Varias generaciones de mozambiqueños están creciendo rodeados de decapitaciones, secuestros, éxodos. Son personas reducidas a la espera.
“No estamos dispuestos a perderlo todo como le ocurrió a nuestras familias en la anterior guerra. Esta vez debemos estar preparados porque llevan tres años matando, desde que atacaron Mocimboa da Praia en 2017 y el Gobierno no nos protege. Si vienen, nos defenderemos”. Tres jóvenes voluntarios de una asociación local conversan en estos términos en la bañera del jeep que les traslada de vuelta a Pemba, la capital de Cabo Delgado, un avispero del yihadismo africano.
“Ellos llegan a las poblaciones armados, cortan las cabezas a los hombres, se vuelven a la selva, cruzan las fronteras… Así consiguen actuar con total impunidad. Ya han dicho que van a atacar Pemba, pero si entran, estaremos preparados”, añade otro joven, caldeado con las imágenes que acaba de ver en el campo de Metuge, donde malviven unas 8.000 personas desplazadas.
“Nosotros también podemos usar catanas. Estamos estudiando para construirnos mejores vidas, pero tenemos que proteger a nuestras familias. Claro que tenemos miedo, pero no parece que vayamos a tener otra opción”, añade un tercero, que tampoco ha cumplido los 20 y que acaba de comprobar el estado en el que se quedan las familias arrasadas por los grupos de Al Shabab, los yihadistas que actúan en esta región del norte de Mozambique, uno de los países más pobres del mundo.
Para llegar desde Pemba, la capital de Cabo Delgado, a Metuge, un distrito al sur de 80.000 personas, hay que conducir una hora por una pista de tierra roja plagada de baches que los niños y adultos de las aldeas rellenan a diario. A cambio, piden alguna moneda a los conductores de los todoterrenos blancos de las Naciones Unidas y de las ONG que son prácticamente los únicos vehículos que circulan por estas regiones. Junto a algunas chozas, cimbrean unos pocos tallos de maíz y alguna planta de hojas comestibles. Aquí la mayoría de la población sobrevive gracias a lo que es capaz de cultivar y a los sacos de arroz que el Programa Mundial de Alimentos suele repartir. En la mayoría de los casos, podrían cargar todas sus pertenencias sobre la cabeza. Y ellos no son desplazados.
A la entrada del campo de Metuge, una treintena de niños, niñas y mujeres hacen cola para coger agua de unos depósitos negros. En realidad, en la mayoría de las ocasiones, un campo de refugiados no es más que un lugar en el que se instalan miles de personas que llegan sin nada y que con lo que encuentran alrededor sobreviven hasta que, con suerte, llega la ayuda internacional. Aquí, la vista de centenares de chozas de paja se pierde en el horizonte. Se distingue la antigüedad de las construcciones y, por tanto, de qué ola de ataques terroristas huyeron sus habitantes por la posesión o no de un privilegio notable: las de quienes llevan más tiempo están cubiertas por una lona blanca con el logo de la UNCHR (la agencia de las Naciones Unidas para los refugiados). Así la lluvia no cala en el interior.
En una de las impermeabilizadas vive Itina, que llegó aquí con su marido y sus hijas, tras días andando, en septiembre huyendo de Quisanga, la ciudad que fue atacada por los yihadistas en noviembre de 2020. Es alegre, conserva el rubor en las mejillas que provoca la ruptura con la monotonía la visita de los periodistas y se toma con humor el absurdo de mostrar la nada en la que viven: señala los maderos en el suelo en los que cocina, la decena de criaturas que nos rodean sin apenas ropa, el crimen que supone que no tengan un colegio al que ir. Decenas de millones de menores desplazados y refugiados en el mundo pasan su infancia sin poder aprender nada y con unos vientres empachados de una malnutrición sistémica que lastrará su desarrollo cognitivo. Vivimos en un mundo de niños y niñas en huida de la pobreza, la violencia y la desigualdad.
A unos metros de nosotras, unas mujeres lanzan cubos en unos pozos excavados en medio del campo, mientras otras amasan ladrillos de barro para delimitar su espacio. El campo de Metuge es ya un ecosistema en el que sus habitantes saben que pasarán, probablemente, años.
Una mujer que desconoce su edad y que pareciera superar los cincuenta amamanta a un bebé. Tiene otros seis hijos: dos de ellos –una niña de unos 6 años y un niño de unos 8– escuchan atentos a su madre contar cómo los miembros del Estado Islámico entraron en Quisanga, quemaron las casas, les expulsaron de sus vidas, los convirtieron en esto: personas reducidas a la espera. Esperar a que alguien les diga dónde conseguir las raciones de comida, un esterilla donde dormir, una cubeta en la que recoger el agua, una cita médica para esa criatura que chupa y chupa del pezón y no termina de coger peso.
En Cabo Delgado, cuando preguntas cómo estás, la respuesta habitual es “normal”. Normal es mal, me explican, pero mal es la norma aquí. Así que cuando algo no es excepcional, es normal. Mozambique se encuentra en el puesto 180 de índice de desarrollo humano de los 189 países registrados. La esperanza de vida es de unos 58 años y en Cabo Delgado es menor, aunque no se conoce exactamente cuánto. La tasa de mortalidad infantil es de las más altas del mundo: 71,3 de cada 1000 nacimientos. Y dos de cada tres personas desplazadas son mujeres, niños y niñas.
Por eso, la ONG Médicos del Mundo, que lleva veinte años trabajando en colaboración con el sistema público de salud de Mozambique y con ONG locales, ha puesto en marcha un proyecto de atención psicosocial y psiquiátrico para las mujeres desplazadas víctimas de violencia de género. Su coordinadora, la curtida cooperante María Fradejas, explica la desprotección que sufren estas mujeres no solo en su huida, sino también cuando llegan al lugar en el que supuestamente estarán seguras. Acompañamos a su equipo, compuesto por una enfermera local y por una psicóloga griega, en su recorrido por los centros de salud de la ciudad de Montepuez. Les explican a sus responsables el proyecto para que les deriven a las potenciales víctimas. Un día a la semana, contarán con una consulta privada en cada centro donde podrán atenderlas con intimidad.
Bernardino, un médico local que atiende diariamente a una media de 20 mujeres desplazadas, además de a sus pacientes habituales, explica que el estado en el que llegan depende mucho de las distancias que han tenido que recorrer. “Hay mujeres que han andado una semana o más para llegar hasta aquí y que antes, incluso, han podido estar días en el monte escondidas. Esas son las que peor llegan. Pero en general, tienen muchas necesidades, no tienen nada”, explica.
Alrededor de los precarios ambulatorios, las desplazadas esperan con sus bebés durante horas a ser atendidas por un personal sanitario que apenas da abasto. Poco más pueden hacer por las las criaturas que pesarlas, comprobar que no tienen nada grave y darle pastillas para la malaria, el único medicamento que suelen tener en los consultorios visitados.
A unos metros de distancia, a la sombra de un árbol raquítico, espera otro grupo de mujeres. “Nosotras no somos desplazadas, pero también tenemos necesidades”, espeta una de ellas para atraer la atención de la periodista. Otras vecinas de Montepuez que están sentadas junto a ellas aprovechan para compartir su malestar: se quejan también del desbordamiento que están sufriendo por la llegada masiva de familias desplazadas. Es siempre la misma paradoja: los recién llegados son percibidos por la población local como una amenaza para el acceso a los pocos recursos existentes, a la vez que generan una actividad económica, por pobres que sean, para cubrir sus necesidades básicas. Y, también, por la llegada de las ONG.
Los que se quedan en la huida
Selemame Abudo tiene 53 años y hace cuatro meses vio cómo hombres vestidos con el uniforme del Ejército mozambiqueño llegaban a su población, Macomía. Supo que no eran militares porque llevaban chanclas, el rostro cubierto y un distintivo rojo en sus brazos. En su huida, dice, vio cómo decapitaban a quienes se negaban a unirse a sus filas. “Vinimos en barco, murieron once de las personas que nos acompañaban. Tardamos dos días en llegar a Pemba”, explica en la chabola en la que vive con otras decenas de refugiados.
Abudu Gafuro es un joven musulmán del barrio de Majate que gracias a su perseverancia realizó una licenciatura sobre Mocimboa da Praia, la ciudad en la que los yihadistas cometieron en 2017 el primer ataque en el país. No llega a la treintena pero la solemnidad de su discurso sobre la importancia de los valores y los derechos humanos le hace parecer mayor. Cuando los desplazados empezaron a llegar a las playas de Pemba por centenares en 2019 creó una asociación con otros jóvenes para ayudarles en su desesperado desembarco, acompañarles en sus primeras semanas en la ciudad, documentar con su móvil la crisis humanitaria que está ocurriendo en el cabo de Mozambique.
Conserva la esperanza que en tantos sitios convirtió a ciudadanos y ciudadanas en activistas: que si el mundo conoce lo que está ocurriendo pondrá los medios necesarios para impedirlo. Empieza a perderla. “No sabemos cuántas personas han muerto, pero muchas, cientos en estos años”, explica este joven vestido con gorra, camiseta verde y una actitud con tanto aplomo como cargado de tristeza. “Hemos documentado muchos testimonios de mujeres que han visto cómo la corriente se tragaba a toda su familia cuando intentaban subirse a una barcaza”, añade. Y comienza una sucesión de los relatos de desaparecidos que ha ido escuchando en estos años. “La mayoría de los que mueren son niños”, sentencia, antes de desmoronarse contando cómo los terroristas asesinaron a un amigo policía. Llora, y no intenta ocultarlo. Reivindica su deber de mostrar su fragilidad, y lo hace ante su esposa Fátima, que le escucha sentada junto a su hermana. Es una familia atravesada por el terror.
“Cuando mi prima se enteró de que iban a tomar Palma llamó a su madre para que huyese. Su marido se enteró y la decapitó”, explica Fátima mientras nos muestra el vídeo en el que se ve con detalles el crimen. Lo grabaron con el móvil para luego difundirlo como advertencia. La joven finada había sido secuestrada por los terroristas cuando aún era una niña para casarla con uno de ellos. La hermana de Fátima, sentada a su lado con un bebé enganchado al pecho, es una de las supervivientes de la toma de esta ciudad. Hizo la travesía con ese bebé de apenas un par de meses.
Varias generaciones de mozambiqueños están creciendo rodeados de decapitaciones, secuestros, éxodos. Niños y adolescentes de rictus impenetrables, que parecen no inmutarse cuando los adultos recuerdan todas estas escenas ante ellos y que, quién sabe, que volcanes erupcionan por dentro. «Los niños y niñas desplazados llegan muy tristes, apenas pueden hablar porque están psicológicamente muy traumatizados», explica Jeremías Basilio, director de la escuela primaria de la misión católica del barrio de Mahate. «Han visto sus casas quemadas, a familiares decapitados, todas sus vidas destruidas. Llegan sin ropa, sin comida, sin documentos…» añade este profesor que coordina la enseñanza de más de mil estudiantes, un tercio de ellos, menores desplazados.
Un pabellón para los que no tienen refugio
Ante la llegada de miles de personas desplazadas por el ataque de la ciudad de Palma en marzo, el polideportivo de Pemba fue convertido en un refugio. Durante semanas, cientos de mujeres, niños, niñas y algunas decenas de hombres durmieron en sus gradas. Cada mañana y mediodía, voluntarios de entidades locales repartían raciones de arroz con legumbres. En ocasiones, llegaban latas de sardinas en tomate y entonces los ojos de los más pequeños se abrían mucho. Las miradas también salivan de emoción.
Pero aquel día Tinashe no se movía. Estaba envuelto en una tela y las pocas veces que abría sus enormes párpados mostraba una mirada tan vidriosa como pérdida. A unos metros de él, el hermano más pequeño, de unos 6 años, permanecía tumbado mirando al techo en medio de la pista de baloncesto. Como tantos otros críos, pasaba largos ratos en este extraño estado de abandono. Moussa, el hermano mayor, de apenas 11 años, se movía nervioso por el pabellón, abrumado por la responsabilidad de haberse convertido en la cabeza de la familia desde que huyeron de Palma un par de semanas atrás. “Mi hermano está enfermo. Lleva desde ayer acurrucado ahí”. Llegaron aquí solos huyendo de Palma. “Cuando vimos a los insurgentes, salimos huyendo a pie hasta Chegundé (a 100 kilómetros), donde siguen nuestros padres…”. A partir de ahí, Moussa, enmudece, incapaz de explicar por qué no pudieron acompañarles.
Jóvenes de la parroquia de María Auxiliadora, la más grande de Pemba, se hacen cargo de que sea trasladado al hospital. Al día siguiente no encontramos a ninguno de los tres en el recinto deportivo. Nadie sabe su paradero. Al sacerdote Ricardo Marques no le sorprende. Fue él quien se empeñó en que sus voluntarios lo llevasen al médico. Sabe que si no se paga una mordida difícilmente atienden a nadie, menos a unos niños desplazados. La situación aquí desesperada y sabe que en el caso de que el Estado Islámico entre en la ciudad, los primeros en ser finados serán los miembros de su comunidad cristiana y él mismo. Los terroristas les llaman los ‘cruzados’.
“En Pemba aún no estamos en un escenario de guerra, pero bajo tierra se mueve lo imprevisible. El ataque de Palma es muy malo, pero también la actuación arbitraria del Ejército que realiza detenciones de manera masiva e indiscriminada, que acosa a las familias de los terroristas…”, nos explica en el edificio central de su misión, en la que decenas de jóvenes pululan preparando todo tipo de actividades.
El padre Ricardo recuerda cuando unos presuntos terroristas fueron heridos en una redada. “Los dejaron morir en el hospital sin atenderlos”, lamenta, preocupado por el odio que empapa todos los estratos de la sociedad. Las noticias sobre la presencia de miembros de Al Shabab son diarias. «Hace unos días hubo una macrorredada en una mezquita cercana y detuvieron a mucha gente. El obispo nos ha dejado libertad para decidir lo que queremos hacer. La mayoría de los misioneros y hermanas se han venido para Pemba. En Mocimboa da Praia se quedaron dos hermanas y fueron secuestradas….”. Tras meses de cautiverio, las misioneras brasileñas fueron puestas en libertad. Según cuentan quienes conversaron con ellas, las religiosas confirmaron que entre los yihadistas había personas negras y blancas, de numerosas nacionalidades y que hablaban distintas lenguas. La yihad de Mozambique es parte de la estrategia del Estado Islámico global.
Lucía Mora es un seudónimo.