La guerra en Afganistán nuevamente llegó hasta el centro de Kabul -a mediados del último mes- con una serie de ataques talibanes coordinados sobre objetivos occidentales y afganos, incluyendo embajadas y la sede de la OTAN en esa ciudad. Las tres operaciones sobre la capital, que perturbaron la zona central durante 18 horas, se vieron […]
La guerra en Afganistán nuevamente llegó hasta el centro de Kabul -a mediados del último mes- con una serie de ataques talibanes coordinados sobre objetivos occidentales y afganos, incluyendo embajadas y la sede de la OTAN en esa ciudad. Las tres operaciones sobre la capital, que perturbaron la zona central durante 18 horas, se vieron complementadas por dos más en Jalalabad, una en Gardez y otra en Pul-e-Alam, todas cercanas a la frontera oriental con Pakistán.
El Ejército Nacional y la policía afgana estuvieron al frente del manejo de la emergencia, siguiendo la estrategia acordada con Occidente de delegar más responsabilidad sobre esas instituciones. Sin embargo, para terminar con los ataques, Estados Unidos tuvo que emplear helicópteros de combate.
En esos incidentes se pueden advertir tres características notables: la pequeña cantidad de talibanes involucrados (apenas cuarenta, aunque muchos más actuaron en actividades de apoyo), la sofisticación de su accionar (que incluyó un planeamiento importante y una Inteligencia de avanzada), y la impresionante sorpresa que se llevaron las fuerzas del gobierno afgano y la OTAN, pese a que hubo precedentes en el uso de tácticas similares en agosto y septiembre del último año.
Estos ataques llegan en un momento difícil para la coalición occidental: el gobierno australiano anunció un cronograma acelerado para el retiro de sus tropas y las encuestas de opinión norteamericanas estiman que el apoyo nacional para la guerra es de apenas el treinta por ciento, en tanto que la oposición afgana a la presencia norteamericana asciende al 62 por ciento.
Entonces, resulta comprensible que, a pesar de que la OTAN insista en que la guerra todavía vale la pena, hayan surgido serias críticas durante la semana. Algunos de los informes más señalados provienen de personas con acceso a información reservada -como el teniente coronel Daniel Davis- que revelan el engaño encubierto detrás de las exageradas declaraciones oficiales.
Esas críticas encendieron un intenso debate en Washington sobre el destino de toda la operación, y la discusión no se atenuará hasta la próxima cumbre de la OTAN (en Chicago, el próximo 20 y 21), aunque la mayoría de las contribuciones quedará en privado.
PRIMERAS SEÑALES
Mientras el fracaso en Afganistán se vuelve cada vez más patente, aparecen algunas reflexiones interesantes. Para el ex diplomático británico Carne Ross, quien renunció a causa de la política que Gran Bretaña reivindicaba en las Naciones Unidas respecto de Irak, la estrategia estaba viciada ya desde el principio por el hecho de que las fuerzas occidentales se habían puesto fundamentalmente del lado de una facción -la Alianza del Norte- en una guerra interna: «La verdad es que le brindamos todo nuestro apoyo a un bando en una guerra civil que se había desatado décadas atrás, que no cesará a pesar de la presencia de los aliados y que continuará con toda su violencia cuando las fuerzas occidentales se retiren». Los talibanes fueron excluidos de todos los roles durante el reordenamiento del país y, según afirmó Ross, «se suponía ingenuamente que desaparecerían».
Sin embargo, en los dos años posteriores a la declaración de la guerra de Afganistán, en octubre de 2001-con un patrón similar tanto en guerras anteriores como posteriores-, la estrategia militar descargó toda su violencia sobre la base de un error fundamental. El resultado tendrá profundas consecuencias para «la guerra contra el terrorismo».
RESISTENCIA TALIBANA
En noviembre de aquel año, la sociedad entre la fuerza aérea estadounidense, sus fuerzas especiales y, fundamentalmente, las milicias de la Alianza del Norte, que se vieron extraordinariamente fortalecidas con el suministro de armas norteamericano, facilitó el derrocamiento del régimen talibán. Para diciembre, se creía que los talibanes habían desaparecido pero, en realidad, casi todos ellos se habían retirado sanos y salvos. En Washington, el ánimo de furia y estupor de los días posteriores al 11-S le dio paso rápidamente al triunfalismo y, mientras tanto, las figuras centrales de la administración de George W. Bush comenzaron a concentrarse en el régimen de Saddam Hussein en Irak. Su remoción pasó a ser fundamental para el influyente programa, que tenía como objetivo revitalizar el poder global estadounidense, el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano.
Lo que en ese entonces casi nadie registraba, excepto algunas publicaciones militares -y aun hoy sigue siendo un aspecto muy olvidado-, es que la guerra continuó en partes significativas del Sudeste afgano después de la victoria fantasma de fines de 2001. Dediqué varias de mis columnas a esa cuestión, en las que analizaba la guerra como un todo. Esas columnas informaban, por ejemplo, acerca de fuertes enfrentamientos en marzo de 2002, especialmente en torno a Gardez, y una ola de ataques de la guerrilla.
Los combates forzaron al Pentágono a emplear más tropas en el Sudeste de Afganistán. En setiembre, había diez mil tropas allí. «En varios lugares se filtra información. Hace dos semanas, dos mil soldados estadounidenses y de la coalición emprendieron una de las operaciones de búsqueda más importante de la guerra en el Sudeste de Afganistán. La Operación Barrida de Montaña tenía la intención de matar o capturar numerosas unidades talibanas y de Al Qaeda que operaban en una serie de pueblos y ciudades.
La operación, que duró ocho días, fue un fracaso. Todo el proceso sólo dio como resultado una camioneta cargada de armas, dos baúles con documentos y diez prisioneros, con todos los indicios de que la operación había quedado totalmente comprometida», escribí en setiembre de 2002.
El grupo de Inteligencia comercial norteamericano Stratfor fue uno de los defensores de la guerra que, sin embargo, proporcionó una perspectiva general franca y reflexiva:
«Las tropas norteamericanas sólo controlan las ciudades donde tienen bases, y sólo lo hacen durante el día, mientras que el gobierno de Hamid Karzai controla sólo una parte de Kabul».
Los escasos logros obtenidos en la guerra fueron un baldazo de agua fría para el Pentágono y, por ese motivo, el Departamento de Defensa estaba mucho más preocupado que la administración Bush por la situación de seguridad en Afganistán y la posibilidad de que los talibanes resurgieran como una potente fuerza insurgente.
OBSESIÓN
Este retorno a las primeras etapas de la guerra de Afganistán (2002-2003) plantea la pregunta obvia: ¿por qué se ignoraron los problemas persistentes y la resistencia afgana? La respuesta cabe en una sola palabra: Irak.
Ya en marzo de 2002, la Casa Blanca estaba casi exclusivamente dedicada a preparar el camino para el final del régimen de Bagdad. Esa obsesión presentaba la celebrada posibilidad de contener al verdadero enemigo de Washington -Irán- mediante el establecimiento de bases militares norteamericanas en Irak y Afganistán, lo que le permitiría a la Quinta Flota estadounidense asegurarse el control del Golfo Pérsico y del Mar Arábigo.
Incluso, los sostenidos ataques sufridos en Afganistán durante 2002 no alteraron en nada la manía de la Casa Blanca en torno a Irak. Operaba una mentalidad que no podía o no quería enfrentar las repercusiones de lo que sucedía a más de mil millas al Este de Irak. Los resultados de los errores cometidos en ese entonces se siguen sintiendo fuertemente una década más tarde. Son los ocho años de guerra en Irak, cuyas consecuencias devastadoras todavía persisten, y lo que serán -al menos- doce años de ocupación extranjera y guerra en Afganistán. En este último caso, el lúgubre pronóstico es que continúe el conflicto cuando las fuerzas occidentales finalmente se retiren. Será otro capítulo más de la «crónica de una guerra anunciada».
CALENDARIO DE RETIRO
En la última cumbre de la OTAN, celebrada el lunes 21, en Chicago, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, anunció que en 2013 comenzará en Afganistán el traspaso del poder militar. Es decir que a más de diez años de la invasión aliada en suelo afgano, las tropas locales se harán cargo de las «operaciones de combate» a mediados del próximo año, y para 2014, se prevé el retiro de la mayor parte de los soldados extranjeros. «Las fuerzas de Kabul nunca estarán preparadas para tomar el mando si no empiezan a asumir esa responsabilidad», afirmó Obama sobre el final. Entretanto, el flamante presidente de Francia, François Hollande, marcó distancia de la decisión oficial de la OTAN alegando que la retirada de las tropas galas para fines de este año se encontraba entre sus promesas de campaña.
Fuente: http://www.revistadebate.com.
Traducción: Ignacio Mackinze
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