Los últimos días de la Comisión Barroso se consumen en una incesante actividad: acaban de finalizar las negociaciones sobre el CETA, el tratado de libre comercio entre la UE y Canadá y se aceleran las rondas que deben culminar en un tratado de libre comercio e inversión con EEUU, el TTIP. Ambos tratados tendrán efectos […]
Los últimos días de la Comisión Barroso se consumen en una incesante actividad: acaban de finalizar las negociaciones sobre el CETA, el tratado de libre comercio entre la UE y Canadá y se aceleran las rondas que deben culminar en un tratado de libre comercio e inversión con EEUU, el TTIP. Ambos tratados tendrán efectos devastadores para el empleo y la economía si no lo impedimos a través de una movilización masiva en múltiples ámbitos.
La Unión Europea admite en sus informes la destrucción de entre 430.000 y 1.100.000 puestos de trabajo, confiando que los empleos se recuperarán reorientado la producción hacia el mercado estadounidense. Pero la realidad es que en un entorno de débil demanda internacional, tal esperanza es meramente propagandística: nos sirve de ejemplo el NAFTA, un acuerdo de dimensiones muy parecidas que redujo el empleo en más de 1.000.000 de personas tan sólo en EEUU.
Si no es el crecimiento, ¿qué objetivos persigue esta negociación? Nada menos que debilitar la soberanía democrática frente al poder económico. ¿Cómo? Profundizando en la no-coincidencia entre mercados y soberanías, ya sea reforzando un aparato de gobernanza supraestatal sistemáticamente sesgado contra los intereses de la mayoría de ciudadanos, ya sea eliminando los escasos aranceles que permanecen, consolidando nuestra inserción periférica en la división mundial del trabajo.
Esta voluntad antidemocrática se observa en la actividad diaria de la Comisión. Su agenda y compromisos se definen en el más absoluto secreto, obligando incluso al Defensor del Pueblo europeo a abrir una investigación. Y mientras los eurodiputados permanecen ajenos a las negociaciones, sin ni tan siquiera acceso a los documentos de los acuerdos hasta el mismo día de su firma, los grupos de presión empresariales no dudan en utilizar su influencia para orientar la redacción del TTIP. Sabemos, por ejemplo, que de 130 reuniones preparatorias, 119 fueron con representantes corporativos, quienes fueron extremadamente claros en sus prioridades.
En primer lugar, en palabras del lobbysta Shaun Donelly, se trata «de acabar con el principio de precaución». Este principio, que rige en temas como la salud pública y el medio ambiente, nos protege de las agresivas campañas de la agroindustria, de los grupos farmacéuticos o del sector químico, que quieren imponer el uso de tecnologías o la comercialización de productos cuya seguridad no está probada.
Este principio es el que ha permitido que Europa mantenga una regulación más estricta en el uso de pesticidas en la agricultura o de agentes químicos en bienes de consumo diario; ha evitado la extensión indiscriminada del uso de hormonas en el ganado o de técnicas de minería y extracción energética sumamente agresivas. Pero la propia Comisión define tales protecciones como «barreras al libre comercio», priorizando la obtención de un beneficio al bienestar ciudadano. Curiosamente, en cuestión de patentes, la posición será la contraria: imponer nuevas barreras a la entrada de medicamentos genéricos o a la creación de nuevas pautas de consumo cultural.
Pero hay más. La creación de un único mercado transatlántico también tendrá efectos negativos sobre la regulación laboral y financiera. El incremento de la competencia entre las mayores economías del mundo continuará la carrera hacia el dumping salarial, social y fiscal que la globalización impone a los Estados, con el fin de asegurar una primacía competitiva tan fugaz como dañina para trabajadores y trabajadoras.
Otra demanda regulatoria es la liberalización del sector público, con nuevas presiones para asegurar el funcionamiento «competitivo» del transporte y las infraestructuras públicas, los servicios sociales, la salud o la educación. Las menguantes salvaguardas que existen para asegurar una política industrial eficaz y un Estado del bienestar guiado por el interés público se disolverán en beneficio de los grandes grupos corporativos, sean estos europeos o estadounidenses.
Por supuesto, las multinacionales no sólo pretenden influenciar en la actividad legislativa de los Estados a través de la persuasión y los contactos informales y las «puertas giratorias», si no que quieren dejar en el propio texto del Tratado, otra de sus demandas, ya incorporada en el CETA, que es la creación de tribunales internacionales de arbitraje (ISDS). Este permitirá a las empresas denunciar a cualquier Estado que incorpore cambios legislativos que dañen sus intereses de inversión. Cualquier Gobierno progresista se puede ver expuesto a pagar indemnizaciones multimillonarias. Estos tribunales, además, permanecen ajenos a las salvaguardas habituales en la legislación estatal; por ejemplo, las empresas tendrán la posibilidad de participar en la elección de sus miembros, asegurándose siempre una visión favorable a sus denuncias.
Canadá, con una legislación generalmente más avanzada que la de EEUU, ya está sometido a la disciplina de los ISDS a través del NAFTA. La batería de casos pactados o perdidos frente a las multinacionales incluye la casi totalidad de sectores de interés público: compensación por limitar el uso de aditivos tóxicos en la gasolina, por poner trabas a la exportación de residuos peligrosos, por establecer mínimos de inversión en investigación y desarrollo, por recuperar la gestión de bienes comunes tras el cierre de una fábrica, etc. Y tales litigios y sus paralizadores efectos no dejan de ir en aumento, animados por las respuestas favorables a los intereses corporativos.
Finalmente, cabe considerar el mensaje político que se dirige a los países no partícipes de este acuerdo. De ratificarse el TTIP, las condiciones de la integración entre las mayores economías mundiales sentarían un importante precedente para la negociación de nuevos acuerdos multilaterales (como el TISA, sobre servicios) y, en definitiva, para la integración de los países en desarrollo en el comercio económico mundial, en el que ya participan en considerable desventaja frente a las principales potencias industriales.
Frente al programa neoliberal, debemos oponer nuestra propia agenda exterior: basada en la cooperación entre países, la ayuda al desarrollo y el respeto estricto de los derechos humanos y laborales.
No puede haber libertad sin justicia; tampoco en el comercio.
[Fuente: Euroblog]