La victoria electoral de Donald Trump tiene su causa más importante en la quiebra de la globalización neoliberal, la forma que adoptó el capitalismo para «solucionar» la crisis de los setenta, y en la consecuente crisis de legitimidad de su sistema político. La desregulación financiera, los tratados de libre comercio y las privatizaciones, la destrucción […]
La victoria electoral de Donald Trump tiene su causa más importante en la quiebra de la globalización neoliberal, la forma que adoptó el capitalismo para «solucionar» la crisis de los setenta, y en la consecuente crisis de legitimidad de su sistema político.
La desregulación financiera, los tratados de libre comercio y las privatizaciones, la destrucción de países y saqueo de recursos -sea mediante guerras convencionales o de «cuarta generación»-, no han hecho más que empujar a millones de seres humanos a la exclusión, la pobreza y el desempleo. A la vez, han creado la mayor desigualdad social de la historia humana, mediante la creciente concentración de enormes fortunas en lo que muchos expertos llaman el «uno por ciento del uno por ciento».
Estas políticas salieron del Estados Unidos de Ronald Reagan y el Reino Unido de Margaret Thatcher y fueron impuestas mediante sangrientas dictaduras militares en Chile, Argentina y otros países de Suramérica. Sin embargo, en los dos primeros se implementaron contando con el apoyo de los principales partidos políticos y de una gran campaña de satanización mediática y académica contra el Estado y su intervención en la economía, supuestamente causante de la ineficiencia, la corrupción y la mala administración, que solo podía solucionar la iniciativa privada.
De modo que en las últimas décadas, el traslado de miles de industrias a países con bajos salarios hizo cundir el desempleo y la precariedad laboral en Estados Unidos, con acento en los antiguos estados industriales de clase obrera blanca y tradición demócrata del Medio Oeste, que ahora se volcaron a favor del magnate. Igualmente, lo favorecieron los conservadores estados y zonas agrícolas, fácilmente receptivos a los cantos de sirena nativistas y xenófobos y probablemente hartos por los estragos que el agronegocio, la minería a cielo abierto y la extracción de hidrocarburos con fractura hidráulica han causado a los granjeros, formas todas neoliberales de superexplotación del ser humano y el medio ambiente. Hace meses, Michael Moore vaticinó casi al pie de la letra las zonas geográficas que le darían el triunfo a Trump, en un brillante artículo al que casi nadie hizo caso y que está llamado a convertirse en un clásico del análisis de la política estadunidense. (http://www.huffingtonpost.es/michael-moore/trump-va-a-ganar_b_11212536.html) Moore subrayaba la decisiva importancia que para la victoria del multimillonario tendría el fervor y militancia de sus seguidores, en contraste con el desánimo de los votantes de Hillary Clinton.
Por todos los informes que tenemos hasta ahora fue el voto masculino de blancos pobres o desempleados con bajo nivel de instrucción, mayor de 45 años, el que fundamentalmente le dio la victoria al magnate, quien curiosamente logró coronarse con menos sufragios que los conseguidos contra Obama por sus antecesores republicanos John McCain y Mitt Romney e incluso, en voto popular, quedó en 150 707 unidades por debajo de Clinton. Una vez más el arcaico sistema electoral estadunidense impide que se cumpla la regla de oro democrática de «un hombre, un voto». El que un multimillonario sin sensibilidad social, nacido en cuna de oro, grosero e ignorante, se haya convertido en el referente de los blancos de clase obrera y pobres triturados por el neoliberalismo evidencia la crisis del sistema político. También es paradójico que Bernie Sanders, quien probablemente podía haber derrotado a Trump y dado un giro positivo a la política del imperio, no logró la candidatura en las primarias pese a haber conquistado el voto popular.
Gran parte del voto latino se movilizó contra el millonario, indignado con sus insultos y calumnias, y, según estimaciones, sobrepasó en participación la más alta cota alcanzada antes, pero asombrosamente casi un 30 por ciento lo favoreció. El sufragio femenino, joven y afroestadunidense apoyó bastante menos a la demócrata que a Obama en 2008 y 2012.
El 20 de enero asumirá la presidencia de Estados Unidos un hombre, que si nos guiamos por sus actitudes, es racista, misógino, xenófobo, narcisista al extremo; considerado por muchos observadores, además, como fascista o protofascista. También acusado de abusador sexual por numerosas mujeres. Su más grave problema es que no puede cumplir con las promesas que hizo a quienes lo votaron, como crear millones de empleos o subir los salarios y difícilmente la elite financiera le permita romper con los detestados tratados de libre comercio o gravar fiscalmente a los especuladores.
Algunos actos y declaraciones de Trump tras su elección permiten atisbar lo que podría llegar a ser su futuro gobierno. Siempre que se considere el alto grado de incertidumbre e imprevisibilidad que generan este hombre, su conflictivo entorno, los graves trastornos económicos, políticos, sociales y culturales que cruzan a Estados Unidos y la pantanosa y convulsa coyuntura internacional en que le toca actuar.
El magnate parece representar al sector de la elite estadunidense que adversa, por la extrema derecha, la globalización neoliberal porque se da cuenta que conduce a una crisis terminal de la acumulación capitalista. Este sector también está dispuesto a admitir, a diferencia de buena parte del establishment, que Estados Unidos no es ya la única potencia hegemónica en el mundo y debe llegar a acuerdos con Rusia y China en cuanto a un nuevo orden mundial tripolar, o asumir el suicidio de una guerra nuclear.
Esto explicaría las cordiales y sustantivas pláticas telefónicas del presidente electo con sus homólogos ruso y chino, Vladimir Putin y Xi Jinping. La presencia del general Michael Flinn, ex jefe de la Agencia de Inteligencia de Defensa en uno de los cinco cargos más importantes del equipo de transición de Trump, corroboraría la probable reconciliación con Rusia y un eventual arreglo político sobre Siria, puesto que se conoce su criterio de llegar a acuerdos con Putin, aunque también su tendencia a un trato más duro con Irán y a un enfoque más agresivo no solo sobre la lucha contra el Estado Islámico sino contra el aviesamente llamado islam radical.
La ruptura con la globalización pretende recrear el sueño americano industrializado y consumista, más proteccionista aun y solo para blancos no latinos, representado por el lema Hacer a América grande de nuevo. Allí solo tendrían cabida las minorías en una situación de apartheid, incluyendo los negros y los latinos, sin derechos políticos y destinados a los trabajos peor remunerados. Pero el proyecto trumpista antiglobalización tendrá una fuerte oposición de los poderosos sectores de Wall Street más beneficiados por la especulación financiera desenfrenada, así como de numerosos legisladores republicanos y demócratas seducidos por el «libre» comercio y resistidos a admitir que Estados Unidos ya no dispone de la influencia política y económica que tuvo durante el breve período de la unipolaridad.
De la misma manera, ya se aprecian los lamentos y planes de resistencia sin futuro de los gobernantes neoliberales de América Latina y la Unión Europea, así como de sus voceros mediáticos y académicos que, formados después de Reagan y Thatcher, se horrorizan de que no se acuerden el Tratado Transpacífico(TPP), el similar con Europa o el TISA, pues no conciben ya otro mundo que la estupidez neoliberal, de la cual han vivido a todo trapo.
El trumpismo instaurará una política, animada y exacerbada fervorosamente por sus seguidores, de asegurar la persistencia de la supremacía blanca y un largo reinado en Estados Unidos de las ideas más reaccionarias de los blancos, anglosajones, protestantes, empobrecidos, ignorantes y cargados de prejuicios raciales, odio y resentimiento.
Por lo pronto, ya el presidente electo declaró que deportará a entre dos y tres millones de indocumentados -en su mayoría mexicanos- que tengan conductas «criminales» y que construirá el prometido muro de 3100 kilómetros de extensión a lo largo de la frontera común con México, aunque en «algunos tramos» puede estar formado por vallas. Por su parte, alguien de su equipo afirmó que en ciertas zonas puede ser un muro virtual mediante el uso de drones. También ha dicho que renegociará el Tratado de Libre Comercio de América del Norte de modo que beneficie a Estados Unidos y que no firmará el TPP.
Trump ha hecho dos nombramientos. El de Reince Priebus como secretario general de la Casa Blanca, hasta ahora jefe del Partido Republicano, y el de Stephen Bannon, que fungirá de principal consejero y estratega presidencial. Ambas designaciones buscan contentar, por un lado, a la elite tradicional republicana con la que Priebus tiene buenas relaciones; es muy cercano a Paul Ryan, reconfirmado líder del partido en la Cámara de Diputados, vital para sacar adelante la agenda legislativa. Por el otro, a la corriente conocida como alt right, o derecha alternativa, donde abundan los nativistas, supremacistas blancos, xenófobos y racistas, soporte fundamental en la batalla de Trump por la presidencia.
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