Viñeta que refleja la desigualdad propia del sistema capitalista. Imagen: Mail & Guardian.
El hecho de que somos un país profundamente desigual [1] frecuentemente es más una verdad intelectual que una realidad vivida por los que estamos en el lado cómodo de la línea divisoria. El confinamiento nacional que se anunció el lunes [2] para contener el COVID-19 [3] está a punto de cambiar esto espectacularmente. En la clase media y en la rica de Sudáfrica, toda verdad teórica se convertirá en nuestra realidad inmediata y visceral adoptando formas para las que quizás no estemos preparados.
Nosotros, los privilegiados, no deberíamos desperdiciar esta crisis que sacudirá nuestros prejuicios de clase y nuestra hegemonía económica burguesa, incluso aunque temamos los innumerables aspectos de ella que, hasta ahora, son desconocidos.
El virus nos obligará a tomar en serio lo que deberíamos haber hecho hace décadas: interiorizar hasta dónde está interconectado nuestro destino con los de las personas más marginadas social y económicamente del país.
Observemos las escenas de acumulación y compras, causadas por el pánico, de productos de primera necesidad que se desarrollaron en muchos pequeños establecimientos durante la semana pasada. Incluso descartando la locura y aceptando una cierta angustia existencial comprensible que provocaba la estampida de multitudes desesperadas por asegurarse de que sus familias no pasaran hambre durante el confinamiento nacional, es difícil ignorar hasta qué punto están invisibilizados los indigentes y los trabajadores pobres en la mente de muchos sudafricanos ricos y de clase media.
Al menos existen dos situaciones poco halagüeñas: la persona que compra más de lo que necesita y que no piensa en otras personas; o que piensa en otras personas, pero no considera suficientemente el derecho moral que a estas también les acoge al acceso a los alimentos. Ambas posiciones son éticamente perversas en general y aún más en este contexto particular de una pandemia, que requiere la cooperación del grupo para beneficio de todos.
Pero, aquí está la clave: ¿qué pasaría si millones de sudafricanos pobres se quedaran sin comida en sus municipios debido a nuestra codicia burguesa y la falta de solidaridad con los ciudadanos a los que les ha tocado vivir en las zonas desfavorecidas por las huellas de la era del Apartheid que permanecen intactas?
Inesperadamente, Talkin ’About A Revolution, de Tracy Chapman [4], no será solo una canción dulce y agradable para entonar en el coche de camino a Magaliesberg durante el fin de semana. Nos advierte líricamente que «corramos, corramos, corramos» porque «la gente pobre se levantará y tomará su parte». El mayor incentivo para no violar la ley es cuando se tiene un objetivo en la vida. Al despertarnos cada día debemos sentir como si nos esperara otra fiesta que vivir, en términos filosóficos y morales, la buena vida.
El colapso económico
En las próximas semanas, muchas más personas se quedarán desempleadas debido al cierre de restaurantes, hoteles, gimnasios, spas, librerías, cafeterías y un sinfín de otros negocios. Aunque el Gobierno ha anunciado un cierto alivio, no será suficiente para detener un completo desplome económico o para evitar que el desempleo se dispare aún más.
No podemos sentirnos bien en la vida si estamos en la indigencia. También pensamos en riesgos que normalmente no serían de consideración cuando nos encontramos demasiado ocupados y productivos.
En nuestra burbuja burguesa lo que no tomamos en serio es la naturaleza autodestructiva de ignorar la conexión entre la desigualdad y nuestras propias posibilidades de vivir siempre bien. En realidad, nuestro bienestar en las zonas acomodadas como Sandton siempre ha sido más precario de lo que hemos reconocido, una ilusión sostenida hasta ahora al derrochar constantemente dinero en empresas privadas para mantener alejados a los pobres. Lo mismo hacemos para acceder a la seguridad privada, educación y atención médica.
El aislamiento nacional podría ser una espectacular fuerza igualadora para aquellos de nosotros que hemos disfrutado de la dicha de no saber cómo vive «el otro». Pero como la profundidad del efecto social y económico va a aplastar más la economía, vamos a ver y experimentar, y no en salas de conferencias, sino a nuestro alrededor, los efectos en el mundo real para las clases privilegiadas a las que no nos importan los marginados y aparentamos que nuestro patrimonio y capital social son estrictamente el resultado de nuestro esfuerzo y talento.
Reconocimiento de la desigualdad
Por supuesto, hay excepciones entre los ciudadanos de clase media, pero, antes de perder el tiempo escribiendo la acostumbrada «carta en términos fuertes al editor», piense en un caso obvio: una persona peculiar, que paga a su trabajadora doméstica durante un mes para quedarse en casa durante el período de aislamiento nacional, no significa corregir las injusticias estructurales de nuestra sociedad.
No se trata de salvar la economía informal de la intervención de posibles policías o soldados demasiado diligentes que barren a los vendedores ambulantes de nuestras aceras para hacer cumplir el aislamiento nacional. Ello no ayuda a las familias de la clase trabajadora a quienes se les paga solo este fin de semana y tienen que buscar papel higiénico ya agotado ni a aquellos de nosotros que teníamos efectivo o crédito en la tercera semana del mes.
No ayudará tampoco a una persona sin hogar que no consiguió una de las plazas limitadas en un refugio. Ni ayudará a alguien con un negocio sumergido dentro de la economía comercial, quien se sentirá aterrorizado a la hora de buscar ayuda del Estado para sobrevivir por temor a la sanción al haber evadido la recaudación de impuestos durante tanto tiempo. Ni ayudará a la familia que fue expulsada por su casera al no poder pagar el alquiler porque mamá y papá han sido despedidos.
La verdad brutal es que, después de 1994, no hemos prestado la atención suficiente a las formas graves y múltiples de las injusticias ocasionadas por nuestra historia. Esta pandemia, además de representar una grave crisis terrorífica de salud pública por todas las razones obvias: recursos limitados, un sistema de salud pública débil y un virus atroz e insaciablemente infeccioso, es también aterradora porque el malestar social y económico al que posiblemente nos enfrentemos es una realidad que se presentará en formas en que muchas sociedades del Norte y Sur Global no tienen que considerar con tanta urgencia (salvo en ubicaciones geopolíticas comparativamente similares, como Brasil).
Tenemos razón en tener el país en aislamiento. El argumento de salud pública para un bloqueo nacional es convincente e indiscutible. Pero, hasta ahora, hemos manejado los disturbios a pesar de que los indicadores económicos siempre son vergonzosamente injustos. A menudo nos referimos a nosotros mismos como una «nación de protesta». En los días venideros aparecerán más pruebas de ello que nunca.
Quizás la ironía más crucial de la historia es que la infraestructura del apartheid que no pudimos desmantelar, la planificación espacial del apartheid, es lo que permitirá la posibilidad de mantener la ley y el orden, incluso aunque se instale la frustración en nuestras comunidades. Pero eso dependerá de que los hombres y mujeres encargados por el Gobierno de aplicar las resoluciones políticas (la policía y el ejército) realicen un trabajo honesto y disciplinado en las calles de nuestras ciudades y pueblos. Que quizás lo hagan o quizás no. Pronto lo sabremos.
Si sobrevivimos, de lo cual no hay garantías, sin causar demasiado daño a nuestra sociedad, nunca más será correcto que los ciudadanos ignoren el imperativo de la solidaridad entre clases. El contribuyente trabajador no tiene la culpa de la situación en que se encuentra el Estado. Pero, si aquellos de nosotros que tenemos poder económico hubiéramos actuado de manera más consciente desde 1994 y con mayor consideración del bienestar de los marginados, incluso mientras criticábamos a un Estado ineficaz, podríamos haber estado mejor preparados para enfrentarnos a una pandemia como COVID-19. Ahora es el momento de ensayar la solidaridad, y con urgencia. Esa es nuestra única opción.
PW Botha, con su dedo acusador nos inhabilitó en 1988, pero nos mantuvimos firmes. Construimos una reputación de periodismo audaz, entonces y ahora. Durante estos últimos 35 años, Mail & Guardian siempre ha estado en el lado correcto de la historia. En estos días, estamos siguiendo el rastro de la banda feliz de corporaciones y políticos que le están robando a Sudáfrica su propio potencial.
Eusebius McKaiser es analista político y social en el Wits Center for Ethics. También es un popular presentador de programas de radio, un excelente formador para el debate internacional, un maestro de ceremonias y un orador público destacado. Su pasión son solo los buenos argumentos, y es ex campeón nacional de debate sudafricano y campeón mundial de debate de maestros en 2011. Sus sus columnas y artículos analíticos han sido publicados en muchos periódicos de Sudáfrica y en el New York Times. McKaiser ha estudiado derecho y filosofía. Enseñó filosofía en Sudáfrica e Inglaterra.
Referencias:
[1] https://mg.co.za/tag/income-inequality/
[2] https://mg.co.za/article/2020-03-23-ramaphosa-announces-21-day-lockdown-to-curb-covid-19/
[3] https://mg.co.za/tag/coronavirus/
[4] https://mg.co.za/tag/tracy-chapman/
Texto original en inglés: «Eusebius McKaiser: A letter to us people who live in the suburbs», en Mail & Guardian.
Traducido por Nuria Blanco de Andrés para Umoya.
Fuente: https://umoya.org/2020/04/14/coronavirus-desigualdad-economica-sudafrica/