«Los rusos nos están defendiendo. Sin los rusos, ahora estaríamos todos muertos», subraya con vehemencia una vecina de Tsjinvali. Todavía conmocionados a causa de los bombardeos de los últimos días, los habitantes de Osetia del Sur cuentan más que nunca con la protección de Rusia. «Los georgianos creen que los rusos nos están invadiendo, pero […]
«Los rusos nos están defendiendo. Sin los rusos, ahora estaríamos todos muertos», subraya con vehemencia una vecina de Tsjinvali. Todavía conmocionados a causa de los bombardeos de los últimos días, los habitantes de Osetia del Sur cuentan más que nunca con la protección de Rusia.
«Los georgianos creen que los rusos nos están invadiendo, pero eso es mentira», añade esta mujer, que vive en una humilde casa de madera en el corazón de la capital de este pequeño territorio separatista «liberado» ayer por el Ejército ruso después de haber sufrido el pasado viernes la incursión de las tropas georgianas.
En una Tsjinvali en parte destruida por los enfrentamientos y los bombardeos, los pocos habitantes que no han huido salen de sus refugios y comprueban los daños, se saludan, o parten en busca de provisiones.
Vitali atraviesa el salón de su casa y abre un enorme trampilla de madera que esconde la entrada de un húmedo sótano de alrededor de 15 metros cuadrados. «Aquí se escondieron 12 personas; tenían que turnarse para dormir» dice, en referencia a los tres días de combates que han asolado la ciudad de Tsjinvali, dejándola en su mayor parte devastada. El no estuvo en la ciudad durante los eternos bombardeos, sino «luchando contra los georgianos en las colinas», explica este cuadragenario en traje militar, que se niega a proporcionar más detalles.
Su vecino Slavik, sin embargo, no tuvo otro remedio que conocer el miedo, la promiscuidad, la falta de aire, de agua y de comida, encerrado en un refugio bajo el suelo de madera. «Era el infierno: no era Grozni, ¡era Stalingrado!», exclama, reclamando que el presidente georgiano Mijail Saakashvili responda ante el Tribunal Penal Internacional.
Tres casas más lejos, otro sótano un poco más grande ha albergado a 30 personas, según cuenta otro vecino. Aza, una mujer de 80 años, explica que sus cinco hijos se marcharon a luchar con el Ejército ruso.
Malena y Salina caminan, con sus cestas en la mano, sobre una acera tapizada de restos de vidrio y de metal. Todos sus vecinos se han marchado, pero ellas han tenido que quedarse porque no tienen familiares que las acojan en la vecina Osetia del Norte.
«Hemos pasado tanto miedo que todos necesitaremos tratamiento psicológico», declaran. Ahora que saben que el Ministerio ruso de Situaciones de Emergencia ha habilitado un campo de ayuda para la población, se dirigen hacia allí.
Más lejos, al sur, en las afueras de la ciudad, los destrozos son, en algunos lugares, de considerable importancia. Adik, un anciano desgarvado y en ropa interior, muestra el impacto de los misiles Grad en su inmueble, de nueve plantas. Los muros muestran enormes agujeros y huellas de incendio. Sus tres hijas huyeron antes de la catástrofe, pero él se quedó allí, solo. «Soy un hombre, prefiero morir aquí», afirma.
Cerca de allí se erige una escuela de Primaria. Dos cadáveres de soldados georgianos yacen en la hierba a los pies del edificio. «Llevan ahí unos cuantos días», explica Adik. «No siento que hayan muerto. Ellos intentaron asesinar niños; tienen lo que se merecen», dice un periodista ruso. Sus colegas asienten a la dureza de sus palabras.
La prisión de Tsjinvali está vacia. Los vigilantes decidieron abrir las puertas a los 91 detenidos el viernes por la mañana, tras la primera noche de bombardeos.
«Hemos dejado que se vaya todo el mundo». No tenemos agua ni comida. Un misil cayó en el patio, y otro derrumbó el techo del edificio donde se encontraban los detenidos», explica el director, Valentin Bimbolavich.
«Los presos ni siquiera se fueron rápidamente. No se podía salir a causa de los disparos. Nos amontonamos unos encima de otros en el pasillo, vigilantes y prisioneros mezclados, para protegernos», comenta.