Luego de estar un año calentando el sillón presidencial, Barack Obama tampoco ha cambiado un ápice la proyección de Washington hacia África. Esa papa sigue tan caliente como se la dejó Bush. Sin embargo, con su carisma, un discurso muy edulcorado -totalmente distinto al del extremista que le precedió- y explotando su ascendencia africana, despertó […]
Luego de estar un año calentando el sillón presidencial, Barack Obama tampoco ha cambiado un ápice la proyección de Washington hacia África. Esa papa sigue tan caliente como se la dejó Bush. Sin embargo, con su carisma, un discurso muy edulcorado -totalmente distinto al del extremista que le precedió- y explotando su ascendencia africana, despertó expectativas y esperanzas que hoy se diluyen poco a poco con el mantenimiento de la misma línea, aunque las palabras suenen distintas.
Después de su estreno en enero de 2009, Washington gastó bastantes esfuerzos diplomáticos por defender sus intereses en ese paraíso de petróleo y minerales, que cada día abre más su espectro de relaciones a otros países como China, Brasil, Rusia e India. Primero una visita fugaz de Obama a Ghana, y luego un largo periplo de la secretaria de Estado Hillary Clinton por Nigeria y Angola -principales abastecedores del crudo en la región-, República Democrática del Congo y Sudáfrica -gigantes mineros-, el histórico aliado Liberia, además de Kenya y Cabo Verde. Una larga lista de destinos muy bien pensada.
Sin embargo, en esas visitas y hasta hoy, nada nuevo, y muchos menos ventajoso, le ha ofrecido Estados Unidos al continente más explotado por las potencias imperialistas. Solo lecciones sobre democracia occidental que deberán tomar los países africanos tildados por EE.UU. de corruptos, si quieren beneficiarse de su «bondad»; además de regaños porque, supuestamente, no aprovechan las ventajas que ofrece la mal denominada Ley de Oportunidades y Crecimiento de África (AGOA), que en lugar de propiciar el desarrollo comercial de los estados suscriptores, fortalece aún más la estructura explotadora sobre la que se tejen esta desigual relación.
Al mismo tiempo que el discurso de Washington busca embelesar a los gobiernos que considera democráticos, también cachetea a los que no están en sintonía con sus dictámenes, los «corruptos» y «no democráticos». Pero está claro que según el concepto de democracia made in USA, los países de «buen gobierno» son solo aquellos que defienden los intereses norteamericanos. Los que no pasen este estrecho embudo politizado, que ni sueñen con ayuda e inversiones…
Para cumplir esta afición injerencista, la denominada Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID) continúa engrasando su maquinaria y ya acumula una veintena de misiones en el continente. Esta oficina inyecta mucho dinero en la estructuración de formaciones políticas opositoras y líderes sumisos, funciones que esconde tras las inversiones en programas de salud y educación que poco resuelven el triste panorama de la población africana.
Otros proyectos como el Comando militar de EE.UU. para África (AFRICOM) -cocinado y puesto en práctica en la administración de Bush-, siguen viento en popa, aunque carezca de cuartel en el continente. De todas formas, como dejó bien claro el Libro Blanco del Comando de Movilidad Aérea estadounidense dado a conocer en agosto de 2009, Washington ya no planifica establecerse permanentemente, sino crear una red que le garantice llegar hasta el teatro de operaciones desde diversos puntos de Europa, y hasta de América Latina.
En tanto, EE.UU. y las demás potencias olvidan las verdaderas heridas del continente. De los 50 000 millones de dólares prometidos en 2005 para ayudar a los países pobres -la mitad sería para África-, solo se ha desembolsado un 14 por ciento. En 2009 prometieron otros jugosos 20 000 millones que de seguro quedarán estancados… Pero para la falsa guerra contra el terrorismo y asegurar el petróleo africano, las cuentas siempre dan.