Aunque el Pentágono se encuentra junto al río Potomac y cerca de las frondosas arboledas del National Mall de Washington, desde sus ventanas de Arlington los generales estadounidenses sólo parecen atisbar la guerra, tal vez influidos por el contiguo cementerio nacional, lleno de miles de tumbas de muchas contiendas, desde Corea a Vietnam, de Afganistán a Iraq. En ese condado virginiano, con el indispensable apoyo del gobierno Trump, los militares preparan desde hace tiempo la voladura de los acuerdos de desarme atómico que se pudieron hilvanar tras años de negociación y esfuerzo, aplicados ahora en aventar por el mundo el estigma chino y la sospecha moscovita, mientras perfilan la nueva generación del arsenal nuclear que quieren libre de las enojosas trabas de los tratados internacionales.
El más ambicioso acuerdo de desarme nuclear firmado por Washington y Moscú, el Tratado START III, expira en febrero de 2021. Putin había manifestado que Rusia estaba dispuesta a prorrogar el acuerdo, sin condiciones previas, por otros cinco años, antes de que finalizase 2019, pero la propuesta no fue aceptada por Estados Unidos. La misma suerte corrió el Tratado INF para misiles de corto y medio alcance: el 2 de agosto de 2019, el mismo día de la retirada unilateral de Estados Unidos, el portavoz del Departamento de Defensa norteamericano, Jonathan Hoffman, declaraba que su país desarrollaría de inmediato el rango de misiles que estaba cubierto hasta entonces por el INF. Tras la retirada norteamericana alegando supuestos incumplimientos rusos, Putin fue contundente: declaró que Washington “viola los tratados y después busca excusas y determina culpables, y moviliza a sus países satélites que, aunque sea discretamente, gruñen al unísono con los estadounidenses.” El presidente ruso constataba una evidencia, pero en ese momento Estados Unidos vendía ya al mundo una versión tendenciosa según la cual Washington y Moscú abandonaban el tratado, como si los dos países fueran partidarios de su liquidación. Así, pese a que Moscú insistía en salvaguardar el acuerdo, 2019 terminó con el abandono unilateral de Estados Unidos del Tratado INF. Todavía hizo Rusia un nuevo gesto: estableció una moratoria al emplazamiento de nuevos misiles de ese tipo, aunque advirtió que se vería obligada a responder si Estados Unidos desplegaba misiles de corto y medio alcance en Europa, libre hasta entonces de ese armamento.
La preocupación rusa reside en el hecho de que los misiles que prohibía el INF son difíciles de interceptar y pueden golpear su blanco en menos de diez minutos. Putin mencionó el hecho de que si Estados Unidos despliega de nuevo misiles de ese rango podrían alcanzar Moscú en diez o doce minutos: “Eso supone una amenaza muy seria para nosotros”, concluyó el presidente ruso. Eliminado el INF, y en trance de serlo también el START III, a Rusia le preocupa la hipótesis de que Estados Unidos abandone además el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (en inglés, Comprehensive Nuclear-Test-Ban Treaty, CTBT, suscrito por 183 países) que Washington firmó, pero que a diferencia de Moscú no ha ratificado. De hecho, a semejanza de su astucia tramposa con el INF, Estados Unidos acusa también a Rusia de incumplir el tratado CTBT para respaldar su posible salida y reanudar así las pruebas nucleares. Para justificarse, Estados Unidos ha ido incluso más lejos, especulando con un supuesto cambio en la doctrina nuclear rusa que permitiría a Moscú utilizar armamento nuclear en una guerra convencional. Esa hipótesis, que no se sustenta en ningún documento ruso, fue puesta en circulación por el Pentágono durante la presidencia de Obama y sigue siendo utilizada para exculpar las decisiones del gobierno de Trump. Moscú ha negado siempre esa conjetura y mantiene que su doctrina militar establece la utilización de armamento nuclear sólo en caso de sufrir un ataque de ese tipo. En su empeño por liquidar los tratados, Washington especula también con las ideas del jefe del Estado Mayor ruso, general Valeri Guerásimov, quien, según los mandos del Pentágono, plantearía supuestos escenarios de “guerra híbrida”, aunque el concepto no había sido utilizado siquiera por el general ruso. De esa forma, la invención en Arlington de la “doctrina Guerásimov”, se une al arsenal de especulaciones sobre intromisiones rusas en elecciones y sobre acciones de guerra cibernética, que se han revelado como un útil recurso para impulsar el rearme militar norteamericano, aumentar el presupuesto del Pentágono y proseguir la expansión de la OTAN hacia el Este. Periódicamente, el Pentágono filtra a medios de comunicación informaciones sobre las presuntas amenazas china y rusa, recurriendo para ello a la crisis ucraniana en un caso (dando por hecho que Moscú inició una guerra en Ucrania) y, en otro, a los disturbios de Hong Kong y a la presencia china en los archipiélagos Spratly y Paracelso, y en ambos casos a sus supuestos ataques informáticos y actividad en la red mundial. Estados Unidos, que acusa a Pekín de comportarse de manera agresiva en el Mar de China meridional, mantiene la presión sobre las costas chinas, aunque cuatro de sus portaaviones se han visto afectados por la Covid-19, y su dispositivo militar en el Índico y el Pacífico se resiente. Tras el imprevisto estallido de la pandemia, Washington también utiliza información sesgada y, directamente, mentiras en sus constantes alertas sobre la amenaza china y rusa. A finales de abril, New York Times revelaba que el gobierno de Trump estaba presionando a las propias agencias de inteligencia norteamericanas para que vinculasen la pandemia con los laboratorios chinos de Wuhan.
Ante el deterioro de la relación entre las tres grandes potencias, Putin propuso en Jerusalén, a finales de enero de 2020, una reunión de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad para abordar la peligrosa situación creada tras el abandono norteamericano del Tratado INF, propuesta que recibió el apoyo de Macron y Xi Jinping. En febrero, el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Lavrov, anunciaba en Helsinki que Trump secundaba la iniciativa, y dos semanas después el presidente norteamericano declaró que se reuniría en Nueva York con los dirigentes de esos países, sin mayor concreción, aunque con ocasión del cincuentenario del Tratado de No Proliferación Nuclear, TNP, anunció el 5 de marzo que propondría a China y Rusia abrir negociaciones para evitar una nueva carrera de armamentos, comprometiéndose a seguir defendiendo del TNP. Sin embargo, tras haber abandonado ese tratado sus palabras no tenían ninguna credibilidad: Estados Unidos parece proponer nuevos tratados de desarme… al tiempo que abandona unilateralmente los existentes. Así, el prometedor logro que supuso la firma del INF en 1987, que comprometía a las dos mayores superpotencias nucleares, por primera vez en la historia, a destruir un rango completo de misiles nucleares, los de corto y medio alcance, y a realizar inspecciones mutuas que aumentasen la confianza, quedaba anulado con la retirada norteamericana, acompañada además de reiteradas declaraciones de Trump advirtiendo que no tiene intención de acceder a la prórroga del START III. Por su parte, Alemania pidió a Washington y Moscú extender la validez del START III, que obliga a Rusia y Estados Unidos a tener un máximo de 700 portadores, 800 lanzadoras y 1.550 ojivas nucleares, y que establece los mecanismos para la comprobación de las partes.
La posibilidad de un encuentro de las cinco potencias permanentes del Consejo de Seguridad no detuvo la campaña norteamericana de inculpaciones a Moscú y Pekín. En febrero de 2020, el Departamento de Estado acusaba a Rusia de estar tras la masiva información errónea sobre la pandemia difundida en internet con “cuentas vinculadas a Rusia en las redes sociales”, sin ofrecer mayores pruebas. En marzo, Lea Gabrielle (una inquietante mujer formada en la CIA, militar y espía de la US Navy, miembro de los letales comandos de operaciones especiales, piloto de combate que bombardeó poblaciones civiles en Afganistán e Iraq, y periodista en la Fox) ahora responsable del Global Engagement Center del Departamento de Estado, un organismo dedicado a “combatir la propaganda de China y Rusia y otros actores”, declaraba, sin considerar tampoco necesario aportar ninguna prueba, que «Rusia se está aprovechando del caos y la incertidumbre que genera la pandemia, y el Kremlin continúa sus imprudentes intentos de propagar la desinformación, poniendo en peligro la salud mundial al socavar los esfuerzos de otros gobiernos». Era una grave acusación a Moscú en medio de la mortandad de la Covid-19. Con respecto a China, Gabrielle afirmó que difunde desinformación y que se propone utilizar la pandemia para resaltar “la supremacía del Partido Comunista Chino en el manejo de la crisis sanitaria». Por su parte, el secretario de Estado, Pompeo, acusó a China de crear el coronavirus y de facilitar información falsa, pese a que el gobierno chino compartió sus datos con la Organización Mundial de la Salud desde el inicio de la crisis y ya el 3 de enero remitía informes sobre la evolución de la pandemia a Estados Unidos. Pese a su grave acusación, Pompeo se ha abstenido de mostrar pruebas y ni siquiera pudo precisar cuáles eran las “informaciones falsas” de Pekín. A finales de abril, la prensa estadounidense se hizo eco de una comunicación reservada del Partido Republicano de Trump y Pompeo donde sugería a sus candidatos que, en las apariciones públicas, subrayasen la crítica a China remarcando su responsabilidad en la propagación del nuevo coronavirus al “ocultar información”, y recalcasen que los republicanos impondrían sanciones a Pekín por ello. En una entrevista con la agencia Reuters, Trump concluía que China, con su gestión de la pandemia, “hará todo lo que pueda» para hacerle perder las elecciones presidenciales de 2020.
Las acusaciones sin pruebas, el acoso calculado, y la liquidación gradual de los acuerdos nucleares de desarme van acompañados de iniciativas norteamericanas que no pueden sino preocupar a Moscú y Pekín. La inquietud rusa no es gratuita: en febrero de 2020, Mark Esper, secretario de Defensa norteamericano, supervisaba los ejercicios militares en el Comando Estratégico (USSTRATCOM) en Nebraska que simulaban un ataque nuclear a Rusia, en la hipótesis de una guerra en Europa con participación de la OTAN. No era la primera vez: ejercicios similares se habían organizado ya en la presidencia de Obama, aunque éste mantuvo una mayor prudencia en asuntos nucleares. En un gesto poco habitual, el Pentágono organizó un encuentro con periodistas para informar de la presencia de Esper en los ejercicios de Nebraska, de la simulación del ataque nuclear a Rusia, y de la obligada respuesta norteamericana a la competencia y amenaza que suponen Rusia y China según la doctrina del Pentágono. Era una severa advertencia pública a Moscú y a Pekín ante los ojos del mundo. En Moscú, el diputado Alexander Sherin, vicepresidente del Comité de Defensa de la Duma, declaró que los irresponsables ejercicios norteamericanos de guerra nuclear tenían dos objetivos: familiarizar a la población norteamericana con un escenario de guerra atómica, y justificar las numerosas bases estadounidenses en Europa presentando a Estados Unidos como la garantía de la seguridad europea frente a un posible ataque nuclear ruso. Sherin recordó la frivolidad con que Washington contempla la guerra: a diferencia de Rusia y de Europa, nunca la ha padecido en su territorio. Remachando los clavos, el gobierno Trump (que según el SIPRI, dedicó en 2019 732.000 millones de dólares a gastos militares, superando Estados Unidos con creces a los diez países que le siguen, sumados todos ellos, en presupuesto para defensa) ha solicitado al Congreso una financiación de 44.000 millones de dólares para 2021 destinados exclusivamente a la producción de nuevas armas nucleares.
En febrero de 2020, el subsecretario de Defensa adjunto (Alan R. Shaffer, un militar, nombrado por Trump tras pasar por la oficina de coordinación con la OTAN) había asegurado ante el Congreso que, de acuerdo con la National Defense Strategy, el principal objetivo del Pentágono es la modernización tanto de sus misiles balísticos MRBM, de alcance medio, como de los ICBM de largo alcance; también de los bombarderos estratégicos (tanto los estacionados en bases de la USAF como en portaaviones), y de los submarinos nucleares dotados de misiles SLBM. Esos programas, impulsados por el gobierno de Trump, se iniciaron con Obama. Jugando con la ambigüedad, Theresa Whelan, subsecretaria adjunta de Defensa, había asegurado también ante el subcomité de inteligencia y amenazas del Congreso que China, Rusia, Corea del Norte e Irán, así como “organizaciones extremistas”, poseen o intentan conseguir WMD (armas de destrucción masiva) que puedan amenazar a Estados Unidos, y puso además el acento en la “facilidad” para conseguir armas biológicas. Shaffer y Whelan no fueron los únicos; también intervinieron en el Congreso Timothy G. Szymanski, subcomandante del USSOCOM (United States Special Operations Command, Comando de Operaciones Especiales, de Tampa, Florida), y Vayl S. Oxford, director de la Defense Threat Reduction Agency. Para hacer frente a las amenazas de WMD los responsables del Pentágono aseguraron que merece especial atención el U.S. Indo-Pacific Command y la confluencia de recursos de inteligencia artificial, biología sintética e ingeniería molecular: China en la diana. Shafer destacó la modernización nuclear de Rusia y China, y Vayl S. Oxford fue más lejos, afirmando que Estados Unidos debe identificar “las redes de amenazas globales” asociadas con China, Rusia, Irán y Corea del Norte. En marzo, Mike White, subdirector para armas hipersónicas del Departamento de Defensa norteamericano, y Mark Lewis, responsable del programa para modernizar la investigación e ingeniería del Departamento, declaraban que Estados Unidos trabaja en el desarrollo de ese nuevo armamento, con el objetivo de alcanzar a Rusia y China, países que según ellos se habían aprovechado de los avances norteamericanos en ese campo, utilizando los informes públicos del Pentágono.
A principios de ese mes, la portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores ruso, María Zajárova, hizo pública la preocupación de su gobierno ante el desarrollo por Estados Unidos de nuevo armamento atómico, denominado de “bajo rendimiento”. De hecho, el mes anterior, Associated Press publicaba las declaraciones de John Rood, entonces subsecretario de Defensa para asuntos políticos, anunciando la incorporación de un misil de largo alcance dotado de una ojiva nuclear de bajo rendimiento (W76-2) a los submarinos norteamericanos que llevan misiles balísticos Trident II. La USAF ya dispone de ese tipo de bombas nucleares de bajo rendimiento. Según Rood, esa decisión reduce el riesgo de una guerra nuclear, apreciación que no es compartida por parlamentarios del Partido Demócrata, y mucho menos por Moscú y Pekín. La Federation of American Scientists (FAS) cree que esas ojivas fueron instaladas por primera vez en el submarino USS Tennessee, de la clase Ohio, probablemente a finales de 2019. La preocupante decisión norteamericana llegaba meses después de que el Estado Mayor conjunto dirigido en ese momento por el general Joseph F. Dunford Jr. (que fue sustituido en octubre por el general Mark A. Milley) publicara en junio de 2019 un documento (Joint Publication 3-72. Nuclear operations) considerando que era posible ganar una guerra con armas nucleares. Quien dirige el Estado Mayor conjunto es el militar de más alto rango de Estados Unidos y el principal asesor castrense del presidente norteamericano. Era el primer documento elaborado de ese tipo desde 2005, y pocos días después fuentes citadas por el diario británico The Guardian consideraron que suponía un importante cambio en la doctrina militar norteamericana. El documento fue retirado de la web del Pentágono, aunque ya había sido obtenido por Steven Aftergood, director del Proyecto sobre secretos gubernamentales de la Federation of American Scientists (FAS), y The Guardian pudo publicar un enlace.
La preocupación rusa porque esas nuevas bombas se fabriquen para la tríada nuclear (misiles basados en tierra, submarinos y bombarderos estratégicos), las recientes pruebas realizadas por las fuerzas estadounidenses con misiles Trident II, capaces de transportar ese tipo de bombas, y el hecho de que el Pentágono considere su utilización, reduciendo los requisitos para su empleo, y que la nueva doctrina nuclear norteamericana defina a Rusia y China como enemigos, hace verosímil la hipótesis, según el gobierno ruso, de que Estados Unidos haya pasado a considerar la guerra nuclear como una opción real. Todas esas circunstancias están tras la decisión del gobierno ruso de desarrollar nuevos sistemas de defensa electrónica para neutralizar misiles hipersónicos. Según publicaba Izvestia en abril de 2020, citando al analista de defensa Dmitri Kornev, el nuevo esquema defensivo ruso implica desplegar esos sistemas en los principales centros de mando, en los depósitos de misiles balísticos intercontinentales, y en aeropuertos, nudos de transporte y fábricas de valor estratégico, con objeto de neutralizar cualquier ataque en la última fase de vuelo. Los nuevos sistemas se añadirán a la defensa aérea de que dispone Rusia. China, que no había previsto grandes inversiones en su ejército hasta hace una década, ha aumentado también su presupuesto militar, aunque lejos del norteamericano: Estados Unidos triplica el gasto chino en defensa y multiplica por diez el de Rusia.
Mientras Mark Esper asistía en Nebraska a la simulación del ataque nuclear a Rusia, empezaban a llegar a Europa los contingentes militares norteamericanos que debían participar en las maniobras DefenderEurope20: iban a suponer el mayor despliegue de tropas y armamento en Europa en los últimos veinticinco años. Ya iniciado el despliegue, las maniobras fueron aplazadas a causa de la imprevista pandemia del Covid-19. En la Conferencia de Seguridad de Múnich, también en febrero de 2020, Serguéi Lavrov intentaba detener la escalada de la tensión y propuso al secretario de la OTAN, Jens Stoltenberg, la reanudación de las conversaciones militares entre Moscú y la alianza occidental, sin que fuera aceptada la propuesta: la desconfianza llega al extremo de que los responsables castrenses de la OTAN tienen prohibido debatir sobre seguridad con los militares rusos.
El 19 de marzo, el Pentágono publicaba el video del lanzamiento de un misil hipersónico (con una velocidad cinco veces superior a la del sonido) en el polígono de la isla Kauai, en Hawái. Fue un ejercicio conjunto del US Army y la US Navy, que trabajan desde hace tiempo en ese campo (ya realizaron una prueba semejante en 2017, antes de que Rusia anunciase ese tipo de armas) para lo que cuentan con una financiación especial del presupuesto para 2021 con objeto de desplegar armas hipersónicas ofensivas. Las alarmas han llegado también al cosmos: el 7 de abril, Christopher Ashley Ford (actual subsecretario de Estado para Seguridad Internacional, que fue representante de su país en el TNP) afirmó que Estados Unidos no descarta utilizar armas nucleares en respuesta a un hipotético ataque a su “infraestructura espacial” aunque fuera llevado a cabo con armamento convencional. Cuatro días antes, el Departamento de Estado norteamericano había hecho público que, según sus datos a 1 de marzo, Rusia disponía de un total de 485 misiles balísticos intercontinentales desplegados, tanto en tierra como en submarinos y bombarderos (que seis meses antes eran 513), con un total de 1.326 cabezas nucleares (en septiembre, 1.426); mientras que Estados Unidos disponía de 655 misiles desplegados en esa fecha (668 el septiembre anterior), con 1.373 ojivas nucleares
A mediados de abril, el Departamento de Estado norteamericano entregaba un documento al Congreso donde acusaba a China de realizar pruebas nucleares secretas en el desierto de Lop Nor, en el Taklamakan, Xinjiang, en violación del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, CTBT. Zhao Lijian, portavoz del ministerio de Asuntos Exteriores chino, calificó las supuestas revelaciones norteamericanas tan “completamente infundadas y falsas” que no merecían siquiera ser refutadas. Pocos días después, Ellen Lord, subsecretaria de Defensa para adquisición y mantenimiento, declaraba que la “prioridad principal” de su país es la modernización del armamento nuclear, tanto de misiles balísticos intercontinentales, como los cargados en submarinos y bombarderos. Lord fue directora de Textrom Systems, un gran conglomerado empresarial de armamento y sistemas aeroespaciales, y dirigió la National Defense Industrial Association: es una profesional del negocio de la guerra. Así, el incremento del presupuesto militar norteamericano irá destinado a esa modernización y a la nueva fuerza espacial, el United States Space Command, SPACECOM, que dirige el general John W. Raymond, y al armamento de última generación: un nuevo submarino nuclear, el bombardero B-21 Raider, nuevos misiles de crucero y misiles balísticos intercontinentales. No en vano, el informe que presentó la Oficina de Presupuesto del Congreso en enero de 2019 (Projected Costs of U.S. Nuclear Forces, 2019 to 2028) planea dedicar 500.000 millones de dólares en diez años para la modernización de las fuerzas nucleares estadounidenses.
Malos tiempos para el desarme nuclear. Rusia quiere mantener los mecanismos de control del armamento atómico y el tratado START III, porque cree que la modernización de los arsenales nucleares añadida a la desaparición de los acuerdos de desarme conduce a un callejón sin salida. También China ve con suma preocupación las últimas decisiones del gobierno Trump, y ninguno de los dos países quiere verse arrastrado a una nueva carrera de armamentos en la tierra y en el espacio e insisten en la importancia que tiene para el mundo mantener el desarme nuclear y los tratados que lo hacen posible, empezando por el START III, pero Trump sigue utilizando el lenguaje de la arrogancia y la pólvora, y en Arlington los generales del Pentágono no quieren ataduras y no renuncian al delirio de ganar una guerra nuclear.
Documento del Estado Mayor conjunto de Estados Unidos:
https://fas.org/irp/doddir/dod/jp3_72.pdf
Documento del Departamento de Estado USA sobre supuestas pruebas nucleares chinas: