Traducido para Rebelión por Mariola y Jesús María García Pedrajas
Su padre le enseñó a sus estudiantes a «valorar, estudiar y honrar su historia colectiva», y a su hija a seguir su corazón. Este legado llevó a la autora a un viaje por el Congo, donde seis millones de personas han muerto sin golpear las conciencias occidentales.»Me prometí que, cuando volviera a casa, hablaría y escribiría sobre el Congo en tantos foros públicos como me fuera posible. Para abogar por los congoleses, debo enseñar a mis amigos, a mi familia y a todos que la muerte de millones de personas es un asunto global que no puede ser ignorado.»
«¿Cuántas vidas congolesas han sido sacrificadas para producir el coltán de mi teléfono móvil?»
El fin de semana después de Acción de Gracias, fui a casa, en Brooklyn (New York), para visitar a mi padre – el hombre cuya altura y envergadura había sentido siempre como un muro de protección entre mi y el mundo. Mientras me sentaba junto a su cama de hospital, en los últimos meses de su vida, veía el cuerpo de este hombre una vez robusto, de casi un metro noventa de altura y más de cien kilos de peso, trasformándose lentamente en una flor marchita. Ahora apenas pesaba 55 kilos. Susurré en su oído: «Papi, ¿te acuerdas cuando te dije que iba a ir al Congo?». Él asintió con la cabeza, pero no estoy segura de que fuera un simple gesto de reconocimiento o de verdadera comprensión de mis palabras.
Mi conexión personal con el Congo había sido forjada por mi padre, Ernest Crane. Nacido y crecido en Harlem, decía a menudo, «Me siento como un libro de historia andante,» mientras recordaba los importantes hechos en los que había participado y que había presenciado a lo largo de su vida: Jim Crow, La Marcha sobre Washington, Vietnam, Watergate. El siempre le daba el mérito a «Mama Lilla», su abuela, de haberle inculcado el amor por la historia. Ella le contaba relatos de la vida de sus padres como esclavos, ésta fue la raíz de su interés por sus ancestros africanos.
No es extraño, por tanto, que a lo largo de toda su vida, fuera un estudioso de los movimientos de liberación en América y fuera de ella, y un ávido lector de la historia africana. Después, como profesor de psicología y historia Afro-Americana, le enseñó a sus estudiantes a valorar, estudiar y honrar su historia colectiva.
«¿Cómo pueden morir seis millones de personas y el mundo permanecer al margen, en silencio?»
Nunca había estado en el Congo, pero había sido transportada hasta allí, por los relatos de mi padre sobre su historia. El hablaba del Congo como de un hermoso, exuberante país, que había sido codiciado, primero por los portugueses y los belgas, luego por sus vecinos, Ruanda y Uganda. Le recuerdo diciendo, «La del Congo es una de las masacres menos informadas de la historia, ¿Cómo pueden morir seis millones de personas y el mundo permanecer al margen, en silencio?» Hablaba del valor de Patrice Lumumba, un héroe personal suyo, quién se enfrentó al poder colonial belga. Me sentí más cerca del Congo después de ver un programa de noticias, en el que uno de los invitados hablaba sobre la apremiante situación del pueblo congoleño. Más tarde, pasando al azar por los canales de mi televisión, accidentalmente sintonicé un programa sobre la violación sistemática de mujeres en el este del Congo. Me encontré a mí misma inmersa en historias sobre la región, y aunque se hubiera tratado de meras coincidencias, había demasiado como para ignorar la llamada.
Me sentía obligada a actuar, y batallaba conmigo misma sobre cómo – y si podría – hacer algo desde miles de millas de distancia. Me resultaba cada vez más difícil continuar viviendo el horrible cliché de los compasivos norteamericanos, que hablan del sufrimiento del mundo, delante de su café latte, pero se van a sus casas y no hacen nada.
«Cuando me encontré con los ojos de un soldado armado, sentí un vacío en el estómago»
Instintivamente, me di cuenta del mensaje oculto en la palabras de mi padre: «Makeda, siempre sigue tu corazón.» Fue su amor por la libertad y la dignidad, lo que me llevó a pedir 33$ a ciento cincuenta personas para poder ir a Goma, República Democrática del Congo, como periodista independiente de Friends of the Congo, una asociación de apoyo, con sede en Washington D.C.
Mi padre falleció el 3 de enero, y dos días después, yo partí para el Congo. Al cruzar la frontera hacia Goma y toparme con la mirada de un soldado armado, sentí un vacío en el estomago, como si estuviera en buque costero hubiera hecho un giro brusco. Los casi 6 millones de personas que habían fallecido en los 12 años de conflicto parecían arremolinarse sobre las calles polvorientas de Goma y a sobre sus gentes. En el hospital principal de Goma, miré en las pupilas de una mujer que representaba los cientos de miles de mujeres que habían sido violadas sistemáticamente por tropas extranjeras y milicianos congoleses; busqué pruebas de que aún había vida en su cuerpo. Sentí una unión con ella que iba más allá de la mera compasión; sabía que su lucha era la mía propia.
Escuché a un negociante congolés de coltán (un mineral vital para los teléfonos móviles y otros aparatos electrónicos) decir, «La voz de un hombre pobre no tiene ninguna importancia.» Hablaba de compañías estadounidenses, británicas, ruandesas y ugandeses beneficiándose de una minería no sujeta a medidas reguladoras y vendiendo los vastos depósitos minerales del Congo, y me preguntaba: ¿Cuantas vidas congolesas se han sacrificado para producir el coltán de mi teléfono móvil?
En un campo de refugiados, fui testigo de las raciones inadecuadas de comida que se dispensaban a los refugiados, mientras en la distancia se veían grandes bosques verdes. Cuando le preguntaba a niños cuyos pueblos habían sido destruidos en el conflicto cuanto tiempo llevaban en el campamento, muchos no podían recordar haber vivido en ningún otro lugar.
«Hablaba de compañías estadounidenses, británicas, ruandesas y ugandeses beneficiándose de una minería no sujeta a medidas reguladoras y vendiendo los vastos depósitos minerales del Congo.»
Mientras caminaba a través del último campamento de refugiados en la línea de conflicto entre tropas ruandesas y rebeldes congoleños, de nuevo sentí la inquietud que había acompañado mis primeros pasos en suelo congoleño. Saqué la foto de mi padre y miré su sonrisa, la cual me aseguraba que estaba protegida.
Alguien me dijo una vez: «La gente rara vez se arriesga porque quiere, pero da un salto hacia adelante debido al anhelo persistente que solo puede resolverse a través de la acción.» Sabía que este viaje era el principio de una relación íntima con el Congo. Pagando el máximo tributo a mi padre, me hice la promesa que cuando volviera a casa hablaría y escribiría del Congo en tantos foros públicos como fuera posible. En defensa de los congoleños, debo enseñar a amigos, familia y otros que la muerte de millones es una cuestión global que no puede ignorarse. Y la gente debe saber que la raíz del conflicto no es una división étnica entre tribus hutus y tutsis, sino el control sobre las recursos naturales del Congo.
Seguiré actuando en el nombre de aquellos que han sido silenciados, tomando la antorcha que me fue dada, y manteniendo el legado de mi padre delante de mí como una guía para crear el mío propio.
Makeda Crane trabaja en el departamento editorial de The Baltimore Sun.
Articulo original para la traducción
http://www.blackagendareport.