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Decadencia del imperio estadounidense

Trump en Irán y el síndrome de Nerón

Fuentes: Viento Sur

A la hora de redactar este texto, en el cambiante paisaje de Oriente Medio, las tropas de EE.UU. han asesinado en Iraq al general iraní Soleimani y la respuesta del Estado persa ha sido el bombardeo de dos bases bajo control estadounidense en Iraq. Son estos los últimos episodios en la errática política diplomática y […]

A la hora de redactar este texto, en el cambiante paisaje de Oriente Medio, las tropas de EE.UU. han asesinado en Iraq al general iraní Soleimani y la respuesta del Estado persa ha sido el bombardeo de dos bases bajo control estadounidense en Iraq. Son estos los últimos episodios en la errática política diplomática y militar de la Administración Trump, política que muestra los síntomas de un sistema sin nadie al mando y al fiel del sistema rompiendo el mismo y la incertidumbre de un futuro por escribir.

Los equilibrios de intereses ¿imposibles?

La gestión de las relaciones bilaterales entre ambos países, bajo la dirección del mandatario neoyorquino, están presididas por el voluble, y preocupante, carácter personal de Trump pero también por dos cuestiones centrales y sobre las que pivota toda la estrategia (que la hay): en primer lugar, colocar al estado iraní como enemigo principal de EE.UU .y debilitar su potencia económica, religiosa, militar y política en la región, en beneficio de los aliados clásicos de EE.UU., como los regímenes autocráticos suníes, el régimen sionista en Israel o incluso el grupo ISIS (cuyo principal enemigo militar han sido siempre Irán y sus aliados.) En segundo lugar, un ataque sin precedentes de EE.UU. a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el multilateralismo y el Derecho internacional. Sin embargo, estas dinámicas, que veremos a continuación, no consiguen ocultar el sustrato sobre el que se basan: la progresiva pero constante decadencia del otrora imperio estadounidense, incapaz de construir alianzas estables, militarmente debilitado, amenazado económica y políticamente por otras potencias y con una imagen pública en franca descomposición.

En lo referente al primer eje, y dejando a especialistas sobre la región profundizar en este análisis, no cabe duda que parte de la política exterior y de defensa de EE UU (véanse los últimos documentos sobre Estrategias Nacionales de Seguridad y de Defensa del gobierno estadounidense) se fundamenta sobre la construcción de un gran enemigo persa, construcción dialéctica alejada de los datos empíricos. Irán no es un actor que suponga amenaza alguna para la seguridad estadounidense si bien, y esta es la clave, es seguramente el actor más relevante en el complejo escenario de Oriente Medio. Ha sido, sin lugar a dudas, el principal actor militar en la derrota del ISIS (junto, qué duda cabe, con las milicias kurdas y el ejército iraquí) y es la alternativa al control de la zona de una Arabia Saudí progresivamente debilitada. La necesidad de configurarlo como un enemigo clave responde, sí, a necesidades de política exterior pero no a cuestiones de seguridad interna. Alentar un conflicto bélico abierto con Irán podía ser beneficioso en términos electorales para una reelección de Trump pero los intereses estatales, básicos en una análisis desde la óptica realista de la política exterior del antiguo hegemón, no se traducen en la obtención de beneficio alguno de una guerra de este tipo.

Respecto al segundo eje, el ataque al Derecho internacional y la ONU, nos encontramos ante la paradoja de Nerón: un emperador que, enfermo ante su propia decadencia, prende en llamas el símbolo de su antiguo poder. El Derecho internacional moderno, surgido tras la finalización de la II Guerra Mundial y la creación de la ONU es, como cualquier cuerpo jurídico, el resultado de pactos y compromisos en las élites. En este caso, es el resultado de acuerdos entre los sujetos de Derecho que lo conforman, los Estados herederos del resultado de la II Guerra Mundial. Bajo este diseño, los Estados más potentes, con EE UU a la cabeza, acordaban un sistema jurídico fiable y garantista para todos los Estados soberanos siempre que las grandes potencias se vieran vinculadas a él con mayor flexibilidad.

De esta manera, y en un sistema capitalista, los Estados, como receptores y continentes de la confrontación interna de clases, y la protección subsiguiente y estructural de las clases dominantes sobre las dominadas (Poulantzas), han impulsado un orden que supone un doble juego de equilibrios: por un lado, el equilibrio entre las clases sociales, estatales e internacionales para mantener el Status Quo; y, por otra parte, el equilibrio inestable entre las diferentes formas estatales y potencias. Al igual que ocurre con los ordenamientos jurídicos internos, los principios sobre los que se asienta, véase igualdad entre sujetos de derecho, libertad, soberanía, etc., son absolutos desde una óptica formal pero una declaración de intención en el ámbito jurídico material. En el derecho interno estatal, no existe, ni ha existido nunca, una igualdad material entre mujeres y hombres. Existe una formulación retórica y androcéntrica de igualdad entre hombres y mujeres como impulso a la lucha por la igualdad, siempre que la igualdad de las mujeres implique obtener lo mismo que los hombres (Astola). En el plano internacional, no ha existido nunca una igualdad material entre EE UU y, a modo de ejemplo, Burkina Faso o España, si bien la formulación formal de igualdad ante el derecho revela un posicionamiento de búsqueda retórica de un cierto equilibrio entre entes estatales. Así, para analizar desde una óptica jurídica internacionalista ciertos acontecimientos, es necesario analizar no sólo los derechos y deberes afectados, sino también la previsión normativa respecto al incumplimiento de obligaciones (reparadora y no sancionadora en el ámbito del Derecho internacional), el reparto de poder interno en los estados y fundamentalmente los intereses y reparto de poder externo.

El conflicto actual de EE.UU. con Irán, añadiéndose a lo que las especialistas en la región puedan explicarnos, es una plasmación de los intereses de las élites estadounidenses. En este caso, y dado que EE.UU. es el agente agresor, debemos analizar sus acciones desde la óptica de los equilibrios que pretende defender: la supremacía de los intereses del capital en el ámbito interno y electoral estadounidense y los de las élites y clases dominantes supranacionales que se abstienen de utilizar datos empíricos sobre seguridad y terrorismo para centrar todos sus ataques en un actor como la República Islámica de Irán que, simplemente, no es la gran fuente de inestabilidad en la región. Así, la administración Trump está intentando mantener el control del Estado, ante un envite electoral que se jugará, curiosamente y también, en clave de lucha de clases.

Los intereses particulares, también del propio presidente y las oligarquías a las que sirve para mantener el poder, explican, en parte, el desprecio de EE.UU. al Derecho internacional en general y a la ONU y el multilateralismo en particular. Sin embargo, esta necesidad interna y partidista choca con los intereses estatales del propio EE UU, que no está ni preparado, ni es capaz, ni puede seguramente ganar (tampoco perder) una guerra abierta. Así, los intereses de Trump y la élite que le rodea pueden oponerse a los intereses nacionales de EE.UU. y, en último lugar, de la burguesía (republicana y demócrata) estadounidense. De esta forma, la Administración Trump se sitúa fuera de los términos clásicos de política exterior de su país, sin compartir los elementos más ideológicos del otro gran enemigo del orden internacional, George W. Bush.

En el ámbito externo, la actitud de EE.UU. para con el Derecho internacional va más allá de defender una cierta anarquía en las relaciones internacionales. Es habitual que las potencias, con la estadounidense a la cabeza, fuercen e incluso violen en ocasiones el ordenamiento jurídico internacional. De alguna manera, como ocurre con el ordenamiento estatal interno, las élites que diseñan y controlan el sistema jurídico internacional, lo flexibilizan a su interés sabedores de que no existen fórmulas automáticas, jurídicas o imperativas que corrijan los desvaríos. Estas mismas élites representadas en la escena internacional por las grandes potencias, subrayan la necesidad de un orden jurídico (entre el resto, al menos) que permita unas relaciones más o menos pacíficas y cooperativas. Sin embargo, es en este eje en el que la acción de EE.UU. contra Irán es más relevante. Situarse como objetor permanente de un orden jurídico del que reclamas ser el líder o el hegemón tiene unas consecuencias nefastas, claramente para el Derecho internacional o la cooperación pacífica entre Estados, pero sin duda peores para el Estado que así se comporta. La primera vez que se demostró un desafío directo de EE UU a los principios básicos del orden internacional, mucho más profundos que el cumplimiento de ciertas obligaciones, fue en la guerra e invasión de Iraq de 2003. Acción unilateral y sin base jurídica que todavía pesa gravemente en la capacidad de esta potencia de ser un socio fiable y que ofrezca fiabilidad jurídica incluso a sus tradicionales socios. Como Nerón, Trump afronta la decadencia progresiva de EE UU como potencia central de las relaciones internacionales quemando los elementos clave del sistema que un día protagonizó.

El Derecho internacional no olvida

En estas semanas de gran tensión, EE.UU. ha pisoteado gravemente aspectos cruciales del Derecho internacional general:

  • Asesinato selectivo de Soleimani: pese a la propaganda estadounidense (difundida alegremente en ciertos medios españoles), no existe duda sobre la ilicitud de esta medida. Desde un punto de vista iusinternacionalista es una violación flagrante del art. 2.4 de la Carta ONU que prohíbe cualquier ataque armado sobre otro Estado soberano (Iraq en ese caso). Es un ataque pues, directo sobre Iraq e indirecto sobre Irán. Ambos vetados expresamente por el orden jurídico internacional. Tiene, además, el elemento no menor de que un asesinato es, obviamente y además, un tipo penal en cualquier ordenamiento estatal del mundo.

  • No existe la legítima defensa preventiva: la argumentación estadounidense de que el general preparaba actos terroristas inminentes no sólo es absurda desde un punto de vista de credibilidad, sino que supone volver (tras 2003) a reclamar una modificación normativa mediante la práctica para instaurar una legítima defensa preventiva. Sin embargo, este intento ha fracasado en cada intento pues supondría una derogación táctica de la prohibición de amenaza o uso de la fuerza. De ser cierta alguna de las acusaciones, el único camino lícito implicaba aportar pruebas ante el Consejo de Seguridad (ONU) para que, este sí, ejerciera sus competencias de imposición de la paz y la seguridad internacionales.

  • Veto a la entrada del ministro iraní de Asuntos Exteriores a EE U. para intervenir en el CS:EE UU, como Estado que acoge la sede principal de la ONU en Nueva York, ha firmado con esta organización el Acuerdo de Sede, tratado internacional que regula las obligaciones de quien tiene el honor y los beneficios de albergar una sede de una institución internacional, y debe ofrecer visado a los representantes de los Estados miembros para hacer su labor.

  • Presencia militar del ejército EE UU en Iraq:tras la petición de las autoridades soberanas iraquíes de retirada a las tropas estadounidenses, la continuidad de esta presencia se sitúa al margen del ordenamiento internacional, adoptando de nuevo un carácter de fuerza ocupante y abriendo la posibilidad a la resistencia militar lícita del pueblo iraquí.

Las consecuencias de este ataque directo a los principios del ordenamiento internacional, acompañado por la habitual diarrea dialéctica del presidente estadounidense contra el ordenamiento, la ONU y la idea del multilateralismo, no serán todas inmediatas, pero anuncian una aceleración en la decadencia del antiguo imperio. Ya no propone, como en la época de Bush, la construcción de un Derecho internacional hegemónico (Rodrigo), al servicio de sus intereses, sino que pretende sobrevivir al margen del ordenamiento. Los primeros frutos de esta «nueva» política no se dejan esperar:

  • Aislamiento: Ningún Estado es capaz de dominar las relaciones internacionales desde la soledad. Si la decisión, legítima, de practicar una política exterior unilateral se mantiene, las habituales aspiraciones de control de la agenda internacional se ven drásticamente reducidas. Es evidente, en los últimos tres lustros, que EE UU va perdiendo lenta pero constantemente, aliados fiables y estables (nótese la frialdad y lejanía de la mayoría de los países de la UE o su decadente impacto en América Latina). Al mismo tiempo, otros Estados van ocupando posiciones para aumentar su influencia, véanse los casos evidentes de China y Rusia, con un acercamiento al cumplimiento del Derecho internacional menos burdo y opositor que el demostrado por Trump. Recordemos que el Derecho internacional es, sin duda, producto de las élites del sistema internacional para evitar, precisamente, el surgimiento de una alternativa. Si los Estados pequeños, y soberanos (y por tanto las élites a las que sirven), pueden seguir confiando en el mínimo que ofrece el ordenamiento internacional, será quien más lo defienda el ganador en la contienda. Los intentos de solucionar la cuestión libia o el cambio climático ya se realizan sin la participación relevante de Washington.

  • ONU-EE UU: El desafío constante a la ONU y las reglas del multilateralismo debilita la idea de unas relaciones internacionales pacíficas, pero también anuncia un cambio de actitud de las instituciones internacionales frente al antiguo hegemón. El boicot estadounidense de las reglas comunes, sea sobre paz y seguridad o sobre comercio internacional o cultura (véase el bloqueo de la OMC o la salida de Unesco) está suponiendo una progresiva pero inexorable desconexión del multilateralismo institucionalizado, que puede ir construyendo las normas del futuro pese, y no de la mano, a EE UU. No es previsible en el inmediato un cambio de sede principal de la ONU a un país que respete sus compromisos jurídicos, pero es factible que empecemos a hablar de activar mecanismos en reposo con respecto al ejército estadounidense como la Corte Penal Internacional o su dificultad constante para lograr acuerdos bilaterales con el resto de estados.

  • Limitaciones militares: La tensión militar con Irán ha resultado en un fiasco para los intereses nacionales de EE UU. Las diatribas online de Trump sobre la fuerza de su ejército sólo han servido para que todo el planeta asista en directo al primer ataque con misiles (incapaces de detener) en años a una base militar bajo control estadounidense. Lo que es aún más revelador es que un Estado se ha atrevido a tamaño desafío y no ha recibido respuesta. Tampoco ha sido sancionado por el Consejo de Seguridad de la ONU ni ha provocado gran respuesta del resto de potencias. Claro está, en parte, para no aumentar más la tensión. Pero en cualquier caso ha demostrado una debilidad militar de la antigua superpotencia, desconocida hasta el momento.

Concluimos recordando el principio: tenía sentido aumentar la tensión con Irán para dibujar un enemigo claro. Tenía sentido desde un punto de vista de política exterior estadounidense y también en el ámbito interno de la política en Washington. Sin embargo, la extralimitación de la Administración Trump ha forzado estos objetivos y desequilibrado los juegos de control de las élites económicas. Un EE UU más débil y con su fuerza imperial en descomposición, como es el caso, no es el modelo necesariamente buscado pues su función es precisamente la de control del sistema capitalista. Este debilitamiento exterior del control del poder puede tener un efecto cascada si se contagia al ámbito interno.

El desmoronamiento, silencioso y constante, de lo que un día fue el hegemón del orden internacional puede dibujar una sonrisa cínica. No deja de ser violentamente hermoso ver a Nerón incendiar la ciudad eterna. Sin embargo, ningún Imperio ha caído sin dejar un rastro de destrucción y sufrimiento entre las gentes empobrecidas. Y ninguna caída de Imperio ha anunciado garantía alguna de un régimen mejor posterior.

Ander Gutiérrez-Solana Journoud es profesor de Derecho Internacional Público en la UPV/EHU.

Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article15551