La escalada racista alentada por el presidente Said constituye un intento de ocultar la profunda crisis económica e institucional que vive el país. Organizaciones y activistas tunecinos se articulan para dar apoyo a las personas subsaharianas.
En comparación con la vecina Libia, un Estado fallido donde hay
mafias que secuestran, maltratan, explotan y trafican con migrantes sin
trabas, la vecina Túnez parecía un refugio seguro para las miles de
personas provenientes del África subsahariana que ansían cruzar a
Europa. Después de un peligroso y extenuante viaje que suele incluir
atravesar el desierto del Sáhara, muchos solían quedarse unos meses en
Túnez trabajando en la economía informal, en sectores como la
construcción, la industria o el servicio doméstico. Así, podían ahorrar
para pagar el coste del pasaje clandestino a Europa que puede superar
los 2.000 euros. Sin embargo, todo cambió de repente el pasado 21 de
febrero a causa de un discurso violentamente xenófobo del presidente
Kais Said, un autócrata que hace dos años dio un “autogolpe” y derribó
el proceso de transición democrática.
En el transcurso de una reunión del Consejo de Seguridad Nacional, Said dijo que había “un plan criminal” para cambiar la “composición demográfica de Túnez” y reemplazar su población árabe y musulmana por “hordas” de migrantes subsaharianos negros. La idea parece inspirada en la teoría de la “gran sustitución” defendida por la franja más radical de la extrema derecha europea. Además, Said pidió a sus fuerzas de seguridad “medidas urgentes” contra los migrantes, ya que su presencia es una fuente de “violencia, de crímenes y de actos inaceptables”. En Túnez, el país que hasta hace poco representaba la esperanza de democracia y tolerancia en un convulso mundo árabe, de golpe, se desencadenó una especie de “caza al subsahariano”.
“Los días siguientes, se crearon grupos de jóvenes
tunecinos que agredían de forma indiscriminada a los migrantes que se
encontraban por la calle ante la completa pasividad de la policía. Nos
tuvimos que quedar encerrados en casa, sin ir al trabajo, y pedir a
nuestros amigos tunecinos que nos hicieran la compra”, recuerda un
activista de la comunidad subsahariana en Túnez que prefiere guardar el
anonimato. En un clima de xenofobia rampante, se expulsó a muchos
migrantes de sus casas, de sus trabajos, y varios centenares optaron por
montar un campamento en la calle en el barrio de Lac, donde se halla la
sede de ACNUR en Túnez, y varias embajadas africanas. Los días
siguientes, algunos países del África subshariana como Costa de Marfil o
Guinea Conakry, fletaron vuelos chárter para repatriar a todo aquel
nacional del país que así lo quisiera.
“Vivimos una situación de ‘racismo de Estado’. Hubo propietarios que expulsaron a sus inquilinos subsaharianos no porque fueran racistas, sino por el miedo de las sanciones del Estado. Aquellos días se dijo que todo aquel que proporcionara cualquier ayuda a los migrantes subsaharianos, sería perseguido penalmente”, explica Romdhane Ben Amour, investigación del Foro Tunecino por los Derechos Económicos y Sociales (FTDES) especializado en migración. Desde entonces, por ejemplo, los migrantes tienen prohibido subirse a los transportes públicos, incluidos los servicios de furgonetas que unen pueblos y ciudades, por lo tanto, solo pueden moverse por el país a pie.
Las declaraciones de Said
constituyen un caso de manual de la construcción de un chivo expiatorio
ante las crisis económica y social que atraviesa Túnez. Y es que la
cifra de migrantes subsaharianos no supera los 80.000, es decir un 0’6%
de la población de un país de 12 millones de habitantes.
En julio, se produjo una segunda oleada de ataques racistas, pero esta vez, se circunscribió a la ciudad de Sfax, la capital industrial del país, y la que posee una comunidad subsahariana más importante. El desencadenante fue una visita a la ciudad de Said. “En un enfrentamiento, murió un joven tunecino, y la situación se desbordó. Los días siguientes, más de 1.000 subsaharianos fueron deportados a las fronteras de Argelia y Libia después de que fueran arrestados arbitrariamente por la policía, o entregados a ella por grupos de jóvenes tunecinos, que antes les agredían y robaban”, cuenta Franck Yotedje, director de la ONG Africa Intelligence, basada en Sfax y que proporciona asistencia a los migrantes.
Entre las personas abandonadas a su suerte en el
desierto, sin agua, sin comida, y sin protección alguna del Sol ante
unas temperaturas extremas que llegaron a los 50 grados, figuraban
mujeres embarazadas y niños. Además, la policía no hizo ninguna
distinción entre aquellas personas que tenían residencia legal, o
hubieran sido reconocidos por ACNUR como refugiados o demandantes de
asilo. “Incluso, tunecinos negros, podían ser deportados si no abrían la
boca y demostraban que eran tunecinos”, espeta Ben Amour. Según fuentes
militares libias, al menos una veintena de personas fallecieron en el
desierto por inanición en el mismo periodo que varios líderes europeos
desembarcaron en Túnez para firmar un acuerdo de colaboración en materia
de migración.
“Lo que han provocado las palabras de Said es
hacer emerger una realidad latente y es el profundo racismo de la
sociedad tunecina”, sostiene Huda Mzioudet, una investigadora
especializada en el racismo en Túnez. “Europa o EEUU tienen hoy un
problema de racismo y tienen un pasado racista, pero lo asumen, intentan
cambiar esta realidad. En Túnez, no es así, se ignora. Y eso a pesar de
que, en el mundo árabe en general, el tráfico de esclavos fue más
importante que en Europa”, añade. De hecho, en 2018, el Parlamento
aprobó una ambiciosa ley
contra la discriminación racial, considerada un hito en todo el mundo
árabe. Sin embargo, la norma nunca se llegó a desplegar de manera
eficaz, y ahora se ha convertido en uno más de los éxitos malogrados de
una década de transición democrática.
La sociedad civil se moviliza contra el racismo
Varias
organizaciones de la sociedad civil, entre ellas el FTDES, enseguida
denunciaron el discurso xenófobo del presidente en los medios,
realizaron comunicados, e incluso manifestaciones de solidaridad con la
comunidad migrante negra. El 14 de julio, varios centenares de personas
se congregaron en el centro de la capital con carteles que rezaban
“Abajo el racismo, abajo el fascismo!”. “La sociedad civil está harta.
Pero aunque estamos cansados, vamos a continuar luchando pase lo que
pase”, declaró Saadia Mosbah, de la asociación antirracista Mnemty a la
publicación InfoMigrants.
El haberse significado en la crítica al presidente Said comporta riesgos en un Estado crecientemente autoritario. “Hemos sufrido una campaña de estigmatización en los medios por parte de los seguidores del presidente, y amenazas en nuestras páginas en las redes sociales. También a veces hay gente por la calle que te grita y te insulta, llamándote espía o agente de occidente”, explica Ben Amour. Aunque su organización, el FTDES, ha sido crítica con el presidente, ha sido solo después del discurso del febrero cuando se han adoptado medidas en su contra, por ejemplo, su presencia ha sido vetada en algunos actos públicos, y sobre ellos se cierne la sombra de unas mayores limitaciones o incluso el cierre.
Ante las advertencias públicas del Gobierno a todo aquel que ayude a los migrantes, se han desarrollado redes informales a nivel local, pero que están coordinadas entre ellas, para proporcionar agua, comida y otros servicios. Por ejemplo, el uso de teléfonos o ordenadores para que se puedan comunicar con familiares y amigos dentro y fuera del país, así como también facilitan el contacto con sus respectivas embajadas para hacerles llegar nuevos pasaportes o algún tipo de documento identificativo en caso de que los hayan perdido o se los hayan sustraído.
“En estas redes, participan personas a título individual, como es mi caso, pero también asociaciones de la sociedad civil. Todos hacemos colectas entre nuestros familiares y amigos, o miembros en el caso de las asociaciones, para hacer llegar la ayuda allí donde hace falta”, comenta una joven de Nefta, una pequeña ciudad situada en un oasis cerca de la frontera con Argelia. “Aunque vamos con cuidado, y a veces organizamos servicios de transporte secretos para los migrantes, la policía tampoco nos persigue con celo. Aquí todos nos conocemos, y la policía sabe quiénes somos los que ayudamos”, añade la activista, que prefiere guardar su anonimato por cuestiones de seguridad. Doce años después, el miedo ha vuelto a Túnez.
Fuente: https://www.elsaltodiario.com/racismo/tunez-esperanza-democratica-ejemplo-racismo-estado