En la mañana del 15 de enero de 2011, el día siguiente de la huida de Zine el-Abidine Ben Alí, mientras las calles del centro de Túnez apenas comienzan a despertarse a la realidad del acontecimiento impensable que se ha producido el día precedente, un joven con quien discuto ante una de las raras tiendas […]
En la mañana del 15 de enero de 2011, el día siguiente de la huida de Zine el-Abidine Ben Alí, mientras las calles del centro de Túnez apenas comienzan a despertarse a la realidad del acontecimiento impensable que se ha producido el día precedente, un joven con quien discuto ante una de las raras tiendas quemadas de la ciudad afirma: «Somos el primer pueblo árabe en haber hecho la revolución y derrocado un dictador. Esto es nuestro orgullo y lo podremos decir a nuestros hijos. Los demás países, en particular Egipto, van a tener miedo ahora». Dos semanas más tarde, deambulo por la plaza Tahrir de El Cairo, donde la esperanza de una segunda revolución árabe está tomando forma. Cuando pregunto a los manifestantes sobre el elemento desencadenante de su revuelta, todos o casi todos hablan del paro, de la pobreza, de la ausencia de libertades y, por supuesto, de lo ocurrido en Túnez.
Incluso si los rebeldes de Túnez y Egipto tienen cada cual su propia identidad, y parece difícil ligarlas entre si sin negar su especificidad, los diecisiete días que he pasado en los dos países en el momento de su cambio me conducen a mirarles como acontecimientos muy cercanos, pero cuyas consecuencias pueden sin embargo divergir. Esta breve «vuelta sobre la experiencia» no tiene por pretensión hacer emerger grandes verdades geopolíticas sino, al contrario, contar una vista sobre el terreno y sobre los sentimientos que he tenido allí, al lado de los manifestantes y de los demás ciudadanos menos implicados.
Movimientos pacíficos. En la tarde del 14 de enero en Túnez, algunos minutos después de que la policía comenzara, a golpe de gases lacrimógenos, a dispersar la manifestación que pedía la salida del dictador Ben Alí, algunos jóvenes cogieron piedras y trozos de hierro abandonados en un parking abandonado. Inmediatamente, la multitud, que intentaba escapar de las nubes de humo, gritó como un solo individuo: «¡La! ¡La!», es decir, «¡No! ¡No!», en árabe. Cuando cerca de cien tunecinos habían sido ya asesinados por las fuerzas de policía en el resto del país, en Kasserin, en Tala, en Sidi Bouziz, el ansia espontánea de los manifestantes era un llamamiento a la no violencia. Algunos días más tarde, en el curso de nuevas manifestaciones, asistí de nuevo al mismo fenómeno: la policía disparaba granadas lacrimógenas, cargaba con porras y camiones, enarbolando a veces pistolas, pero en ningún momento he visto a ningún manifestante coger una piedra o lanzarse sobre un policía, incluso cuando uno de ellos se encontraba aislado frente a la multitud.
Al contrario, los acontecimientos que se han desarrollado (y continúan desarrollándose) en la plaza Tihrir de El Cairo han podido parecer muy violentos. Ha habido efectivamente lanzamientos de piedras, a veces cócteles Molotov, y altercados al límite del linchamiento colectivo. A pesar de ello, los manifestantes han desplegado medidas de seguridad extraordinarias para prevenir toda escalada. Han organizado ellos mismos un triple o un cuádruple cordón de seguridad con cacheos de los cuerpos y de los bolsos, con el objetivo de prevenir toda infiltración de armas en la explanada revolucionaria. Así, decenas de soldados se han encontrado durante cerca de quince días cercados por centenares de miles de personas deseosas de derrocar el régimen. Habría sido muy fácil para un exaltado apoderarse del kalachnikov o del revólver de uno de los militares. Ni uno solo lo ha hecho.
Frente a la violencia, incluso la crueldad, de los poderes tunecinos y egipcio (que no han dudado en utilizar francotiradores), los manifestantes han querido mostrar a cualquier precio que se negaban resueltamente a recurrir a los mismos métodos. Al hacerlo, han demostrado su superioridad moral sobre quienes querían «expulsar».
Si Túnez ha logrado verdaderamente su revolución, la de los egipcios está aún inacabada.
Un profundo sentido democrático. Esta madurez en la correlación de fuerzas se encuentra también en la expresión popular. En estas sociedades, que han pasado del colonialismo al autoritarismo, la democracia no es una simple palabra esgrimida como un fetiche, utilizado a diestro y siniestro, dejando en evidencia a esos discursos occidentales paternalistas que argumentan que ciertos países no están «preparados» para la democracia. Tanto en la avenida Burguiba en Túnez como en la plaza Tahrir en El Cairo, no he oído jamás desde mis estudios universitarios tantas profundas discusiones sobre el papel de las asambleas constituyentes, las ventajas comparadas de un régimen parlamentario o presidencial, el modo de expresión de los partidos políticos, o la interpretación de tal o cual artículo constitucional.
Los manifestantes han integrado igualmente, desde el comienzo de su combate, que no bastaba con cortar el mascarón de proa del régimen para salirse con la suya. Cuando Mohammed Ghannuchi, el primer ministro tunecino pensaba poder perpetuar un «ben-alismo light» y mantener en pie el partido único, una vez huido el dictador con su camarilla, los manifestantes le hicieron saber claramente que no eran estúpidos. En Egipto, donde el combate no está aún ganado, la calle está claramente decidida a no contentarse con la retirada anunciada de Hosni Mubarak. Incluso si numerosos grupos de oposición parecen contentarse con el escenario de transición emprendido por el nuevo hombre fuerte, el vicepresidente Omar Suleimán, la mayor parte de los movimientos que cuentan (6 de abril, Kefaya, Hermanos Musulmanes) no están dispuestos a ceder sobre lo que consideran sus objetivos primordiales: una nueva constitución, la disolución del parlamento, nuevas elecciones y leyes.
Contrariamente a Occidente, donde el individualismo y la mediatización que priman exigen líderes, los rebeldes tunecinos y egipcios han llevado a cabo su combate sin jefe carismático, sin siquiera una organización reconocida y coordinadora para guiar a las tropas. Y esto no ha sido echado en falta por nadie. La plaza Tahrir representa un modelo casi utópico de autogestión revolucionaria. Sería arriesgado querer comprender cómo han llegado la comida o los medicamentos, como se han organizado los controles de seguridad, quien coordina las tomas de palabra en el podio, ni siquiera quien decide sobre las consignas (llamamiento a un millón de manifestantes, jornada de homenaje a los mártires…), pero no queda más remedio que constatar que esta entidad revolucionaria orgánica logra gestionar todo eso. Poblaciones que han pasado decenios bajo el mando de un «duce» arabizante no están apresuradas por alinearse detrás de un nuevo líder, aunque estuviera dotado de las mejores intenciones.
Un impacto diferente. En el curso de los nueve días que he pasado en Túnez a partir del 14 de enero, no me he topado ni una vez con un tunecino nostálgico del régimen de Ben Alí o que defendiera algunos de sus aspectos. Al contrario, en Egipto, me he encontrado con un montón de gente que defendía al rais, sus políticas, y el sentimiento de seguridad que procuraba a millones de ciudadanos. Muchos buenos conocedores de la sociedad egipcia avanzan factores psicosociales para explicar esta diferencia (los egipcios serían más apáticos, más sumisos, menos educados, más necesitados…). Por mi parte, creo más en el impacto psicológico de la partida del presidente. Al huir -cualesquiera que fueran sus razones o sus esperanzas de retorno-, Ben Alí seccionó los lazos con los que aprisionaba a su pueblo. Su partida, un acontecimiento difícilmente pensable algunos días antes, hizo que la revolución basculara y animó a los manifestantes a continuar exigiendo lo que anteriormente pertenecía al terreno de lo imposible.
En Egipto, aferrándose al poder, con el apoyo apenas disfrazado de sus aliados extranjeros, con los Estados Unidos a la cabeza, Mubarak y su mayordomo-sucesor Suleimán han tranquilizado a sus fieles y sobre todo a todos los timoratos que quieren una revolución acabada, pero no una rebelión en curso. Los ocupantes de la plaza Tahrir y sus conexiones políticas y sindicales, tanto en El Cairo como en las provincias, deben no sólo luchar contra un poder que no quiere dejar su plaza (como en Túnez) sino también contra sus conciudadanos que dudan de cambiar de chaqueta. Es por esta razón por la que, si Túnez ha logrado verdaderamente su revolución (pero sin haberla terminado con éxito, lo que tomará seguramente años), la de los egipcios está aún inacabada. Es evidente que, incluso si el tándem Mubarak-Suleimán persiste en aferrarse, e incluso si las naciones occidentales se obstinan en posicionarse en sentido contrario a la historia, no habrá jamás vuelta atrás; lo conquistado en estos quince días de tempestad demasiado poderoso para ser olvidado, pero la victoria sobre el régimen no está aún definitivamente conseguida.
Traducción: Alberto Nadal para VIENTO SUR
Fuente: http://www.mediapart.fr/journal/international/090211/une-revolution-et-demie