Traducido por Antoni Jesús Aguiló
Es muy probable que el próximo presidente de los Estados Unidos sea un afrodescendiente. El significado de este hecho es enorme y hay que enmarcarlo en un proceso histórico más amplio. Las tres últimas décadas fueron de mucha esperanza y desilusión respecto a la democracia representativa. Muchos países conquistaron o reconquistaron la democracia en este período, aunque la garantía de los derechos cívicos y políticos fue a la par de la degradación de los derechos sociales, del aumento de la desigualdad social, de la corrupción y el autoritarismo.
El desencanto, en una época en que la revolución no fue una alternativa creíble a la democracia, hizo que surgieran nuevos actores políticos, movimientos sociales y líderes, en la mayoría de los casos con pocas o nulas vinculaciones con la clase política tradicional. Las Américas son una ilustración elocuente de ello, aunque los procesos políticos sean muy diferentes de país a país.
En 1998, un mulato llega a la Presidencia de Venezuela y propone la revolución bolivariana; en 2002, un operario metalúrgico es elegido Presidente de Brasil y propone una mixtura de continuidades y rupturas; en 2005, un indígena es elegido Presidente de Bolivia y propone la refundación del Estado; en 2006, un economista sin pasado político es elegido Presidente de Ecuador con una propuesta de revolución ciudadana; en 2006 y 2007, dos mujeres son elegidas Presidentas de Chile [1] y Argentina [2], respectivamente, y con proyectos de continuidad más o menos retocados; en 2008, un obispo, teólogo de liberación, es electo Presidente de Paraguay y pone fin a décadas de dominio del partido oligárquico a través de la Alianza Patriótica para el Cambio (apc); y todavía, en 2008, es probable que un negro llegue a la Casa Blanca con el eslogan: «Change, yes we can» [«Cambio, sí podemos»].
Una nueva política de ciudadanía e identidad, sin duda más inclusiva, impregna estos procesos democráticos, lo que no siempre significa una política nueva. Por eso puede ser sol de poca duración. De todos modos, es importante que líderes procedentes de grupos sociales que en la historia de la democracia conquistaron más tarde el derecho de voto asuman hoy un papel de preeminencia. En el caso de los Estados Unidos, esto sucede tan sólo cuarenta años después de que los negros conquistaran plenos derechos cívicos y políticos.
La elección de Obama, de ocurrir, es el resultado de la revuelta de los norteamericanos ante la grave crisis económica y la estrepitosa derrota en Iraq, a pesar de ser presentada como victoria hasta el último momento, como ya ocurrió con Vietnam. El fenómeno Obama revela contradictoriamente la fuerza y la fragilidad de la democracia en Estados Unidos. La fuerza, porque el color de su piel simboliza un acto dramático de inclusión y de reparación: a la Casa Blanca de los señores llega un descendiente de esclavos, aunque él mismo personalmente no lo sea. La fragilidad, porque dos temores asolan a quienes le apoyan: que sea asesinado por racistas extremistas y que su victoria electoral, de no ser muy acentuada, sea negada por fraude electoral, lo que no siendo nuevo -George W. Bush fue «electo» por el Tribunal Supremo- representa ahora un suceso aún más siniestro. Si nada de esto ocurre, un joven negro, hijo de un emigrante keniano y de una norteamericana, tendrá el papel histórico de presidir después del largo siglo XX, «el siglo americano» [3].
La grave crisis financiera es sólo la punta del iceberg de la crisis económica que asola el país y todo lleva a creer que su resolución, aún por ocurrir, no permitirá que Estados Unidos retome el papel de liderazgo del capitalismo global que tuvo hasta hoy. En nombre de la competitividad a corto plazo fue destruida la competitividad a largo plazo: disminuyó la inversión en educación y la salud de los ciudadanos, en la investigación científica y las infraestructuras; aumentaron exponencialmente las desigualdades sociales; la economía de la muerte del complejo militar-industrial continúa devorando los recursos que podrían ser canalizados para la economía de la vida; el consumo sin ahorro endógeno y el belicismo sin recursos propios se hicieron financiar con los créditos a terceros países, que no van a seguir confiando en una economía dirigida por ejecutivos voraces e irresponsables ahogados en el lujo, mientras las empresas anuncian quiebras y transforman sus pasivos en el endeudamiento de las próximas generaciones.
La Unión Europa ya ha llegado a esta conclusión y parece tener la veleidad de ocupar el lugar de los Estados Unidos, a pesar de que en los últimos veinte años no ha llegado a ser una fiel alumna del modelo estadounidense ya que sus ciudadanos no se lo permitieron. A esto se suma que en las relaciones con los países que en América Latina, África y Asia podrían ser socios de un nuevo modelo económico y social más justo y solidario, la UE persiste en asumir posiciones imperialistas y neocoloniales que le restan toda credibilidad.
La transformación no vendrá de la Unión Europea o de los Estados Unidos. Tendrá que ser impuesta por la voluntad de los ciudadanos de los países que más han sufrido con los excesos recientes del capitalismo de casino.
[1] Michelle Bachelet.
[2] Cristina Fernández de Kirchner.
[3] Título del famoso artículo del magnate Henry Luce publicado en el magacín Life en 1941, en el que definía el papel de la política exterior estadounidense.
Fuente: http://www.ces.uc.pt/publicacoes/opiniao/bss/207.php
Artículo original publicado el 23 de octubre de 2008.
Boaventura de Sousa Santos es sociólogo y profesor catedrático de la Facultad de Economía de la Universidad de Coimbra (Portugal).
Antoni Jesús Aguiló es colaborador de Rebelión y Tlaxcala. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor, al revisor y la fuente.