Teórico de la “diplomacia del garrote”, el presidente Theodore Roosevelt consideraba a Latinoamérica un “patio trasero” donde Estados Unidos podía intervenir a su antojo. Ante la menor amenaza a los intereses estadounidenses, enviaba a sus marines a Honduras, República Dominicana o Cuba. En 1903, Washington patrocinó un movimiento secesionista en Panamá, entonces provincia colombiana, para asegurarse el control del futuro canal. Tres años después, con el aura de haber mediado en el conflicto ruso-japonés, Roosevelt recibía el Premio Nobel de la Paz.
Jefe de Estado Mayor del Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, el general George Marshall aprobó los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Tras convertirse en secretario de Estado en 1947, se dedicó a contener la influencia soviética. En Italia, orquestó una de las primeras injerencias de la Guerra Fría: financiación encubierta de la democracia cristiana, difusión de información falsa, movilización de estrellas italoamericanas (Frank Sinatra, Joe DiMaggio…) y de la mafia. Un mes antes de las elecciones de abril de 1948, lanzó una advertencia pública: si los comunistas ganan, Italia quedaría excluida del plan de reconstrucción europeo, el famoso plan Marshall. En 1953, el general recibía, a su vez, el premio de Oslo.
Henry Kissinger, asesor de seguridad nacional entre 1969 y 1975,
también era un partidario de la desestabilización. “No veo por qué
deberíamos quedarnos de brazos cruzados cuando un país se vuelve
comunista por irresponsabilidad de su propio pueblo”, declaraba en junio
de 1970 a propósito de Chile, donde Salvador Allende amenazaba con
ganar las presidenciales. Sin embargo, el líder socialista fue elegido;
Kissinger ya solo vio una solución: un golpe militar, “pero a través de
fuentes chilenas y adoptando una actitud discreta”. Allende fue
derrocado el 11 de septiembre de 1973; una sangrienta dictadura lo
reemplazó. Un mes después, Kissinger ganaba el Nobel de la Paz por
firmar un alto el fuego con Vietnam tras haber incendiado toda
Indochina.
Barack Obama solo había apoyado tímidamente un golpe de Estado contra el
presidente hondureño Manuel Zelaya cuando fue premiado en octubre de
2009, poco después de su llegada a la Casa Blanca. Pero no tardó en
ponerse a la altura de sus predecesores bombardeando Afganistán, Irak,
Libia y Siria y desarrollando un programa de ejecuciones extrajudiciales
–a menudo basadas en meras sospechas, lejos de todo teatro de guerra
declarada– en Yemen, Pakistán y Somalia.
Por lo tanto, Donald Trump podía legítimamente albergar ciertas esperanzas para la edición de 2025. Él también despliega sus tropas en el Caribe. También practica el chantaje con la ayuda estadounidense, amenazando a Argentina con la asfixia financiera en caso de un revés electoral de Javier Milei. También está incrementando el número de asesinatos (cada vez menos selectivos) en aras de la lucha contra el terrorismo; así es como justifica la eliminación en medio del mar de ciudadanos venezolanos, acusados sin pruebas de narcotráfico. Y también planea golpes de Estado contra gobiernos desobedientes, como en Venezuela, donde ha autorizado a la CIA a derrocar al presidente Nicolás Maduro.
Todo esto no ha sido suficiente. El comité noruego se ha decantado por María Corina Machado, una opositora venezolana de extrema derecha que lleva veinticinco años pidiendo una intervención extranjera contra su propio país y que, en cuanto recibió el premio, se apresuró a felicitar a Benjamín Netanyahu por sus acciones en Gaza. Trump se ha resarcido lanzando una nueva cruzada, esta vez contra Colombia. Está puliendo su currículum para la edición de 2026.
Desde hace cincuenta años, el comité del Nobel rechaza las candidaturas de disidentes del mundo occidental. Julian Assange o Edward Snowden trabajaron por la paz de forma diferente a la de Machado. Pero presentan este inconveniente insalvable: barren delante de su propia puerta, la nuestra.
Benoît Bréville es director de Le Monde diplomatique


