La cultura pacifista está enraizada en una experiencia sociopolítica fundamental, en España y Europa. Aquí analizo algunas de sus características para explicar las posibilidades de un alto el fuego inmediato en la guerra en Ucraniay avanzar en una estrategia realista, ambiciosa y justa por la paz.
La experiencia pacifista con una cultura por la paz
Hay que recordar dos experiencias pacifistas significativas, que perduran en la conciencia colectiva, española y europea, y son fruto de la intensa propaganda institucional de los últimos años para modificarla a gran escala y legitimar el refuerzo belicista de la OTAN.
Una, que constituyó una fuerte brecha política en España entre el poder establecido y una amplia corriente popular cívica y pacifista: el rechazo a la entrada en la OTAN del 43% de los votos (casi siete millones frente a nueve) -y la mayoría en Cataluña, País Vasco, Navarra y Canarias-. Esa oposición fue promovida por un masivo y robusto movimiento pacifista y progresista durante un lustro, y frente a todo el poder establecido, político, económico y mediático. Se expresó en el referéndum convocado por el Gobierno socialista (1986) para legitimar la permanencia de España, incluso con algunas condiciones suavizadoras luego incumplidas: sin integración en la estructura militar, reduciendo bases estadounidenses y sin introducir armas nucleares.
Dos, se produjo también en ese primer lustro de los años ochenta el mayor movimiento pacifista en Europa, precisamente ante la crisis de los euromisiles instalados en Alemania por EE. UU. como amenaza a la URSS. Al amparo de la OTAN, tuvo el apoyo de las derechas y los principales líderes socialistas europeos, aunque contó con la oposición cívica masiva de la campaña de ‘desarme nuclear europeo’, encabezada, entre otros, por el historiador británico y líder pacifista E. P. Thompson. De ahí se conformó una amplia cultura pacifista europea, en particular por la desnuclearización; en especial, surgió el actual partido Verde alemán y cierta renovación de la izquierda europea, incluida la formación de Izquierda Unida.
Finalmente, en 1987, en la Cumbre del G-20, en Washington, el presidente Reagan de EE. UU. y la URSS de Gorbachov, firman el Tratado con su desmantelamiento progresivo. La amenaza nuclear como opción inmediata desaparece, aunque con reticencias para ratificar los Tratados… hasta ahora que los dirigentes rusos la sacan como disuasión ante el avance territorial de la OTAN hasta sus fronteras y el riesgo de supervivencia de su Estado.
Por otro lado, volviendo a las justificaciones del intervencionismo militar imperialista, en la tradición rusa, se ha pretendido justificar en una soberanía limitada para los demás países de su autonombrada zona de influencia, con falta de reconocimiento de esos países ‘satélites’ de su soberanía plena, bien desde un supuesto internacionalismo (antes) o un nacionalismo gran-ruso o paneslavista (ahora), ambos gestionados por la élite rusa según sus intereses corporativos y nacionales.
En la tradición liberal estadounidense (y de la OTAN), se ha pretendido justificar su permanencia como bloque político-militar (una vez desaparecida la URSS, su rival estratégico) en su labor humanitaria, civilizadora, democratizadora o modernizadora, desacreditadas como razones fundamentales por la propia administración estadounidense ante la retirada en Afganistán que la justifica por la pérdida de sentido para su seguridad. Y ese fiasco, su cruda realidad y la desnudez de su justificación, en parte conlleva su actual sobreactuación práctica y retórica ante la guerra en Ucrania.
Por tanto, con esa lógica intervencionista con la primacía de su propia seguridad y dominio (y soberanía) se resta capacidad soberana a las demás naciones. Así, se permite atentar a su integridad territorial en función de la ‘seguridad’ de EE. UU. (y la OTAN), que conlleva el control de recursos económicos y posiciones estratégicas frente a los adversarios geopolíticos (China, Rusia, el arco de la crisis africano-asiático-musulmán…) y ante la dispersión del orden mundial bajo su hegemonía.
Es más, el intervencionismo estadounidense es capaz de reconocer la disgregación estatal y el propio derecho a la independencia (como en Kosovo), rompiendo la integridad territorial del país original… y siempre que convenga a los intereses geopolíticos del bloque de poder de la OTAN.
Es la línea fáctica de promover pasos en la independencia de Taiwán con el objetivo, prácticamente explícito, de arrinconar y provocar a China, como en el caso de Ucrania respecto de Rusia, solo que en el primer caso desdiciéndose de su retórica del reconocimiento de la propia soberanía china y en el segundo alabando la integridad territorial de Ucrania. La justificación normativa es oportunista e instrumental para esos intereses fundamentales de la hegemonía político-militar y será funcional a ese interés estratégico, no a los principios de la ONU. El poder es el poder; puro Maquiavelo, nada de ética ni derecho internacional.
El camino negociador hacia el alto el fuego
Seguimos contemplando los dos planos. Por un lado, el del conflicto estratégico y geopolítico duradero, con una dinámica multipolar y una defensa del privilegio estadounidense de su primacía político-militar mundial, que puede tener diversas fases de mayor o menor agudización de la confrontación estrictamente militar. Por otro lado, la guerra concreta en Ucrania, condicionada por ello pero con una dinámica propia que posibilita apostar por un alto el fuego o una tregua relativa, que es el objetivo inmediato, y poner otras bases de seguridad colectiva. Veamos algunos aspectos concretos del contencioso con Rusia.
Tenemos el controvertido caso de Crimea, con varias idas y venidas en el transcurrir de las últimas décadas y desde el siglo XIX pero que, a pesar del cuestionamiento actual por el nacionalismo ucranio, en la última consulta popular (2014) en plena crisis política, con la participación del 80%, el 95% de la población (según datos oficiales de Crimea) aprobó la separación de Ucrania y la vinculación con la Federación rusa, aunque sin el reconocimiento oficial de la mayoría de la Asamblea de la ONU. Pues bien, combinado con fuertes retóricas de defensa de la integridad territorial, en un país plurinacional, con diversidad cultural, histórica y lingüística como Ucrania, hasta el propio presidente Zelenski considera ahora que su estatus político actual puede perdurar quince años hasta que se vuelva a negociar.
Es un posible punto de acercamiento para el alto el fuego, junto con el tema central de la admisión de la neutralidad político-militar de Ucrania, ya aceptada por el Gobierno ucranio, renunciando a su integración en la OTAN y con la garantía de la seguridad para ambas partes, Ucrania y Rusia.
Como se ve, hay una aproximación a la combinación de tres factores complejos, imprescindibles para una resolución pacífica del conflicto: la legitimidad de la población y el consenso de su diversa representación institucional, con unos procedimientos mínimos de consulta democrática; la solución negociada de una realidad plural con la flexibilidad de una articulación abierta de la soberanía política, y una visión realista y equilibrada de las relaciones de poder, garantías de seguridad mutua e influencia geopolítica y estratégica.
Por otro lado, se tiene el marco del acuerdo de Minsk (2015) con la aceptación de un estatus político autónomo singular para el Donbás, así como el reconocimiento de la diversidad cultural y lingüística de pueblo ucranio, que satisfacía a ambas partes, pero rápidamente incumplido, primero, por unos y, luego, por otros.
No son muy adecuadas las posiciones cerradas, intransigentes y maximalistas, revestidas de discursos ultranacionalistas excluyentes. Para negociar, la actitud tiene que ser profundamente democrática y respetuosa, con un mínimo acuerdo para garantizar su perdurabilidad, al menos a medio plazo, y asegurar una tregua prolongada del conflicto armado que tanta destrucción y dolor está creando a la población civil.
Hay dos realidades extremas poco probables: la desaparición del actual Estado ucranio o la derrota del ejército ruso, con su expulsión de Ucrania (incluido Crimea y el Donbás), en ambos casos con un cambio de régimen. La tentación es la prolongación de la lucha militar, con la agudización del conflicto, para conseguir mayores ventajas negociadoras en esos tres ámbitos. Se trataría de debilitar más al adversario a medio y largo plazo, con la esperanza de volver a imponer una negociación tras la acumulación de más fuerzas militares por cada parte respectiva. La peor opción es la perspectiva de la continuación de la guerra hasta la (supuesta) victoria final, aun con la creencia de cada parte de tenerla a mano, y cuyo contorno no se precisa y conlleva riesgos impredecibles y graves consecuencias colectivas. La menos mala es el alto el fuego pactado. No supone resignación, sino realismo con concesiones mutuas, condiciones aceptables y cierta legitimidad popular.
Las ventajas relativas previsibles de las condiciones de una tregua acordada es superar las grandes repercusiones negativas para la población y reiniciar la recuperación económica, vital y subjetiva, de ambas partes, así como sus efectos en las generaciones venideras. Por tanto, son contraproducentes las ideas de la derrota completa del adversario, hasta su destrucción o rendición incondicional. Siempre hay personas fanáticas y sectarias y los nacionalismos excluyentes de ambas partes lo favorecen. Pero las élites políticas y la ciudadanía en general tienen la responsabilidad de avanzar hacia una paz realista, justa y duradera.
Una estrategia realista, ambiciosa y justa por la paz
La opción por la resolución pacífica de los conflictos de poder internacionales debe tener tres ejes: evitar un proceso de militarización y escalada de la guerra, que pudiera llevar a su agravamiento, internacionalización y nuclearización; avanzar en la autonomía estratégica de Europa respecto de los intereses hegemonistas de EE. UU., en un mundo cada vez más multipolar y con un modelo más social y democrático, y afianzar los mecanismos económicos, políticos y diplomáticos de resolución de los conflictos.
La soberanía política de los Estados (medianos y pequeños) se está debilitando, derivado, por arriba, de las presiones globalizadoras de las dinámicas económico-financieras, sociodemográficas y culturales, así como de los condicionamientos geoestratégicos de los principales países y bloques políticos, y por abajo, de las reacciones nacionalistas y localistas en un marco sociopolítico de fortalecimiento de las tendencias ultraderechistas y conservadoras, en un contexto de fuerte crisis social y económica con agudización de las desigualdades sociales y cuestionamiento del modelo social europeo. La salida tiene que ser progresista, solidaria y pacífica, o no será. En el plano de las relaciones internacionales solo cabe adecuar una estructura multipolar del poder institucional y político militar a los equilibrios representativos, democráticos y del peso social y económico aportado.
Ese es el problema principal no resuelto, ya que los que tienen ventajas comparativas en algunos terrenos (como el militar en el caso de EE. UU.) están prestos a utilizar sus fortalezas para reequilibrar sus desventajas o debilidades en el campo sociodemográfico o económico. Es la fuente estructural de la violencia militar, por encima de la voluntad cívica de las mayorías sociales expresadas libremente con criterios universales de justicia social, resolución pacífica y negociada de los conflictos y criterios éticos basados en los derechos humanos.
Pero esa orientación susceptible de tener un amplio apoyo cívico se contrapone, al menos por ahora, con la dinámica principal que predomina en los grandes bloques político-estratégicos, empezando por la OTAN y continuando por Rusia y sus afinidades reaccionarias de las ultraderechas europeas (y mundiales). La cuestión internacional se liga con la cuestión social, incluida unas relaciones igualitarias en todas las estructuras sociales, culturales y económico-laborales, y con la democracia, como participación y regulación de la vida pública. Las tres están interrelacionadas y su adecuada combinación es la base del bien común y el bienestar colectivo.
Las izquierdas han estado divididas la mayor parte del tiempo desde el siglo XIX, y como se ha explicado, han conformado diversas doctrinas justificativas. La fractura más relevante ya se produjo, precisamente, ante el conflicto interimperialista (bloque alemán/turco frente al franco/británico/ruso) de la Primera Guerra mundial. Los sectores progresistas de los grandes países, con fuerte pasado colonial o aspirante a tenerlo, se dividieron en dos corrientes. Por un lado, el sector pro-nacionalista/imperialista de apoyo a las élites de su país respectivo, dominante en la Segunda Internacional socialista, y que colaboraron con una actitud colonialista. Por otro lado, el sector internacionalista-solidario, que puso por delante la paz y el enfrentamiento con sus respectivas élites gobernantes, que conformó la Tercera Internacional comunista tras la revolución bolchevique (1917).
La siguiente gran experiencia fue la lucha antifascista y la Segunda Guerra mundial contra el nazi-fascismo hasta la victoria aliada, con una recomposición unitaria de las izquierdas y los sectores demócratas de los países europeos, junto con EE. UU. y la URSS (y China frente al militarismo japonés). Fue una guerra justa entre dos bloques políticos de diferente carácter cualitativo: democrático-popular y autoritario-reaccionario. Ética y políticamente el sentido de la polarización estaba claro, a pesar del gran sufrimiento de las poblaciones, causadas por el totalitarismo nazi-fascista, sin olvidar la lucha de la República española, que salió vencida, como precedente de la resistencia democrática europea.
Ahora, tras el periodo de la Guerra Fría y múltiples guerras periféricas se va configurando otra dinámica en las relaciones de poder internacional, con la tensión entre potencias imperiales hegemónicas (EE. UU. con la subordinación de Europa) y otras emergentes (China, con la dependencia económica de Rusia).
No obstante, las instituciones internacionales (la ONU y el Consejo de Seguridad, con su derecho de veto para los cinco grandes) tienen influencia política y, específicamente, jurídica, pero con limitada capacidad resolutiva en las cuestiones de poder mundial. Está en manos de las grandes potencias, con escasa credibilidad en la aplicación de esos principios admitidos universalmente de soberanía, integridad territorial y derechos humanos. Su prioridad es la defensa de su estatus de poder según la seguridad y el beneficio económico-estratégico propio, cuidando su legitimidad social.
Por tanto, estamos ante una bifurcación histórica que puede reforzar o no esta dinámica de militarización y preparación para la guerra como medio de abordar los reequilibrios mundiales, en particular entre EE. UU. (y UE) y China (y Rusia), mediando conflictos particulares y áreas de influencia.
Dicho de otra forma, la estrategia de la OTAN, de mayor militarización, se puede explicar (sin justificar) por su pretensión de incrementar su primacía en el orden mundial y, para ello, intenta reforzar los limitados consensos públicos, al menos en las sociedades occidentales; de ahí la importancia del relato y la propaganda para su homogeneización y apoyo legitimador y la actitud amenazadora ante las disidencias cada vez vistas más como ‘traidoras’ o que hacen el juego al enemigo.
Oposición a la agresión y al militarismo
En consecuencia, hay que analizar los dos planos interrelacionados. Por un lado, la oposición a la prepotente agresión rusa y el amparo al pueblo ucranio; por otro lado, la no subordinación a una dinámica militarista, que empeora las desigualdades y la vida de los pueblos y corrompe las democracias. Es la complejidad que se dibuja en esa tendencia social crítica con el aumento del gasto militar de la mitad de la población, a pesar del enorme consenso de los grandes poderes establecidos occidentales, institucionales, económicos y mediáticos. Es la esperanza hacia un futuro de paz y seguridad.
El otro modelo es el equilibrio (prolongado pero incierto por la acumulación de fuerzas político-económico-militares) entre potencias similares o con capacidad de disuasión suficiente, incluida la nuclear de destrucción mutua asegurada… que incluso se ha puesto encima de la mesa por parte de Rusia ante la amenaza a su supervivencia como Estado.
En conclusión, es conveniente dibujar el marco de un alto el fuego, constatando las relaciones de poder político-militar-territorial, así como otra fase de continuidad de los objetivos estratégicos de ambos bloques. Se trata de precisar qué significa la victoria y/o la derrota de cada parte y sus consecuencias, y qué punto intermedio es razonable, antes que la prolongación y generalización de la guerra, y aunque suponga un equilibrio inestable con una fase de tregua. La alternativa a la continuidad de la militarización es la paz duradera junto con la pugna a medio plazo, con las expectativas de cada cual, de avanzar en el desequilibrio favorable de la relación de fuerzas por la vía ‘blanda’ de influencia económica y político-legitimadora de la opinión pública, pero con garantías relativas de seguridad general.
Están claros los proyectos maximalistas: por un lado, ocupación de Ucrania y cambio de Régimen, con anexión por Rusia (como supuesta parte de la nación rusa y sin derecho a Estado propio); por otro lado, derrota y expulsión del Ejército ruso, con la expectativa del apoyo militar de la OTAN, con debilitamiento de su Régimen y poderío militar, con exclusivo énfasis en la soberanía e integridad territorial de Ucrania, para decidir su integración en la OTAN y su negativa a la negociación internacional de un estatus especial para Crimea y el Donbás.
Aparte de afrontar todas las responsabilidades, particularmente los crímenes de guerra, y las consecuencias de la invasión, la experiencia de los equilibrios militares induce a cierto reconocimiento de la realidad. Por parte rusa parece que se renuncia a ocupar Ucrania o destruir su régimen político. Por parte del Gobierno ucranio se renuncia a su incorporación a la OTAN. Habrá que precisar un sistema de seguridad colectivo para ambos y la cuestión de la territorialidad de Crimea y el Donbas, con un estatus especial volviendo a empezar desde los tratados de Minsk y la nueva situación fáctica del control territorial.
En definitiva, habrá que reconfigurar e interrelacionar los conceptos de soberanía y de seguridad colectiva, con una deseable perspectiva de desmilitarización y dilución (evitación) de bloques militares, en un orden socioeconómico más justo.
Antonio Antón. Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
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