último libro de Chalmers Johnson es «Nemesis: The Last Days of the American Republic (Metropolitan Books, 2008), que ahora apareció como Holt Paperback. Es el tercer volumen de su «Blowback Trilogy.»
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