En primero lugar cabe señalar que aun vivimos la hegemonía asfixiante y secante de la globalización neoliberal. Por encima de su retroceso relativo en ciertas regiones y en ciertas materias, y por encima de la aguda y estructural crisis que salió a la superficie en el 2008, aun mantiene su continuidad. Se puede afirmar que […]
En primero lugar cabe señalar que aun vivimos la hegemonía asfixiante y secante de la globalización neoliberal. Por encima de su retroceso relativo en ciertas regiones y en ciertas materias, y por encima de la aguda y estructural crisis que salió a la superficie en el 2008, aun mantiene su continuidad. Se puede afirmar que «la administración de la crisis» ha podido evitar cualquier cambio estructural del sistema vigente e incluso ha podido reforzar el papel y el protagonismo de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que en el 2008 estaban en franca bancarrota.
Ahora bien, que una poblada, lejos de la conducción y/o la influencia de partidos políticos, del signo ideológico que sea, puedan poner en polvareda a un presidente de una república entronizado en el poder durante 23 años pueda sorprender a propios y extraños, es verdad en parte. Es verdad en la medida en que hasta un par de meses antes de la caída de Zine El Abidine Ben Alí, el sistema neoliberal y sus medios de información no dejaban de alabar el «modelo ejemplar», «el milagro tunecino», la estabilidad del régimen y la pulcritud de sus datos macroeconómicos incluido un «sostenible crecimiento económico» del 5% a lo largo de la última década.
Entonces ¿Qué significa esta explosión popular en las calles de las ciudades tunecinas? Efectivamente a nivel global como a niveles locales, la capacidad productiva y la creación de riquezas, en términos generales, no ha mermado, lo contrario ha aumentado, pero el sistema va concentrando estas riquezas en manos cada día más reducidas y con mayor riqueza. La otra cara de la moneda indica que el sistema va ampliando y agudizando la pobreza, al tiempo que su ofensiva depredadora a niveles mediáticos, legales, financieros, etc. ha ido debilitando y manipulando las instituciones que puedan reflejar los sentimientos y anhelos de las mayorías marginadas y hambreadas. De este modo los partidos políticos o se hacen funcionales al sistema o tienen que pasar a la marginación y a una actividad testimonial y vegetativa sin poder recoger y articular estas aspiraciones cada vez más extendidas y más frustradas.
En este contexto, el proceso que aun vive Túnez viene a poner en evidencia que el éxito de la macroeconomía puede esconder la otra cara de la moneda. Si bien el régimen de Zine El Abidine que privatizó las 204 empresas del solido sector público creado por su antecesor Habib Bourguiba, pudo conducir el país a un crecimiento sostenido del 5% anual, la mayoría de su población estaba totalmente ajena a todo este proceso de saneamiento macroeconómico. Los beneficiarios fueron la propia familia del mandatario y otras pocas de su medio ambiente. Mientras su consumismo y despilfarro se extendían en el país como en París y los Alpes suizos, el paro alcanzaba el 36% entre los jóvenes (conforman las dos terceras partes de la población) en el 2010, además del pronunciado y constante encarecimiento de los productos de la «canasta familiar» como del resto de los alimentos, las medicinas, etc.
Quién ha seguido el proceso tunecino la sorpresa fue relativa, dado que conatos de rebelión popular ha sido una constante en los últimos años, pero siempre reprimidas sin contemplaciones de parte del régimen que siguió gozando de la confianza y el silencio cómplice de sus principales patrocinadores, la Unión Europea, Francia y Estados Unidos, que hace pocos días, y cuando se veía que Zein Al Abedin tenía los días contados, se precipitaron a marcar distancias con el mismo. Francia llegó a negarle exilio político en Paris temiendo una reacción de sus «cinturones de miseria» urbanos con marcada presencia de migración norteafricana.
Pero en ésta última década que vivimos, Túnez no es el único caso. Siete años atrás y en una región bien lejana del Norte de África, en concreto en los Andes latinoamericanos ocurrió un proceso popular muy parecido. La poblada boliviana, lejos de la conducción o la influencia de ningún partido político (todos, en aquel entonces, funcionales al sistema), en octubre del 2003, puso en polvareda a Gonzalo Sánchez de Lozada que gozaba de la simpatía, el patrocinio y el apoyo del sistema neoliberal. Los motivos de fondo no eran diferentes; Privatizaciones, ajustes macroeconómicos, abertura del mercado nacional a la inversión extranjera directa, etc. El motivo directo fue el proyecto de la exportación del gas boliviano a Estados Unidos vía costa chilena. Esta poblada, a lo largo de su combate ha ido elaborando una serie de reivindicaciones estructurales que algunos llaman la «Agenda de Octubre» otros, el gobernante Moviente Al Socialismo (MÁS), le dieron el nombre de «Proceso de Cambio». Pero sea bajo un nombre u otro, la agenda aun sigue pendiente.
Volviendo al panorama globalizado de pobreza y hambre extendidas, cabe señalar que la situación explosiva no es privativa de Túnez. Limitándose solo a los países árabes cabe señalar que tal situación en un grado u otro está presente en países como Egipto, Argelia, Libia, Siria, Jordania, Sudan, Mauritania, entre otros. Si la chispa que encendió las llamas de la rebelión popular en Túnez fue el hecho de que un joven universitario se auto emuló en protesta por la persecución policial municipal contra su actividad informal de venta ambulante de verduras, cabe remarcar que este ejempló ya se repitió en cuatro casos en Argelia, otros tantos en Egipto, Mauritania, etc. Las manifestaciones reclamando empleo y fin a la constante alza de precios ya son hechos cotidianos, en Argelia, Jordania, Egipto, etc., y están pasando al reclamo de cambios políticos, económicos y de fondo.
Un gobierno como el de Siria, que llevaba años aplicando una política de eliminación de subsidios a los alimentos, los hidrocarburos y a otros insumos de consumo popular, está tomando ya medidas contrarias; el 16 de enero de este año, el Gobierno de Damasco decretó el aumento del bono petrolero a sus funcionarios públicos hasta el monto de 33 dólares por mes y el establecimiento de una red social que atiende a las necesidades de los más necesitados que el mismo gobierno calcula en dos millones mientras otras instancias civiles dan la cifra de 4.5 millones. Tres años atrás el mismo Gobierno había ido disminuyendo este bono petrolero, especialmente a los agricultores elevando sus costos de producción. Este hecho fue acompañado con el retiro de las subvenciones a los fertilizantes por encima de la oposición de los sindicatos campesinos.
La Monarquía jordana está en situación similar. Desde la coronación del actual Rey Abdallah II, se han sucedido varios gobiernos que entre otras funciones, todos tuvieron la permanente misión de reajustar estructuralmente la economía del país a los cánones de la macroeconomía liberal; disminución o anulación de las subvenciones a los productos alimenticios básicos de consumo popular, a los derivados de hidrocarburos, abertura del mercado a la inversión exterior directa, etc. Este denodado esfuerzo gubernamental a lo largo de ésta década ha estado enfrentado a la oposición popular que en un inicio estaba dirigida por un conjunto de partidos políticos de variado signo político, pero gradualmente la influencia de estos partidos, al igual que el caso tunecino ha ido decayendo pero esto no ocurría con el descontento popular. Con la abrupta salida del poder y del país de Ben Alí, el gobierno de la monarquía jordana anunció el día 16 de enero la inmediata puesta en marcha de un plan de emergencia de 225 millones de dólares con el fin de bajar los precios al consumidor de los hidrocarburos, y alimentos básicos como el azúcar y el arroz. Y, un par de días después, anunció la designación de 283 millones de dólares para aumentar los sueldos de sus funcionarios y jubilados. Pese a ello la respuesta popular sigue exigiendo cambios más a fondo como la de equilibrar el poder de la Corona y del Ejecutivo con el del Parlamento y el abandono del los reajustes y el saneamiento macroeconómicos.
Argelia, país árabe norteafricano, conocido como un importante productor de petróleo y gas, con una formidable reserva internacional de devisas (alrededor de 150 mil millones de dólares) y una notable y saneada macroeconómica, ya lleva años enfrentando creciente descontento popular debido a la fuerte declinación de sus servicios públicos (educación, vivienda, salud,…) un marcado y expansivo desempleo especialmente entre sus jóvenes, un sector alimentario dominado por un mercado informal y sometido a unas constantes especulación y alza de precios. Pero el 4 de enero de este año presenció un mayor estallido popular al ser publicado en su Gaceta Oficial su presupuesto anual del 2011 elevando considerablemente los precios de productos básicos como el azúcar y el aceite de cocina. Este descontento creciente iba paralelo al que se desarrollaba en el vecino país; Túnez. En fin, el Gobierno de Argelia tuvo que tomar varios medidas con la finalidad de reducir estos precios en un 41% y la anulación de impuestos y aranceles al azúcar y el aceite de cocina. Con todo, estas medidas no calmaron del todo las expresiones de la oposición popular que se extienden y se radicalizan.
A orillas del Nilo el panorama no se diferencia mucho. El Gobierno del Cairo, el 17 de enero, anunció un aumento en sus subvenciones a los productos de consumo popular hasta un importe que supera ligeramente los 1.200 millones de dólares. De esto modo serán unos 63 millones de egipcios, los beneficiarios de estas subvenciones según el mismo gobierno. Con todo el descontento no tiene visos de atenuarse, ya son 4 los manifestantes que se auto emularon y las calles urbanas del país siguen dando la acogida cotidiano a los manifestantes.
Obviamente el terremoto tunecino despertó a más de un gobernante árabe de su letargo, pero para corto tiempo. En general las declaraciones oficiales se han limitado a expresar respetos por la voluntad del pueblo tunecino y los buenos deseos para su futuro. El gobernante libio, Gadafi, como casi siempre, fue la excepción. Al día siguiente de la caída del dictador en el vecino país Túnez, dio un discurso específicamente dirigido al pueblo tunecino, dónde le reprocha el haber derribado a su dictador y que se debía haber esperado los tres años que le quedaba a Ben Alí de completar su mandato ya que se había comprometido a no presentarse a nuevas elecciones. Entre otros reproches de Gadafi a los tunecinos es que si bien han acabado con su dictador, en cambio ahora tienen que enfrentarse al presente caos. A Gadafi le sobraban motivos propios para estos reproches. Si su vecino dictador republicano se entronizó 23 años en el poder, el mismo Gadafi lo ha hecho desde 1969, es decir, durante 42 años y el centro del debate en los círculos de poder en Libia es sobre cuál de sus hijos le sucedería.
Túnez. El regateo del triunfo popular
Ninguna fuerza política puede arrogarse la autoridad del triunfo popular que echó del poder y del país a Zine El Abidine Ben Alí. El régimen establecido hace 23 años ha podido, por un lado crear el partido del «Reagrupamiento Constitucional Democrático (RCD)» como una excelente maquinaria electoral y clientelar, de hegemonía y control en el ejecutivo, en el legislativo y las instituciones de la sociedad civil. Por el otro, la combinación de las acciones del partido con los aparatos de control y represión, han podido domesticar una serie de partidos de la oposición y a los que no pudo, los marginó a una actividad testimonial y vegetativa. De este modo durante los pocos días anteriores a la salida del poder de Zine El Abidine, varios de estos partidos, incluida la fuerza islamista principal, «El Renacimiento» se han esforzado en distanciarse de la rebelión popular poniendo énfasis en su «no participación» en la misma. Caído el dictador, esta actitud tuvo un giro de 180 grados.
En este contexto cabe señalar la ausencia de una dirección visible o institucionalizada del estallido popular, institucionalizada al menos para los actores de este estallido. Este ha sido y sigue siendo el talón de Aquiles de este movimiento popular como veremos.
El regateo a este proceso popular se inició ya con la misma salida del dictador. Esta salida se hizo en base al artículo 56 de la aun vigente Constitución tunecina, que define una incapacidad temporal del presidente y faculta al Primer Ministro ocupar su lugar sin que esta medida tenga que pasar por el Parlamente. En el caso concreto se trata de Mohammed Ghanushi, hombre de confianza de Ben Alí y como tal ocupó varios puestos importantes, el último fue el de Primer Ministro durante los últimos 11 años. Al acto de su presentación como nuevo Presidente concurrieron como marionetas tanto el Presidente de Diputados como el de Senadores. Obviamente una sucesión por incapacidad temporal significa que el derrocado dictador tiene la puerta abierta para su retorno. Ghanushi no duró ni 24 horas en su nuevo cargo, la reacción popular obligó al Consejo Constitucional a actuar declarando que en la sucesión presidencial debe aplicarse el artículo 57 de la Constitución de define la sucesión en caso de incapacidad presidencial permanente y en este caso es el Presidente de diputados quien debe de asumir el cargo vacante interinamente y realizar elecciones generales en un lapso de tiempo de 45 a 60 días. Inmediatamente a la toma de posesión, el «Nuevo Presidente» confió a Ghanushi el cargo de Primer Ministro y la tarea de formar un gobierno de «Unidad Nacional».
Con todos estos vaivenes parece que el hombre clave para administrar los cambios para que no cambie nada es el mismo Ghanushi. Se trata de que el régimen y el sistema puedan continuar cediendo en aspectos formales y marginales, sacrificando a quien se tenga que sacrificar, Ben Alí, su familia y aledaños, pero mantener el régimen de las elites vigente y mantener el sistema neoliberal. Cabe recordar que algo parecido ocurrió en la batalle que estalló para la sucesión de Gonzalo Sánchez de Lozada en el 2003 hasta que al final se optó por elecciones generales que se efectuaron en el 2005.
De este modo Ghanushi inicia consultas con fuerzas políticas de la oposición parlamentaria (satélites del régimen) y otras extraparlamentarias (marginales y testimoniales) para la formación de un gobierno de «unidad nacional». Estas consultas fueron realizadas por separado entre Ghanushi y cada fuerza consultada. Dicho de otro modo, estas fuerzas consultadas, por un lado, no engloban al conjunto de las fuerzas políticas del país, y las fuerzas populares que produjeron el cambio no están representadas y, por el otro, esta oposición no tiene ninguna posición conjunta respecto a qué medidas se tiene que adoptar respecto al cambio deseado, y menos en lo referente a la composición del gobierno de unidad nacional que se pretende formar.
Ghanushi, y con muchos titubeos, anuncia la formación de este gobierno donde participan algunos sindicatos y tres formaciones políticas a las que corresponde cuatro ministerios, ninguno de importancia y nueve ministerios se otorgan a nueve conocidos políticos del régimen y del partido RCD, que incluyen los ministerios del Interior, del Exterior, de la Defensa y de Hacienda. Las reacciones populares fueron inmediatas y en la calle. De esto modo algunos ministros de la oposición empiezan a tomar posiciones, algunos dimiten, otros anuncian que dimitirán si los ministro del antiguo régimen no son excluidos, pero sin mantener una posición unitaria y solida.
Este hecho no ha preocupado mucho a los hombres del régimen, en cambio si les preocupa la presencia popular en las calles. Así y con el fin de «calmar los ánimos», la dirección de RCD anuncia la expulsión de sus filas a Ben Alí y varios de sus allegados, el presidente interino y el primer ministro anuncian su dimisión del RCD igual que los mencionados ministros. En fin medidas de retoques e embellecimiento, nada sustanciales y, en estas condiciones, el recién formado gobierno realiza su primera reunión el día 20 de enero. Mientras los tunecinos siguen en la calle reclamando ruptura con el antiguo régimen y ya algunos reclaman una refundación del país y una nueva constitución.
Hasta que punto, Francia, Estado Unidos y otras potencias estén interviniendo en este proceso tunecino, es difícil de precisar aun. Lo que ha salido a la superficie fue la sorprendente declaración del Presidente Obama saludando «la valentía, la dignidad y la generosidad» del pueblo tunecino y la declaración de sus portavoces sobre la disposición de su gobierno a «ayudar» a Túnez a realizar las elecciones generales. Francia y la Unión Europea se pronunciaron en el mismo sentido. El actual Gobierno interino de Túnez no está aún en condiciones de responder y no lo ha hecho hasta este momento, necesita varios ajustes para poder hacerlo pero no es de extrañar que lo haga pronto y afirmativamente.
En resumen estamos al inicio de una pugna dura entre las fuerzas del ayer y las del mañana. Las primeras disponen de todo el aparato estatal, los medios de control y represión y las instituciones creadas que le permiten maniobrar ampliamente con el fin de «administrar el cambio» para que nada cambie. Es más, incluso tienen fuerzas políticas opositores hechas a la medida. Las segundas y a excepción de algún que otro sindicato y un par de partidos políticos pequeños pero combativos, el resto lo conforman la gente de a pie, la gente de la calle, que aun no se vislumbre ni su organización ni su estructura, solo se ha visto su fuerza que derribó al dictador.
«La lección y el mensaje tunecinos» llegaron puntuales a los jefes de estado árabes, sean «repúblicas hereditarias» o monarquías, durante su «Segunda Cumbre Económica» reunida en el balneario egipcio de Sharm El Sheij. La Agenda de la cumbre versaba sobre megaproyectos de enlaces de ferrocarril, otros marítimos y terrestres, liberalización de servicios, apertura del los espacios aéreos para el tráfico de las líneas transnacionales… La agenda se tuvo que cambiar y se priorizó un programa de 2 mil millones de dólares para «apoyar las economías más débiles» y evitar las «protestas callejeras». Es decir, los gobernantes árabes que disponen de las arcas más repletas gracias el petróleo se han dignado en dedicar generosamente esta miserable suma a la inmensa mayoría de pobres de su población que ya superó los 350 millones de habitantes. En suma, a cada ciudadano árabe le corresponde 5.7 dólares.
Esta situación de macroeconomía esplendida y pobreza extendida ¿es propia de estos países árabes? O ¿es propia del sistema neoliberal y colonial? ¿Acaso no tiene sus paralelismos con tantos países de América Latina, África y Asia? ¿Acaso no se está extendiéndose a países de Europa? Ya dejando la forma de interrogantes se puede señalar que sectores, cada vez más amplios de Estados Unidos, están padeciendo la misma situación. Dicho de modo más claro, por un lado la macroeconomía no es más que la garantía para especuladores financieros, empresas transnacionales y otros actores de la misma índole, de obtener sus sagradas «utilidades». Al fin y al cabo, la macroeconomía es la que abona el terreno para los megaproyectos y las transnacionales. Le tiene sin cuidado las condiciones de vida de las mayorías de la población en un país u otro, sea respecto a su presente o su futuro. La degradación de los partidos políticos que los convierte en «partidos sistémicos», «funcionales al sistema», «marginales o testimoniales» conduce a que el cambio se produzca en forma de estallido popular y con aroma a «pobladas». Si alguna conclusión general y válida se le puede sacar a la lección tunecina es precisamente esta; «Una macroeconomía saneada puede conducir a una rebelión popular».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.