La obsesión norteamericana por lograr el anhelado «cambio de régimen» en Cuba recrudeció hasta extremos otrora inexplorados bajo la presidencia de Donald Trump. Si la necesidad de incorporar la isla rebelde a la jurisdicción de Estados Unidos se remonta hasta 1783, fecha de la famosa carta enviada desde Londres por John Adams a las autoridades […]
La obsesión norteamericana por lograr el anhelado «cambio de régimen» en Cuba recrudeció hasta extremos otrora inexplorados bajo la presidencia de Donald Trump. Si la necesidad de incorporar la isla rebelde a la jurisdicción de Estados Unidos se remonta hasta 1783, fecha de la famosa carta enviada desde Londres por John Adams a las autoridades de las apenas independizadas Trece Colonias urgiéndolas a actuar en consecuencia, el paso del tiempo no hizo sino exacerbar tan maligna pretensión. Máxime cuando el 1º de Enero de 1959 Fidel y sus compañeros consumaron la derrota del sanguinario peón a quien la Casa Blanca le había encomendado el manejo de Cuba como una cercana y muy conveniente posesión de ultramar, un lugar en donde el poder corporativo, el gobierno de Estados Unidos, la clase política y la mafia podían reunirse para urdir sus planes a cara descubierta y a salvo de las leyes y los ojos de la opinión pública estadounidense. Todo esto fue retratado con maestría en el libro de Mario Puzo, El Padrino II, y en la estupenda versión cinematográfica de su libro.
Pero «en eso llegó Fidel» y todo aquello se vino abajo. Desde ese momento el gobierno de Estados Unidos no cesó de conspirar un minuto contra la Revolución Cubana. La isla «era de ellos» y no toleraron que se la hubieran arrebatado. La frustración y la agresividad fueron acumulándose a medida que la revolución avanzaba y se consolidaba, a escasas noventa millas de sus costas. Para colmo de males era (y es) un pésimo ejemplo porque demuestra que si un país subdesarrollado y escasamente dotado de recursos naturales se libera del yugo imperialista y sus lugartenientes locales puede ofrecer a su población derechos de exigibilidad universal (a la salud, la educación, la seguridad social) que en Estados Unidos son mercancías muy costosas y que no están alcance de todos. Año tras año las tasas de mortalidad infantil de Cuba, comparables sólo a las de los países de mayor desarrollo social en el mundo, son una bofetada a la arrogancia de Estados Unidos y una prueba irrefutable de la inequidad del capitalismo. La osadía cubana, para decirlo con pocas palabras, es inadmisible e intolerable y urge acabar con ella.
Donald Trump -un niño setentón, maleducado, caprichoso y violento- seguramente «oyó voces» que le decían que esa era su misión en la historia. Fiel a esa alucinación ha lanzado un ataque sin precedentes en contra de Cuba en un vano intento de retornar la isla a su condición neocolonial. Sueña con una nueva «Enmienda Platt», el escandaloso agregado a la Constitución de Cuba impuesto luego de la ocupación norteamericana que legalizaba su absoluta sumisión a Washington, y pasar a la historia con una quimérica «Enmienda Trump» que consagre la definitiva anexión de la isla a la jurisdicción de Estados Unidos. El pobre no sabe con quién se ha metido. Rodeado de hampones y de menos que mediocres consejeros piensa que redoblando la agresión contra Cuba hará que su pueblo caiga de rodillas y le jure fidelidad a un personajillo como él. Gyorg Lúkacs decía que un conejo parado en la cima del Himalaya seguía siendo un conejo. Sentado en el trono imperial este animalito también seguiría siendo lo que es.
Lo mismo pasa con Trump. Furioso porque es consciente de que la declinación del poderío estadounidense es lenta pero irreversible y porque sabe que en menos de 10 años China superará económicamente a su país (como ya en parte lo ha hecho, con la ventaja que conquistó en la estratégica tecnología 5G); impotente para poner en vereda al gigante asiático y a Rusia y para jugar un rol arbitral en Oriente Medio luego del fracaso de la aventura imperial en Siria; irritado por la tímida pero creciente desobediencia y vacilaciones de sus aliados europeos que lo perciben como un déspota impredecible y veleidoso; fastidiado con sus lacayos latinoamericanos que no logran extirpar al «populismo» (Vargas Llosa dixit) de sus países o de presidentes ineptos para sostener el modelo neoliberal sin amenazantes turbulencias (Piñera en Chile, Moreno en Ecuador, o Macri en Argentina) y necesitado de los votos de la Florida para la próxima contienda presidencial se ha lanzado con enfermiza inquina en contra de Cuba. Nada menos que 187 resoluciones aprobó su gobierno para hostilizar a la isla, decretando la aplicación del Capítulo III de la Ley Helms-Burton que ningún presidente de Estados Unidos había considerado conveniente implementar, hasta una serie interminable de sanciones económicas y restricciones destinadas a sumir a los cubanos en penurias y privaciones con la esperanza de que éstas desatarían un estallido social que pondría fin a la revolución.
La lista sería interminable: limitación de los vuelos de aerolíneas estadounidenses exclusivamente a La Habana sin poder llegar a otras ciudades; sanciones para los buque-tanques que lleven petróleo a Cuba o para los mercantes que transporten mercancías desde o hacia la isla, luego de lo cual durante seis meses no podrán amarrar en ningún puerto de Estados Unidos; prohibición de hacer tierra en cualquier puerto cubano a los numerosos cruceros que surcan el Caribe; sanciones a los bancos que intermedien en el comercio exterior de la isla; limitación a las remesas que los cubanos residentes en EEUU puedan enviar a sus familiares; bloqueo selectivo a la importación de medicinas y alimentos; interdicción para alquilar a Cuba aviones que tengan más del 10 por ciento de tecnología o insumos originarios de Estados Unidos y presiones sobre las líneas aéreas para que reduzcan o eliminen de sus itinerarios cualquier ciudad cubana.
Todo esto ante la complicidad de los gobiernos de los países europeos, de la Unión Europea, supuesta reserva moral de Occidente y heredera de la tradición kantiana de la paz y fraternidad universales que admiten, cual si fueran republiquetas de cartón pintado (en realidad lo son) la extraterritorialidad de las leyes estadounidenses y la agresión del «Gorbachov americano» -como un muy lúcido amigo cubano lo bautizara- contra todos quienes se opongan a su prepotencia, llámese Cuba, Venezuela o Nicaragua, en Nuestra América. Seguramente que por su ignorancia Trump desconoce la historia de David y Goliat. Los cubanos resistieron sesenta años de bloqueo del Goliat del norte, y resistirán sesenta años más. Aprenderá esta lección en carne propia cuando, en no mucho tiempo, emprenda su viaje sin retorno por el inodoro de la historia.
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