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Un Gobierno de «progreso» bajo el chantaje golpista de un bloque reaccionario

Fuentes: Viento Sur

En medio de un clima de tensión creciente dentro de un Parlamento muy fragmentado (con 10 grupos parlamentarios y 22 partidos), el líder del PSOE, Pedro Sánchez, ha logrado, gracias una segunda votación muy ajustada (167 votos frente a 165 y 18 abstenciones) y bajo la sombra del tamayazo, ser investido presidente del primer Gobierno […]

En medio de un clima de tensión creciente dentro de un Parlamento muy fragmentado (con 10 grupos parlamentarios y 22 partidos), el líder del PSOE, Pedro Sánchez, ha logrado, gracias una segunda votación muy ajustada (167 votos frente a 165 y 18 abstenciones) y bajo la sombra del tamayazo, ser investido presidente del primer Gobierno de coalición en la historia de la democracia postfranquista, hasta ahora basada en la alternancia bipartidista.

Se trata sin duda de un acontecimiento histórico que se produce además en el contexto de una crisis de régimen en el plano socioeconómico (que viene del giro austeritario iniciado por Zapatero en mayo de 2010 y de la irrupción del 15M en 2011 y que ha conducido a una de las sociedades más desiguales y con mayor precariedad de la UE), en el institucional (con un gobierno de los jueces, una crisis del sistema de representación política y una monarquía cada vez más cuestionada) y en el nacional-territorial (que ya no afecta solo a Catalunya y que ha sacado a la luz también a la España vaciada).

Se llega a esta fórmula inédita de gobierno, aunque con una duración llena de incertidumbres, tras dos procesos electorales fallidos y como resultado de un acuerdo entre el PSOE y UP que ha necesitado de pactos con otras fuerzas políticas para lograr salir adelante. Con unas (PNV, BNG, NC, Más País, Compromís y Teruel Existe) para su voto favorable y con otras (ERC y EH Bildu) para garantizar su abstención. De todos ellos, el más importante ha sido sin duda el alcanzado con ERC, según el cual se establece el compromiso de poner en pie en un plazo corto una Mesa de diálogo en torno al «conflicto político» catalán entre el Gobierno español y el Govern para valorar un posible acuerdo que culmine en una consulta a la ciudadanía de Catalunya sobre el mismo. O sea, se asume el inicio de un proceso cuyo resultado está por definir, con la obligada ambigüedad respecto al marco jurídico en que podría encajar y cuyo recorrido está todavía por ver, como explica Martí Caussa en «El acuerdo ERC-PSOE: ¿por fin sentarse y hablar?»

Asimismo, es muy relevante el documento firmado con el PNV, ya que refuerza la necesidad de abordar la realidad plurinacional del Estado pero también establece la obligación de consulta previa del Gobierno a ese partido (de derechas, no lo olvidemos, aunque sin genes franquistas) sobre las políticas a aplicar, especialmente en el ámbito fiscal.

Pese a que el conjunto de esos acuerdos puede ser caracterizado como social-liberal y obediente a los dictados de Bruselas en lo económico -me remito a los artículos publicados en nuestra web sobre cómo se abordan en el programa cuestiones como los derechos laborales, la sanidad y las pensiones- y reformista en lo nacional-territorial, la alarma que ha creado en la mayoría del establishment ha ido creciendo en los últimos días. Esto se ha visto reflejado en el debate de investidura con la beligerancia mostrada por la competencia abierta entre las tres derechas (estimulada, obviamente, por la novedad que supone que en este parlamento esté presente por primera vez una formación, Vox, abiertamente ultraderechista, como tercer grupo) por ver quién alertaba más al electorado frente a la catástrofe y a la traición a España que estaría dispuesto a hacer Pedro Sánchez.

Esa reacción se ha ido manifestando en distintos frentes: desde la mayoría de los medios de comunicación hasta la Conferencia Episcopal («recemos por España») pasando, cómo no, por las grandes corporaciones empresariales y, sobre todo, el poder judicial e incluso órganos administrativos como la Junta Electoral Central (JEC). Ha sido esta última la que en vísperas del inicio de la sesión de investidura ha dado un salto enorme en esa beligerancia decidiendo por 7 votos frente a 6 la inhabilitación del presidente del Gobierno catalán, Joaquim Torra (condenado por desobedecer la orden de retirada de una pancarta que pedía la libertad de los presos y presas catalanas), para, a continuación, exigir mantener en prisión a Oriol Junqueras pese a la sentencia dictada por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y, ahora, la comunicación del Parlamento europeo, que le reconocen definitivamente, junto con Puigdemont y Comín, como eurodiputado. El hecho de que fuera el dirigente del PP, Pablo Casado, el primero en difundir la resolución relativa a Torra ha confirmado a las claras la complicidad entre ese partido y la mayoría de ese organismo administrativo en su intención política de interponer un obstáculo de última hora a la posible abstención de ERC en la investidura. Sin embargo, como hemos visto, el resultado ha sido el contrario, ya que ha servido para que el conjunto de fuerzas de la alianza de progreso cierre filas frente a la estrategia de guerra jurídica que, junto a la movilización en la calle y el filibusterismo institucional, el bloque reaccionario amenaza con intensificar frente al nuevo Gobierno.

De nuevo la sagrada unidad de España y… ETA

Respecto al debate vivido estos días, si bien no han faltado las críticas de las derechas a las moderadas medidas socio-económicas anunciadas (derogación parcial de la reforma laboral del PP, subida del salario mínimo, aumentos de algunos impuestos directos…), así como tampoco las inevitables referencias a la Venezuela chavista y a la futura presencia de ministros populistas y comunistas, ha sido el acuerdo con fuerzas nacionalistas e independentistas (principalmente, ERC pero también EH Bildu) el objeto principal de sus diatribas contra el líder socialista.

Usando como coartada el discurso abiertamente hostil al independentismo catalán que el propio Pedro Sánchez desarrolló durante la última campaña electoral, la acusación al mismo como «traidor» a España y a la Constitución ha sido una tónica común en los líderes de ese bloque: «gobierno Frankenstein de pesadilla», «España se queda sin socialismo constitucionalista», «rompe la soberanía nacional», han sido algunas de las acusaciones de Pablo Casado, seguidas por las de Santiago Abascal quien, como en otras ocasiones, sin olvidar sus consabidos ataques al feminismo, al ecologismo o a la inmigración, se ha remontado a la historia del PSOE anterior a la guerra civil de 1936 para denunciar a ese partido como golpista. A toda esta lista de enemigos ha sumado esta vez al diputado de Teruel Existe con una campaña en las redes sociales y en su propia provincia incluyéndole en la lista de «traidores a la patria» por su disposición a votar a favor de la investidura de Sánchez. Después de ambas intervenciones, poco le quedaba ya por añadir a la líder de Ciudadanos, en declive electoral acelerado, más allá de denunciar la «contrarreforma ideológica» en educación que teme aplique el nuevo gobierno, continuar con la paranoica crítica a todas las fuerzas nacionalistas…no españolas y el llamamiento al transfuguismo a miembros del grupo socialista.

Ha sido sin embargo con ocasión de la intervención de la portavoz de EH Bildu y su crítica a Felipe VI por su discurso del 3 de octubre de 2017 cuando se ha mostrado con toda su crudeza la particular concepción de la libertad de expresión que tienen estas derechas cuando se ataca a Felipe VI, al igual que su nostalgia por la desaparecida ETA, con el fin de seguir criminalizando a la izquierda abertzale y acusar a Sánchez de cómplice del terrorismo.

Frente a esos discursos, la respuesta del líder socialista ha sido evitar explicar el porqué de su cambio de actitud, reflejado en el acuerdo al que ha llegado con UP y ERC respecto a sus discursos anteriores para limitarse a sostener que la única alternativa que le quedaba para evitar unas terceras elecciones, ante el bloqueo de las derechas, era llegar a una suma de apoyos como la que finalmente ha alcanzado. Eso sí, trató de reducir el alcance del documento firmado con ERC dejando claro que buscaría una salida «en el marco de la Constitución» y que seguía rechazando el derecho de autodeterminación.

En el marco de esa polarización Pablo Iglesias quiso ilusionar en su intervención apelando demagógicamente a los movimientos sociales como «arquitectos del Acuerdo», a la lucha por la justicia social como alternativa a la extrema derecha y a la España diversa frente a la Anti-España de Vox, pero sin reconocer todo lo que ha tenido que ceder para aceptar los límites establecidos al programa que defendió en su campaña electoral. Fue el portavoz de ERC, Gabriel Rufián, quien no evitó aludir al pasado lleno de contradicciones de Pedro Sánchez para reconocer que ahora, citando a Borges, «no nos une el amor sino el espanto» ante una «derecha asilvestrada» y avisando que «si no hay Mesa, no hay legislatura».

Fue, en cambio, Mireia Vehí, de la CUP, la única que hizo una crítica desde la izquierda al programa del gobierno de coalición, denunciando que seguirán ocurriendo tragedias como las que se viven en la frontera sur y en los CIES y recordando al PSOE aquellos tiempos del tardofranquismo en los que defendía «el derecho de autodeterminación de todas las nacionalidades ibéricas».

Pocas novedades nos ha traído la breve segunda sesión del debate, más allá de la reafirmación en el rechazo por las derechas de cualquier crítica a Felipe VI y en su denuncia a la «rendición socialista» ante los nacionalistas y, sobre todo, de la legítima reivindicación de Montserrat Bassas de la libertad de su hermana Dolors y de los representantes políticos y sociales catalanes que siguen en la cárcel. También, por lo que nos toca, la oportuna mención del diputado Oskar Matute, de EH Bildu, a Daniel Bensaïd cuando haciendo un balance de su trayectoria militante decía que «nos hemos equivocado a veces, tal vez muchas veces, y en muchas cosas. Pero no nos hemos equivocado de combate ni de enemigos».

Una vía estrecha, llena de obstáculos y renuncias

Entramos, por tanto, en una nueva fase en la que la investidura del nuevo presidente del gobierno no garantiza en absoluto la gobernabilidad de un régimen que sigue enfrentado a una crisis estructural, no sólo a escala estatal sino también en la UE y que a lo máximo a que aspira es a contrarrestar parte de los recortes sociales aplicados en el pasado reciente, pero dentro de las restricciones impuestas por el artículo 135 de la Constitución , ya recordadas y concretadas por la Comisión europea para 2020 en la reducción de 8.000 millones de euros en el PIB. Una limitación que se esforzará por compensar con una reforma fiscal que seguirá sin llegar a la media impositiva europea y, sobre todo, con medidas progresistas en otros frentes como el de derechos civiles y libertades (derogación ley mordaza, eutanasia, memoria histórica, contra la violencia machista), el de una tímida transición energética o la disposición a «encauzar» el conflicto catalán por la vía del diálogo.

Con todo, pese a la moderación reafirmada por Pedro Sánchez en sus últimos discursos, el problema fundamental es que tiene enfrente a una derecha mayoritariamente de origen franquista y con una concepción patrimonial del régimen. Esto explica su temor de que una reforma, aunque sea parcial, del mismo en lo que es uno de sus dogmas intocables -la unidad de España, entendida como la única nación dentro de un Estado cuyas fronteras son inviolables- abra la caja de Pandora de la reforma constitucional e incluso de un proceso constituyente en el que pilares fundamentales como la monarquía y los enclaves autoritarios heredados de la dictadura se vean impugnados.

Incluso un columnista de la derecha española aparentemente liberal, José Antonio Zarzalejos, ha comparado la alianza a la que ha llegado Sánchez con las otras fuerzas nacionalistas con el Pacto de San Sebastián de 1930, que precedió a la caída de la monarquía y a la proclamación de la República en abril de 1931. Ojalá fuera así, pero por desgracia la voluntad del nuevo gobierno no apunta a generar un escenario de ruptura como el que se inició entonces sino, más bien, a atenuar la inestabilidad y la crisis de gobernabilidad que sin duda van a seguir siendo la tónica.

Así que, pese a la moderación de este nuevo gobierno, habrá que prepararse a responder a la estrategia de la tensión que el bloque reaccionario está aprendiendo aceleradamente del nuevo golpismo constitucional (como estamos viendo ya con el intento de inhabilitación del president de la Generalitat) que se ha ido extendiendo en América Latina en los últimos tiempos y que les lleva ahora a considerar al nuevo gobierno como «ilegítimo». Volvemos así a la vieja discusión sobre legalidad y legitimidad, resucitada a raíz del conflicto catalán y que ahora estas derechas recuperan a su favor, como ya hicieron frente a la victoria electoral de Zapatero en marzo de 2004 tras la matanza del 11M y las mentiras de Aznar.

¿Qué hacer desde una izquierda alternativa?

Por tanto, debido a ese marco de polarización y radicalización de las derechas, no cabe prever, al menos a corto plazo, que el PSOE pueda jugar mucho con una geometría variable que le ayude a hacer compatibles sus acuerdos de gobierno con los que pudiera alcanzar con PP y Cs en cuestiones de Estado, aunque sin duda es eso lo que va a intentar cuando las aguas se calmen.

Teniendo en cuenta, además, los giros discursivos y tácticos de los que ha hecho gala Sánchez (sin olvidar las presiones que va a sufrir dentro de su propio partido, especialmente de las baronías autonómicas) y la hegemonía que en el nuevo gobierno va a tener en relación con UP (relegada a carteras ajenas a los ministerios de Estado y obligada a ser leal y disciplinada, también en sus iniciativas parlamentarias, según el Protocolo de seguimiento firmado), no podemos tener ninguna confianza en que desde esa coalición de progreso se vaya a hacer frente con firmeza al bloque reaccionario y a los poderes económicos que lo sustentan. Habrá que apelar, como ya se está haciendo desde la movilización que se anuncia el 30 de enero en Euskadi (30 de enero: Huelga general – Viento Sur), a la urgencia de reabrir un nuevo ciclo de luchas que presionen por una agenda social, ecológica, feminista, antirracista y de solidaridad entre nuestros pueblos que vaya más allá de los límites sistémicos que el propio Sánchez va a asumir desde el primer día y, a su vez, no renuncie, junto con la exigencia de libertad para presos y presas políticas, a desobedecer a aquellas leyes y sentencias judiciales que ataquen nuestros derechos y libertades. Tareas todas ellas que deberán verse acompañadas e impulsadas por la reconstrucción de una izquierda que no se subordine al nuevo gobierno y reafirme la necesidad de seguir apostando por un proyecto rupturista con este régimen y con las reglas del neoliberalismo global.

En resumen, frente a la amenaza golpista con la que se ha iniciado esta nueva fase no cabe moderarse sino todo lo contrario: hará falta ir construyendo un bloque social de las clases populares dispuesto a caminar hacia un proceso destituyente de un régimen de cuyo seno vuelven a salir a la luz fuerzas que ni siquiera están dispuestas a permitir las tímidas reformas prometidas Un gobierno, por cierto, que pronto va a tener que responder a la amenaza de guerra que ha vuelto a agitar Trump en Oriente Medio y que, para ese fin, va a querer volver a utilizar bases militares como la de Rota. Habrá que exigirle ya que diga No a la Guerra, como ya gritamos a comienzos de este siglo contra el trío de las Azores hasta acabar con el actual jefe de las tres derechas, José María Aznar.

Jaime Pastor. Politólogo y editor de Viento Sur.
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