Traducido para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
El lunes 5 de julio, durante algunas horas, las instituciones de derechos humanos de todo el mundo vieron sobrecogidas de terror. Slodoban Milosevic debía emprender la presentación de su defensa en el Tribunal Penal Internacional para ex -Yugoslavia (TPIY) en La Haya pero, en vez de ello, la discusión se centró en la frágil salud del ex -presidente que había empeorado a consecuencia del rigor del proceso. Cuando el presidente del tribunal, Patrick Robinson, declaró que en adelante sería necesario un «examen radical» de los debates, muchas almas bienpensantes temieron que se cumpliera la peor de sus pesadillas -que el principal trofeo de la comunidad internacional en su cruzada por la moralidad pudiera recuperar la libertad, aunque fuera por razones médicas.
Pocos militantes de los derechos humanos habían considerado alguna vez esta salida, y menos aún un veredicto de inocencia. La presunción de inocencia nunca ha tenido demasiado peso en el mundo altamente politizado del derecho humanitario internacional. El lunes [5 de julio] un experto en crímenes de guerra, James Gow, declaró en Channel 4 que sería mejor que Milosevic muriera en el banquillo porque si el proceso continuaba con su curso normal, sólo podría ser condenado por cargos relativamente menores. Semejante sentencia sería tremendamente incómoda para personas que, como Gow, nos han certificado que Slodoban Milosevic era tan culpable como todos los diablos de los infiernos. Afortunadamente para ellos, en el TPIY no se considera la posibilidad del veredicto de inocencia. Como ha insistido con satisfacción el profesor Michael Scharf, un especialista universitario del TPIY, los estatutos del tribunal han sido concebidos de manera que «se minimice la posibilidad del no-ha-lugar por falta de pruebas«, y es un sentimiento del que la Reina de Corazones de Lewis Carroll se habría sentido muy orgullosa.
Y, de hecho, los jueces parecen dispuestos a imponer a Milosevic un consejo de defensa. Lejos de ayudar, la intención es lógicamente debilitar su defensa exigiéndole que sea representado por un abogado que conozca los hechos mucho peor que él. Además, esta intención sería contraria a las primeras estipulaciones de los jueces, opuestos a esta idea -y el nuevo juez que preside hoy el tribunal se había mostrado especialmente firme, cuando menos al principio, pretendiendo que eso sería contrario a los derechos del acusado. Al menos esta medida reconfortará a todas las personas relacionadas en la acusación. Cuando no ha tratado de conseguir que el tribunal prohíba fumar a Milosevic -¡una sentencia de muerte para cualquier serbio!- Geoffrey Nice, el principal acusador, ha intentado por todos los medios de lograr este giro, aunque sólo sea porque el saldo de los dos años necesitados para presentar la acusación ha sido completamente catastrófico.
Desde el inicio del proceso en febrero de 2002 la acusación ha hecho desfilar a más de cien testigos y ha generado unas seis cientas páginas de pruebas. Ni una sola persona ha podido demostrar que Milosevic haya ordenado los crímenes de guerra. Pasajes enteros del acta de acusación sobre Kosovo se han dejado sin la menor prueba que los apoye, incluso en los casos en los que la responsabilidad de Milosevic era más evidente. Y cuando el fiscal ha tratado de apoyar sus acusaciones, con frecuencia los resultados han demostrado ser una farsa. De entre lo más destacado podemos citar un «topo» serbio que supuestamente había trabajado en la administración del propio presidente y que, sin embargo, no podía decir en qué piso se encontraba el despacho de Milosevic; o incluso el «secretario de Arkan» que, como sabríamos a continuación, sólo había trabajado como eventual y por unos meses nada más en el mismo edificio en su bien conocida calidad de paramilitar; el testimonio del ex -primer ministro federal, Ante Markovic, dramáticamente echado por Milosevic, el cual exhibió el propio diario de Markovic que cubría el periodo en el que este último pretendía haberse reunido con Milosevic; el campesino albanés de Kosovo que declaró no haber oído hablar nunca de la UCK aun cuando en su propio pueblo exista un monumento dedicado a esta organización terrorista; y el ex -director de los servicios secretos yugoslavos, Radomir Markovic, quien no sólo aseguró que había sido torturado por el nuevo gobierno democrático de Belgrado para que testificara contra su ex -patrón, sino que igualmente reconoció que no se había dado ninguna orden para expulsar a los albaneses kosovares y que, al contrario, Milosevic había dado orden a la policía y al ejército de proteger a los civiles. Y estos testimonios, fíjense bien, ¡eran de la acusación!
También se han formulado serias dudas sobre centenares de las más célebres historias de atrocidades. ¿Se acuerdan de un camión frigorífico cuyo descubrimiento en el Danubio en 1999, repleto de cadáveres en su interior, se difundió jubilosamente en el momento en que Milosevic era transferido a La Haya en junio de 2001? Se pretendía haber sacado el camión del río y haberlo llevado a las afueras de Belgrado donde se había enterrado los cadáveres en una fosa común. Pero un contraexamen reveló que no había prueba alguna de que los cadáveres exhumados fueran los de camión, ni de que ninguno de los muertos proviniera de Kosovo. En vez de ello, es muy posible que la fosa común de Batajnica datara de la Segunda Guerra Mundial, mientras que el camión frigorífico podría haber contenido a kurdos pasados fraudulentamente a Europa occidental y que podrían haber sido víctimas de un macabro accidente de carretera. Poquito a poco empezamos a comprender hoy que las mentiras para justificar la guerra de Kosovo se han ido elaborando con la misma seriedad con la que más recientemente se han elaborado las mentiras para justificar la agresión a Iraq.
La debilidad de los cargos de la acusación ha sido puesta en evidencia por el hecho de que su triunfante conclusión , en febrero, fue difundir un documental en la televisión realizado hace varios años. Este hecho sugiere que su maratón de dos años no ha servido para hacer progresar el conocimiento de la verdad más allá de las toscas historias divulgadas por los periodistas televisivos de la época. Incluso los partidarios profesionales del TPIY admiten hoy que la única «prueba» de la culpabilidad de Milosevic ha sido la «impresión», comunicada por el general Sir Rupert Smith, de que Milosevic controlaba a los serbios de Bosnia, así como la declaración de Paddy Ashdown diciendo que él había «advertido» al ex-jefe de Estado yugoslavo de que se estaban cometiendo crímenes de guerra en Kosovo. La propia fiscal general, Carla Del Ponte, admitía en febrero que no tenía suficientes pruebas para condenar a Milosevic partiendo de la mayoría de las afirmaciones graves.
Los jueces supuestamente imparciales han sido cómplices en unos grados muy graves del desastre de estas diligencias. Yo mismo he oído al primer presidente del TPIY, el juez Antonio Cassere, vanagloriarse de haber animado al fiscal a dictar condenas en contra de los dirigentes serbios de Bosnia, una declaración que podría descalificarle de por vida para servir como juez. En el proceso Milosevic los jueces han admitido un brillante desfile de «testigos expertos» que de hecho no han sido testigos de nada. En Gran Bretaña el papel de los expertos ha sido puesto justamente en entredicho después de que se hayan puesto en duda, precisamente por haber hecho caso a este tipo de testimonio, las condenas de unos 250 padres juzgados culpables de haber matado a sus bebés. Pero en el TPIY usted puede ser «testigo» sin haber puesto siquiera los pies en Yugoslavia.
Otros muchos abusos judiciales han sido legitimados por el TPIY. Hasta tal punto el uso de pruebas «de oídas» ha escapado a todo control que con frecuencia se permite testificar a una persona que ha oído decir a alguien algo a propósito de otro. Para el TPIY es muy habitual proponer reducciones de pena (cinco años, en uno de los casos) a personas condenadas por crímenes atroces, por ejemplo, masacres, si aceptan testificar contra Milosevic. El recurrir a testigos anónimos hoy está particularmente extendido, lo mismo que la frecuencia de las sesiones «a puerta cerrada»: una ojeada a las minutas del TPIY revela cantidades impresionantes de páginas borradas porque en el tribunal se han discutido cuestiones muy sensibles -sensibles, esto es, delicadas para los intereses de seguridad de las grandes potencias que controlan el tribunal y, en primer lugar, Estados Unidos. El punto más bajo del TPIY se alcanzó el pasado mes de diciembre cuando el ex-comandante supremo de la OTAN, Wesley Clarck, testificó en el proceso a Milosevic. El Tribunal permitió al Pentágono censurar los debates y las minutas no fueron liberadas hasta que Washington no lo autorizó. Esto dice mucho de la transparencia e independencia del TPIY.
De forma bastante irónica, Slodoban Milosevic tiene un aliado objetivo: el primer ministro británico. Hoy existe una posibilidad real de que se pueda asegurar una condena de Milosevic por la sola interpretación, lo más amplia posible, de la doctrina de la responsabilidad del mando. Por ejemplo, afirmando que estaba al corriente de las atrocidades cometidas por los serbios de Bosnia y que no hizo nada para ponerles fin. Pero si Milosevic puede ser convicto de complicidad en los crímenes cometidos por personas de un país extranjero y sobre las cuales no tenía ningún control formal, ¿cuánto mayor no es la complicidad del gobierno británico en los crímenes cometidos por Estados Unidos, un país en compañía del cual Gran Bretaña formaba una coalición oficial? No se trata de una broma política barata sino de un grave enigma judicial: Reino Unido es unos de los firmantes del nuevo Tribunal Penal Internacional y, por ello, Tony Blair está sometido a la jurisdicción del nuevo cuerpo instalado en La Haya y cuya jurisprudencia será copiada de la del TPI Y. Por lo tanto, si Slodoban Milosevic es condenado a diez años de prisión en Scheveningen en razón de los excesos cometidos por sus policías, en este caso una lógica jurídica querría que, a su debido momento, su compañero de celda fuera Tony Blair.