Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Compromiso, conflicto o colapso: Pregúntenle a cualquier afgano qué espera de 2014 y probablemente le responderá con una de esas tres opciones. Desde luego, 2014 es el año en el que Afganistán va a tener que hacer frente a un doble desafío: las próximas elecciones presidenciales y la salida de mayor parte de las tropas estadounidenses y de otros países. Muchos afganos se temen un cambio a peor, mientras que otros no se sienten menos aterrados ante la posibilidad de que todo continúe lo mismo. Algunos piensan incluso que las cosas pueden mejorar cuando las fuerzas ocupantes se vayan. La mayoría prevé un ambiente más conservador pero todos se apresuran a decir que nadie sabe qué puede ocurrir.
Solo hay una cosa cierta para 2014: que va a ser el año de la derrota militar estadounidense. Durante más de una década, las tropas estadounidenses han combatido muchos tipos de guerra en Afganistán, desde la invasión de bajo impacto a los múltiples incrementos, al coqueteo con una contrainsurgencia estilo-Vietnam, hasta una guerra acelerada a muerte. Y sin embargo, a pesar de todos los experimentos con todas esas variedades de hacer la guerra, el ejército estadounidense y su coalición de socios han acabado siempre en el mismo sitio: en un punto muerto, y en una batalla contra la guerrilla, eso significa derrota. Durante años, un conjunto variopinto de insurgentes de tamaño modesto, con poca popularidad entre la población por lo general, ha combatido al ejército más fuertemente armado y más avanzado a nivel tecnológico del planeta hasta paralizarlo, sacudiendo el país y dejando a sus ciudadanos imaginando ansiosamente las consecuencias de los más desagradables escenarios.
La primera, compromiso, sugiere la posibilidad de alcanzar algún tipo de acuerdo, lo cual resulta casi inconcebible, para compartir el poder con las múltiples milicias que componen la insurgencia. Aunque Washington presiona para que se celebren negociaciones con su designado enemigo, «los talibanes», los representantes del Alto Consejo por la Paz del Presidente Hamid Karzai, que incluye a doce miembros del antiguo gobierno talibán y a muchos de sus simpatizantes, están llevando a cabo una serie de contactos para hablar de desarme y reconciliación con todos los grupos de insurgentes armados que el servicio de inteligencia afgano ha identificado por todo el país. Son unos 1.500.
Un miembro del Consejo me dijo: «Nos llevará largo tiempo poder llegar hasta el Mullah Omar (el líder titular de los talibanes). Algunas de esas milicias no pueden siquiera recordar por lo que han estado luchando».
El segundo escenario, conflicto abierto, significaría otra pavorosa ronda de guerra civil como la de los años noventa, cuando la Unión Soviética se retiró derrotada y la guerra que destruyó la capital afgana, Kabul, devastó también zonas del país y dio lugar a la llegada de los talibanes.
El tercer escenario, colapso, suena tan apocalíptico que los afganos raramente se lo plantean, pero está implicado en el éxodo que se ha puesto en marcha ya de cuantos ciudadanos pueden permitirse abandonar el país. Las salidas no están siendo espectaculares. No hay helicópteros sobrevolando el tejado de la Embajada de EEUU con afganos desesperados pugnando por subir a bordo; sólo una cifra record de solicitudes de asilo en 2011, un año en el que, según las cifras oficiales, casi 36.000 afganos estaban buscando abiertamente un lugar seguro donde llegar, preferiblemente en Europa. Es probable que esa cifra sea al menos parecida, cuando no superada, cuando la ONU publique los datos completos de 2012.
En enero me desplacé a Kabul para averiguar lo que pensaban antiguos amigos míos y las actuales autoridades sobre los críticos meses que tienen por delante. Al mismo tiempo, el Presidente afgano Hamid Karzai volaba a Washington para deliberar con el Presidente Obama. Ese diálogo parece que tuvo muy poco que ver con el contenido de las conversaciones que mantuve con afganos normales y corrientes. En Kabul, donde extraños rumores corren por doquier, un funcionario volvió a asegurarme que el futuro se presentaba brillante para el país porque se esperaba que Karzai regresara de Washington con la promesa de sistemas de radares estadounidenses, al parecer para la Fuerza Aérea afgana, que todavía no está «operativa». (Finalmente, regresó con la promesa de que le enviarían helicópteros, aviones de carga, aviones de combate y aviones teledirigidos.) ¿Quién iba a imaginarse que el destino de la nación y el de sus sufridos habitantes iban a depender de eso? En mis conversaciones con los afganos de a pie, jamás se pronunció la palabra radar.
Otro término que parece no entrar nunca en las conversaciones de los afganos, por mucho que obsesione a los estadounidenses, es el de «al-Qaida». Por ejemplo, el Presidente Obama anunció en una conferencia de prensa conjunta con el Presidente Karzai: «Nuestro principal objetivo -la razón por la que ante todo fuimos a la guerra- está ya a nuestro alcance: asegurar que al-Qaida no pueda nunca utilizar de nuevo Afganistán para lanzar ataques contra EEUU». Un periodista afgano me preguntó: ¿Por qué se preocupa tanto por al-Qaida en Afganistán? ¿Es que no sabe que ahora están por todas partes?
En la misma conferencia de prensa en Washington, Obama anunció: «La nación que tenemos que reconstruir es la nuestra propia». Los afganos hace ya mucho tiempo que dejaron de esperar que EEUU cumpliera su promesa de reconstruir la suya. Sin embargo, lo que resulta ahora sorprendente es el gran abismo entre los pronunciamientos de las autoridades estadounidenses y las esperanzas de los afganos de a pie. Es una brecha tan inmensa que muy difícilmente podría siquiera dedicarse un solo segundo a imaginar -como los afganos hicieron en algún momento de un pasado ya lejano- que estamos luchando por ellos.
Tomemos sólo un ejemplo: el punto de vista oficial estadounidense sobre los acontecimientos en Afganistán es sorprendentemente o blanco o negro. El Presidente, por ejemplo, habla de la forma en que las fuerzas estadounidenses «sacaron heroicamente a los talibanes de sus bastiones». Como el resto de altos funcionarios de EEUU, con los años olvida a quiénes colocamos en el gobierno afgano, nuestro «baluarte» en los años que siguieron a la invasión de 2001: a los antiguos talibanes y fundamentalistas tipo talibán, a los más brutales guerreros civiles y a violadores en serie de los derechos humanos.
Sin embargo, los afganos no han olvidado a quién puso EEUU en el poder para que los gobernara: exactamente a los hombres que más temían y odiaban precisamente en el lugar donde pocos afganos querían que estuvieran. En las primeras etapas, entre 2002 y 2004, el 90% de los afganos que fueron objeto de una investigación de alcance nacional, le manifestaron a la Comisión Independiente Afgana por los Derechos Humanos que no se deberían haber permitido jamás que esos hombres ocuparan puestos públicos; el 76% quería que se les juzgara como criminales de guerra.
En mis recientes conversaciones, muchos afganos citaban aún a la primera loya yirga , una asamblea que se reunió en 2003 para ratificar la recién redactada Constitución, o la primera elección presidencial en 2004, o las elecciones parlamentarias del 2005, todas celebradas bajo los auspicios internacionales, en momentos en que las aspiraciones de los afganos y la «comunidad internacional» se iban ya distanciando. En aquel primer parlamento, al igual que en los primeros encuentros, la mayoría de los hombres estaban afiliados a las milicias armadas; todos los demás miembros eran antiguos yihadistas y casi la mitad pertenecían a partidos islamistas fundamentalistas, entre ellos los talibanes.
De esta forma, a los afganos se les puso a vivir bajo un gobierno de señores de la guerra y fundamentalistas con las manos manchadas de sangre que resultó que habían sido los chicos de Washington. Muchos habían combatido a los soviéticos en otra época utilizando dinero y armas estadounidenses, y unos cuantos, como el ex señor de la guerra, señor de la droga, ministro de defensa y actual vicepresidente Muhammad Qasim Fahim, estaban a partir un piñón con la CIA.
En EEUU, esos detalles de nuestra Guerra Afgana, ahora en su doceavo año, hace tiempo que se han olvidado, pero para los afganos que viven bajo el dominio de los mismos sospechosos de siempre, los recuerdos permanecen dolorosamente vivos. Peor aún, los afganos saben que son esos mismos hombres, rearmados y preparados, quienes van a competir de nuevo por el poder en 2014.
Cómo votar anticipadamente en Afganistán
El Presidente Karzai no puede, debido a los límites de mandato, presentarse a la reelección en 2014, pero muchos de los habitantes de Kabul creen que ha llegado a un acuerdo privado con los mismos de siempre en una reunión que se celebró a finales del año pasado. A primeros de enero, pareció estar sellando el acuerdo cuando anunció que, en aras a la sobriedad en el gasto, volverían a utilizarse en 2014 las papeletas emitidas en las últimas elecciones. En las elecciones de 2004 se emitieron demasiadas papeletas, sospechosamente muchas más que la cifra de personas con derecho a voto. Durante la campaña de 2009, cualquiera podía comprar puñados de ellas a precios de ganga. Por tanto, esa decisión pareció liquidar cualquier última débil esperanza de que se celebraran unas elecciones en las cuales los afganos pudieran realmente tener algo que decir acerca del liderazgo en su país.
En las últimas elecciones presidenciales, aquellas en las que se grabó a los hombres de Karzai dando pucherazo, votaron menos del 35% de los potenciales votantes. (A continuación, el Presidente Obama telefoneó a Karzai para felicitarle por su «victoria».) Es probable que para el próximo ejercicio «lo suficientemente bueno para los afganos» en democracia sólo aparezcan entregados o pagados secuaces. De nuevo, unas «elecciones» pueden ser solo la elaborada puesta en escena para anunciar a un pueblo desilusionado los nombres de quienes se pondrán al frente del show en los próximos años en Kabul. Los vecinos de Kabul podrían tener que vivir con eso, al igual que han vivido con Karzai todos estos años, pero se temen que el ansia de poder de los políticos afganos podría llevarles a «comprometerse» también con líderes de la insurgencia como aquel antiguo favorito de los estadounidenses en la guerra contra los soviéticos, Gulbuddin Hekmatyar, quien dijo recientemente por televisión a la audiencia que se dispone a reclamar su legítimo lugar en el gobierno. Esos compromisos podrían golpear al pueblo afgano con un inestable acuerdo para compartir el poder entre los hombres más ultraconservadores, egoístas, sociópatas y corruptos del país. Si ese acuerdo, a su vez, se desmoronara dentro de uno o dos años, como ocurre con la mayoría de los acuerdos para compartir el poder en todo el mundo, esos grandes hombres podrían sumir al país en una guerra civil parecida a la de los años noventa, importándoles bien poco cuantos civiles puedan machacar a su paso.
Estos escenarios en el peor de los casos son la pesadilla diaria de los habitantes de Kabul. Después de todo, durante décadas de guerra, los espabilados ciudadanos de la capital han aprendido a temerse lo peor de los hombres que aparecen actualmente descritos en un popular graffiti local del siguiente modo: «Muyahaidines = Criminales; Talibanes = Burros».
Los kabulíes de a pie manifiestan temores razonables por el futuro del país, pero los impacientes empresarios del libre mercado están ya desfilando o haciendo planes para irse pronto. Han estado bullendo por Kabul (a menudo gracias a los fondos de la ayuda exterior, hasta alcanzar el equivalente al 90% de la actividad económica del país), pero no están dispuestos a quedarse a esperar el resultado de las elecciones de 2014. Carpe diem se ha convertido en su versión del asesoramiento financiero. En consecuencia, están rapiñando cuanto pueden mientras preparan las maletas.
Según se ha sabido, millones de dólares toman cada día los vuelos que salen del Aeropuerto Internacional de Kabul: oficialmente alrededor de 4.600 millones de dólares en 2011, algo así como el tamaño del presupuesto anual afgano. Hordas de empresarios y banqueros (del estilo de los que, en 2004, idearon el esquema Ponzi denominado Banco de Kabul, del que desaparecieron mil millones de dólares) se dirigen a lugares confortables, como Dubai, donde ya han establecido su residencia en bienes inmuebles de lujo.
Mientras ellos se llevan sus inversiones a otras tierras y los esfuerzos estadounidenses se desinflan, la economía afgana se contrae de forma cada vez más sombría, las oportunidades se reducen y los puestos de trabajo se esfuman. Los precios de la vivienda en Kabul están cayendo por vez primera desde el comienzo de la ocupación porque los afganos ricos y los aprovechados contratistas privados estadounidenses, que se tragaron el dinero que Washington y la «comunidad internacional» derramaron en el país, se están marchando.
Al mismo tiempo, parece haberse estancado el boom de la construcción motivado por el blanqueo de dinero en Kabul, dejando a medio construir altos bloques de oficinas que semejan esqueletos en medio de los festoneados palacios pakistaníes, centros comerciales erigidos en vertical y enormes medersas levantadas en los últimos cuatro o cinco años por políticos y empresarios advenedizos con buenas conexiones con los clérigos conservadores.
La mayoría de los magnates afganos que buscan asilo por doquier no temen por sus vidas, solo por sus billeteras: no son refugiados políticos sino ratas del libre mercado abandonando el barco del Estado que se hunde. Incorporándose al éxodo (aunque sin aparecer en las estadísticas) están los innumerables emigrados ilegales que buscan trabajo o huyen para salvar sus vidas, pagando un dinero que no pueden permitirse a los traficantes de seres humanos mientras se encaminan hacia Europa por rutas largas y peligrosas.
Los amenazados afganos han tenido que huir tras cada cambio brusco de gobierno a lo largo del siglo pasado, convirtiéndose en la mayor población de refugiados del planeta procedentes de un solo país. De nuevo, aquellos que pueden, ponen pies en polvorosa (en función de sus billeteras) del país, votando así anticipadamente.
La tragedia histórica de Afganistán es que sus violentos cambios políticos -del rey a los comunistas, a los señores de la guerra, a los religiosos fundamentalistas, a los estadounidenses- han implicado la huida de la gente más capacitada para reconstruir el país ajustándose a directrices de paz y prosperidad. Y su salida solo contribuye al colapso económico y político que intentan evitar. Atrás quedan los afganos de a pie: los analfabetos y sin formación profesional, pero también un núcleo resistente de ciudadanos ambiciosos y educados, incluyendo activistas por los derechos de la mujer, que no están dispuestos a renunciar a su sueño de vivir de nuevo en un Afganistán libre y en paz.
El monstruo militar
Kabul resuena estos días con los estallidos de los suicidas-bomba, los artefactos explosivos improvisados y los tiroteos esporádicos. Por doquier hay hombres armados con uniformes anónimos que desafían identificarse. Cualquier hombre con dinero puede comprar un escuadrón de guardaespaldas, vestidos de camuflaje elegante, tonos envolventes y armados con fusiles de asalto. No obstante, los habitantes de Kabul, que intentan llevar vidas normales en la relativa seguridad de la capital, parecen mantener distancia de la guerra que prosigue en las provincias.
Al hacerles la crucial pregunta, ¿piensan que las fuerzas estadounidenses deberían quedarse o marcharse?, los kabulíes con los que hablé tendían a contestar de forma teórica, de forma muy diferente a la respuesta visceral que una obtiene en las zonas rurales, donde los pueblos son bombardeados y los civiles asesinados, o en los campamentos levantados para las personas internamente desplazadas que ahora pueblan la periferia de Kabul. (Cuando en 2010 se incrementó la presencia de marines estadounidenses en la provincia sureña de Helmand, controlada por los talibanes, bajo el supuesto de llevar protección a sus habitantes a través de métodos de contrainsurgencia, decenas de miles de personas se habían desplazado ya a esos campamentos de Kabul.) Los afganos de las zonas rurales no quieren ver hombres armados por sus alrededores. A ninguno de ellos. Los habitantes de Kabul sólo quieren sentirse seguros y si eso significa que algunas tropas estadounidenses permanezcan en la Base Aérea de Bagram, cerca de la capital, como las autoridades afganas y estadounidenses están ahora discutiendo, bien, no les importa demasiado.
En realidad, la mayoría de los habitantes de Kabul con los que hablé piensan que eso es lo que va a suceder. Después de todo, las autoridades estadounidenses llevan años hablando de bases permanentes en Afganistán (aunque evitando utilizar el término «permanentes» cuando le hablan a la prensa estadounidense), y últimamente en la televisión afgana están apareciendo con regularidad oficiales del ejército estadounidense diciendo: «EEUU nunca abandonará a Afganistán». Los afganos razonan así: Los estadounidenses no se habían pasado casi doce años combatiendo en este país si no fuera el lugar más estratégico del planeta y por ello absolutamente esencial para sus planes de «empujar» a Irán y después a China. Todo el mundo sabe que «empujar» a otros países es una especialidad estadounidense.
Además, los afganos pueden ver con sus propios ojos que los centros de mando de EEUU, que incluyen múltiples bases en Kabul y la base aérea de Bagram, a solo unos 45 kilómetros, están siendo ampliadas y reforzadas. Más allá de los altos muros del recinto de la embajada estadounidense, pueden ver también los nuevos y altos bloques de apartamentos que se preparan para la ampliación del personal, aunque Washington afirme ahora que en los próximos años van a reducir personal.
Entonces, ¿por qué iba a anunciar el Presidente Obama la reducción de tropas hasta quizá unos cuantos miles de fuerzas de operaciones especiales y asesores, si Washington tuviera intención de marcharse? Los afganos también tienen una teoría sobre el asunto. Es una treta, afirman muchos, para animar a otras fuerzas extranjeras a marcharse para que los estadounidenses puedan quedarse con todo. Afganistán, piensan, es tan importante para sus planes que EEUU, que ha combatido la guerra más larga allí de su historia, no va a quedar satisfecho con menos.
Yo estaba allí para escuchar, pero en ocasiones les dije a los afganos que las guerras y ocupaciones estadounidenses tras el 11-S estaban amenazando con romper nuestro país. «No podemos ya permitirnos esta guerra», les dije.
Los afganos se reían al escucharme decir eso. Han visto la forma en que los estadounidenses tiraban dinero alrededor. Han visto la forma en que el dinero estadounidense ha corrompido al gobierno afgano, y muchos me recordaron que los políticos estadounidenses, al igual que los afganos, se compran y se venden, y sus elecciones se ganaron con dinero. Saben que los estadounidenses son tan ricos como Creso y muy amables aunque, por lo general, no muy educados, ni honestos ni inteligentes.
Operación Presencia Duradera
Más de once años después, la tragedia de la guerra de EEUU en Afganistán es bastante simple: ha demostrado ser notablemente irrelevante para las vidas del pueblo afgano y también para las tropas estadounidenses. Hace mucho tiempo que Washington está luchando una guerra en defensa de una forma de gobierno y de un grupo de funcionarios largamente desacreditados a quienes los afganos nunca habrían elegido por ellos mismos y a los que no tienen capacidad para cambiar en estos momentos.
En los primeros años de la guerra (2001-2005), la administración de George W. Bush estaba demasiado distraída planificando y lanzando otra guerra en Iraq para poder mantener algo más que una mínima presencia militar en Afganistán, sobre todo fuera de la capital. Muchos periodistas (incluyéndome a mí) criticamos a Bush por no acabar la guerra que allí empezó cuando tuvo oportunidad, pero hoy en días los habitantes de Kabul miran atrás con nostalgia ese período, sin soldados, de paz y esperanza. En algunos sectores, los años de Bush adquirieron incluso una especie de brillo de Edad de Oro perdida, comparados con la profunda militarización de la política estadounidense que les siguió.
Tanto poder adquirió el ejército estadounidense en Kabul y Washington que, con el transcurrir de los años, pudo tragarse al Departamento de Estado y devorar la incompetente burocracia de la Agencia de EEUU para el Desarrollo Internacional, estableciendo Equipos de Reconstrucción Provincial (PRTs, por sus siglas en inglés) en las zonas rurales con objeto de llevar a cabo maníacos proyectos de «desarrollo», arrojando fardos de dinero en efectivo a todos los «dirigentes» equivocados.
Desde luego, la militarización mató a una enorme cantidad de gente, tanto «enemigos» como civiles. Al igual que en Vietnam, se ganaron batallas pero se perdió la guerra. Cuando les pregunté a los afganos de Mazar-e-Sharif, en el norte, cómo explicaban la relativa paz y estabilidad de su zona, la respuesta parecía evidente: «Los estadounidenses no vinieron aquí».
Otras consecuencias, todas perjudiciales, fluyeron de la militarización de la política exterior. En Afganistán y en EEUU, enredados tan íntimamente todos estos años, la brecha en los ingresos entre los ricos y todos los demás ha crecido exponencialmente, en gran medida debido a que en ambos países los ricos han hecho dinero sacando beneficios de la guerra mientras los ciudadanos normales y corrientes se hundían en la pobreza a causa de la falta de puestos de trabajo y servicios básicos.
Al depender en todo de las decisiones del ejército, EEUU descuidó aspectos cruciales de la vida civil en Afganistán que podían haber hecho algo soportables las cosas: la educación y la atención sanitaria. Sí, he oído las repetidas afirmaciones de que, gracias a nosotros, millones de niños están ahora asistiendo al colegio. ¿De verdad? Según UNICEF, en los años de 2005 a 2010, en todo Afganistán, sólo el 18% de los chicos y el 6% de las chicas asistían a la escuela secundaria. ¿Qué clase de valoración es esa? Después de once años de trabajo mal financiado en un país del tamaño de Texas, resulta también que la mortalidad infantil sigue siendo la más alta del mundo.
Para 2014, la defensa de Afganistán se le habrá transferido a la lamentable Fuerza Afgana de Seguridad Nacional, también conocida en el lenguaje militar como «Fuerza de Presencia Duradera». En ese año, para Washington, habrá terminado oficialmente la guerra estadounidense, haya acabado realmente o no, y serán los afganos los que tendrán que hacer lo duradero.
Ahí es donde ese escenario final -el colapso- atormenta la imaginación de los habitantes de Kabul. El colapso económico significa desempleo, pobreza, hambre y un inmenso desbordamiento de la cantidad de niños que mendigan por las calles. Se dice que hay ya más de un millón de niños de la calle en Kabul y cuatro millones por todo el país. Allí están, a pocas manzanas del Palacio Presidencial, en cifras sorprendentes, vendiendo periódicos, tarjetas para el teléfono, papel higiénico o simplemente mendigando unos céntimos. ¿Son ellos el futuro del país?
¿Y si el Estado también se viene abajo? Los afganos de cierta edad recuerdan bien la última vez en que el país se quedó abandonado a su suerte, después de que los soviéticos se fueran en 1989 y EEUU pusiera fin a su encubierta ayuda. Los partidos de muyahaidines -islamistas todos ellos- estuvieron de acuerdo en gobernar el país por turnos, pero las cosas se fueron pronto al garete e hicieron turnos, sí, pero para lanzar cohetes sobre Kabul matando a decenas de miles de civiles, reduciendo a escombros barrios enteros, asaltándolo y violando cuanto encontraban a su paso… hasta que llegaron del sur los talibanes y pusieron fin a todo.
Los civiles afganos que recuerdan aquella etapa confían en que esta vez Karzai cumpla lo que promete y se retire, y que los mismos de siempre encuentren vías para mantener los tradicionales equilibrios de poder, aunque no sean democráticos, en algo que pueda pasar por paz. Sin embargo, los civiles afganos están apostando a que si se produce una colisión, la tercera parte de esas Fuerzas Afganas de Seguridad entrenadas a un coste fabuloso para protegerles lucharán por el gobierno (sea el que sea), una tercera parte luchará a favor de la oposición y la última tercera parte se limitará sencillamente a desertar y se irá a casa. Eso suena casi como un plan.
Ann Jones es autora de «Kabul in Winter: Life without Peace in Afghanistan» (Metropolitan 2006) y, más recientemente, de «War Is Not Over When It’s Over» (Metropolitan 2010). Ann quiere rendir tributo al valor y determinación de todos sus amigos afganos, especialmente de las mujeres, pero también de los hombres que luchan a su lado.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/175642/tomgram%3A_ann_jones%2C_the_afghan_end_game/#more