Aparte de las preocupaciones humanitarias, la pandemia de covid‑19 ha generado abundante especulación sobre sus efectos críticos en la economía –mundial y local– y acerca del futuro post‑epidémico, imaginado de diversas maneras. Pero omitiendo dos hechos básicos. Uno, que la historia no la hacen los virus ni otros sobresaltos naturales, sino la gente. Otro, que la crisis de la economía en las grandes potencias capitalistas y en el sistema económico global ya andaba muy mal antes de la aparición de este coronavirus. Solo faltaba un detonador capaz de precipitar una convulsión mayor que la de 2008, y sus consecuencias sociopolíticas.
No pocos previeron que el disparo inicial saldría de la crisis ambiental y climática. En 2019 el deshielo polar y los incendios californianos, amazónicos y australianos fueron alertas tempranas, pero fenómenos aislados. La pandemia que estaba por darse fue un exabrupto de rápida propagación mundial, que surgió de la misma canasta ambiental y que, además, golpeó en uno de los campos más damnificados por la fiebre privatizadora de los excesos neoliberales, el sector sanitario. No es honesto imputar a la eficacia de un virus lo que venía del fracaso previo de esa política económica. El covid‑19 no causó esta crisis económica –que ya venía en camino– sino que la desnudó y aceleró. Ni el alivio de esta epidemia será quien luego defina las opciones de una “nueva normalidad”, sino la acción de las fuerzas sociales que compitan por controlarla.
Prever esas opciones demanda dos análisis, entre otros: el de la situación económica preexistente, en cuyo lomo ahora cabalga el desastre, y el del tipo y grado de globalización donde eso detonó. Ese tipo y grado ahora cambiarán, lo que también ocurrirá según cómo actúen las fuerzas implicadas. Hoy aquí comentaré solo el segundo de esos dos aspectos.
La marea de especulaciones ha abarca no pocas relativas a la globalización. Varias aseguran que con esto ella ya pereció y que luego de la pandemia otra cosa reinará. A su modo, dan al virus un papel como el que Bernstein atribuía a unas leyes “objetivas” de la historia que nos traerían el socialismo sin necesidad de enfrascarnos en las batallas culturales, organizativas y políticas de la liberación nacional ni de la lucha de clases. Bastaría persistir y esperar por vía parlamentaria. Lo que evidencia una frívola noción de lo que las globalizaciones han implicado.
Hace siglos, pero sobre todo con la expansión del capitalismo tras la revolución industrial del siglo XIX, vivimos en un mundo crecientemente interconectado, donde acciones y reacciones entrelazan una red de influencias recíprocas, de desiguales fortalezas y duraciones. Como parte de ese sistema mundial, Latinoamérica no escapa a los acontecimientos de los principales centros de poder, ni otras latitudes, puesto que inciden sobre las condiciones de nuestra evolución.
En la segunda mitad del siglo XX vimos impetuosos progresos de las técnicas de producción, los medios de transporte, el procesamiento de información y las telecomunicaciones, que impulsaron nuevas formas de gestión, modos y ámbitos del trabajo y vida diaria, así como un intenso auge del consumismo (y del crédito destinado a incentivarlo). Las interrelaciones de las empresas y entre países tomaron mayor rapidez, versatilidad y complementariedad. Esa profusa interconexión ya es parte ineludible de las condiciones en las que hoy toca desempeñarse, y un decisivo factor de poder para quienes la dominan.
Al proceso de formación de esa red mundial de interrelaciones es la mundialización o globalización, resultante de sucesivas revoluciones científico‑técnicas e industriales. Un concepto que suele ser amañado para encubrir al neoliberalismo, que no es otro fenómeno objetivo sino una ideología introducida para subordinar los procesos de globalización a determinados intereses, en perjuicio de otros.
En el pasado otras innovaciones también transformaron las condiciones de vida en grandes zonas del planeta. Como los adelantos de las técnicas náuticas que permitieron a los navegantes europeos darle la vuelta a África, así como arribar a Oriente y conquistar las Américas, conectando intereses, economías y culturas de varios continentes y sujetándolas a un sistema de dominación mundial. O más tarde, al introducir la máquina de vapor en la industria, la navegación y el ferrocarril, que en el siglo XIX transformaron las relaciones comerciales, la economía y la geopolítica mundiales, e hicieron de Gran Bretaña el mayor poder global.
Porque tales naves y rutas marinas estaban en manos de ciertos grupos y a su disposición, no al servicio de la humanidad. Esto es, no fue lo mismo participar del fenómeno como navegante portugués, colonizador español o comerciante holandés, que hacerlo como paria europeo, indígena avasallado o esclavo africano. Ni ahora como banquero neoyorquino, industrial alemán o gerente japonés, que como pequeño productor peruano, obrero brasileño, bracero mexicano o migrante colombiano.
Globalizadores y globalizados
Pero ya sea en el siglo XVI, en el XIX o en el XXI, cuando un fenómeno planetario de ese peso impone sus reglas, es ineludible adaptarse a las circunstancias. Y las formas de hacerlo también son desiguales, pues cada proceso de mundialización engloba a quienes tienen el sartén por el mango y a los que toca freírse. Cada caso obliga a preguntarse quiénes son los globalizadores y quiénes los globalizados, y qué hace falta para mantener o cambiar los términos de su relación.
En ningún caso la respuesta puede reducirse a negar que la mundialización es un hecho o suponer que por sí sola ya agoniza. Nos parezca o no, ella está ahí, al margen de lo que opinemos. Como Nelson Mandela afirmó, cuando alguien “no acepta la globalización, es como decir que no acepto el invierno y por lo tanto no me voy a vestir para el frío”, puesto que “lo que hoy ocurre en el norte de Europa tiene efectos en nuestra región ese mismo día”, ya sea que nos guste o no.[1]
Es cándido que ciertas izquierdas rechacen la globalización como si nuestras quejas pudieran detenerla. El quid de la cuestión es otro. Es discernir cómo enfrentar sus peores aspectos, y cómo aprovecharla a favor de las expectativas populares. Como añadió Mandela, es “claro que la globalización en este momento favorece a los ricos y poderosos. Tenemos que luchar contra eso. Tiene que favorecer a todos los seres humanos, sea en Europa o en África”.[2]
Fidel Castro reconoció la objetividad de la globalización, señaló cómo el neoliberalismo la distorsiona conforme al interés de las transnacionales, y subrayó la necesidad de rescatar el concepto para reenfocarlo según los fines de la libración nacional y la solidaridad entre los países del Tercer Mundo. Denunció que “la globalización fue encerrada en la camisa de fuerza del neoliberalismo, y como tal tiende a globalizar no el desarrollo, sino la pobreza; no el respeto a la soberanía nacional de nuestros Estados, sino su violación; no la solidaridad entre los pueblos sino el ‘sálvese quien pueda’ en medio de desigual competencia en el mercado”.
Fidel precisó que es necesario comprender que estos fenómenos suceden a escala mundial y lo que eso implica, pues “la gente lucha contra el subdesarrollo, las enfermedades, el analfabetismo, pero […] tales problemas […] no tienen solución sobre bases nacionales, porque hoy más que nunca la dominación se lleva a cabo sobre bases globales: la llamada globalización neoliberal, apoyada en el poder del imperio y sus aliados”.[3]
Como sabemos, a finales del siglo XX, con la Tercera y Cuarta revoluciones científico‑técnicas, se han logrado extraordinarios adelantos científico‑técnicos, enormes ampliaciones del comercio mundial y un gran potencial de colaboraciones culturales. Eso debe continuar y crecer. El problema no está allí, sino la insolidaria y excluyente subordinación neoliberal del proceso a los intereses plutocráticos. Lo nos que toca combatir no son las revoluciones científico‑técnicas ni sus innovaciones, sino el dominio neoliberal impuesto a la globalización.
Ese dominio, aparte de esquilmar el patrimonio de los pueblos, concentra en manos de una élite los beneficios más lucrativos de cada revolución científico‑técnica, con lo cual estorba o refrena el desarrollo de otras áreas del conocimiento y la producción, en perjuicio de su globalización. Hoy los privilegiados que controlan las relaciones de poder que hay tras esa política económica deben ser removidos, para liberar el desarrollo de las fuerzas productivas que da sentido a cada globalización, y para que sus frutos también beneficien al resto de la humanidad.
Al adelantarse en reconocer que la mundialización es un hecho, los globalizadores tomaron ventaja, anticipándose en prever cómo explotar ese fenómeno y en justificar su apropiación por las transnacionales. De esto se ocupa el neoliberalismo; mientras por un lado establece cómo operar la globalización, y alinear para ello los regímenes locales y organismos financieros internacionales, por el otro surte recursos ideológicos para alegarle a los globalizados de que esta alternativa es la única “científica”, y que su única opción es plegarse a su aplanadora.
En gran parte de Suramérica, la implementación de las políticas neoliberales fue impuesta por regímenes de terrorismo de Estado y eliminación física de las izquierdas. Luego, con la reinstalación pactada de democracias restringidas, el reinado del miedo se recicló como temor a la hiperinflación, al desempleo y la inseguridad social. El ambiente de escepticismo político dejado por el colapso soviético facilitó instalar al neoliberalismo como ideología dominante, para legitimar a los globalizadores y domesticar a los globalizados.
Aunque la experiencia latinoamericana pronto evidenció los errores conceptuales y las atroces consecuencias sociales de la ideología neoliberal, del lado de los globalizados no bastan las protestas. Falta sistematizar una contrapropuesta convincentemente sustanciada en la teoría y eficaz en la práctica. No basta derrotar intelectualmente a los neoliberales; es indispensable oponerles un proyecto que asuma las nuevas condiciones globales según el interés de nuestras naciones y pueblos, y llevarlo a la contienda de modo eficaz.
El camino latinoamericano no puede quedarse en denunciar al neoliberalismo y las inhumanas consecuencias de su aplicación. Ni menos en rechazar las medidas que Estados Unidos y los países ricos ahora reciclen para salvar a los banqueros a expensas de los ahorristas y los contribuyentes, como en 2008.
Todo eso reclama entender la globalización como un conglomerado de fuerzas contradictorias, frente al cual los latinoamericanos debemos erigir nuestras propias opciones, alineando los conocimientos, estrategias y acciones necesarias para conquistar la salida de esta crisis que mejor convenga a las expectativas de los globalizados. Esto es, para globalizar la colaboración y la equidad entre las gentes, y rescatar las riquezas y progresos mundiales en bien de las naciones y pueblos hasta ahora esquilmados.
Notas:
[1] Discurso ante el Foro Internacional de la Mujer, el 30 de enero de 2003.
[2] Idem.
[3] Discurso en la Sesión Inaugural de la Cumbre Sur, el 12 de abril de 2000.