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Sydney Bondi Beach: cuando el imperio cosecha su propia violencia

Fuentes: Rebelión

El pasado domingo, en la playa de Bondi Beach, la postal turística de Australia se rompió a tiros. Al menos 16 personas murieron, entre ellas una niña de 10 años. Decenas quedaron gravemente heridas. La arena, el mar y el sol fueron el escenario de una escena que el centro imperial siempre cree ajena: cuerpos tendidos, gritos, sangre y una espera interminable a que el Estado apareciera.

Un ciudadano desarmó al atacante. No fue la policía. Fue un hombre que reaccionó cuando el aparato que promete seguridad no estaba. Ese hombre es un refugiado de Medio Oriente, vive en Australia con una visa temporal y tiene familia australiana. Otro ciudadano, Ahmed el Ahmed, terminó hospitalizado tras quitarle un arma a un atacante. Luego vino el absurdo total: el primero fue confundido, baleado por la policía, y atacado por otros ciudadanos que lo tomaron por agresor. La confusión, el pánico y el retraso policial cerraron el círculo.

En las metrópolis del centro imperial se repite el mismo ritual: conmoción, minutos de silencio, discursos de unidad, promesas de seguridad. Nunca la pregunta correcta. Nunca el nombre del sistema. Se habla de “hecho aislado” para no hablar de cosecha. Porque esto es una cosecha. La violencia que se siembra durante décadas en guerras interminables vuelve comprimida, distorsionada, privatizada. Ya no cae como bombas sobre ciudades extranjeras: estalla en espacios cotidianos.

No existen guerras en Oriente Medio. Lo que existe es una maquinaria de exterminio funcionando a plena capacidad, lubricada por capital, legitimada por discursos y sostenida por Estados que se llaman a sí mismos democráticos. Gaza no es un conflicto: es una fábrica de muerte. Irak no fue un error: fue un negocio. Vietnam no fue una tragedia: fue un experimento. Argelia no fue una excepción: fue la norma.

El capitalismo no entra en guerra cuando falla, entra en guerra cuando necesita seguir existiendo. Necesita territorios que destruir, pueblos que disciplinar, cuerpos que volver prescindibles. Marx lo dijo sin rodeos: la violencia es la partera de la historia. Pero bajo el capitalismo esa violencia ya no alumbra nada nuevo, solo reproduce dominación, ruinas y cementerios.

Palestina es el caso más obsceno porque ya no hay máscaras. Desde 1948, el proyecto sionista funciona como colonialismo de asentamiento puro: expulsión, apartheid y exterminio administrado. Cuando Golda Meir dijo que el pueblo palestino no existía, no estaba exagerando: estaba declarando una política. Negar la existencia del colonizado es el paso previo a su eliminación. Aimé Césaire explicó hace décadas que el colonialismo no civiliza, cosifica. Gaza es la cosificación llevada a su extremo.

Cada bomba que cae sobre Palestina tiene una cadena de responsabilidades clara. Se diseña en laboratorios occidentales, se fabrica en fábricas europeas, se financia con impuestos de ciudadanos que creen vivir en paz, se legitima con comunicados oficiales y se justifica con mentiras mediáticas. No hay neutralidad posible. O se forma parte de la cadena o se rompe.

Europa no es rehén de Estados Unidos ni víctima del sionismo. Europa es socia. Su bienestar, su Estado social, su estabilidad interna fueron financiados durante décadas con saqueo colonial. La paz europea siempre fue guerra exportada. Rosa Luxemburgo advirtió que la alternativa histórica era socialismo o barbarie. Europa eligió la barbarie, pero la administró con seguridad social y buenos modales.

Las poblaciones europeas protestan, marchan, levantan pancartas. Pero no rompen. Porque romper implicaría cerrar fábricas de armas, bloquear puertos, sabotear oleoductos, renunciar a privilegios materiales construidos sobre la sangre de otros pueblos. La protesta que no afecta ganancias es parte del sistema. Es desahogo controlado.

Los sindicatos encarnan la contradicción más brutal. Dicen oponerse al genocidio mientras sus afiliados fabrican las armas que lo hacen posible. Es la clase trabajadora produciendo su propia vergüenza histórica. Marx advirtió que el obrero se empobrece cuanto más riqueza produce. Hoy se empobrece moralmente cuanto más muerte ensambla.

Alemania representa la degeneración total de la memoria. El Holocausto, convertido en doctrina de Estado, sirve ahora para justificar otro exterminio. El nunca más se transformó en otra vez, pero con excusas legales. La policía golpea manifestantes, censura palabras, criminaliza la solidaridad. El autoritarismo no desapareció: se modernizó.

Argelia ya mostró hace décadas el verdadero rostro de Europa. Más de un millón de muertos, tortura sistemática, aldeas arrasadas. Sartre lo dijo con claridad: el colonialismo es un sistema. Fanon fue aún más lejos: el colonialismo solo se retira ante la violencia organizada. Esa lección sigue siendo intolerable para Occidente.

Vietnam demostró algo todavía más peligroso: el imperio puede sangrar. Estados Unidos lanzó más bombas que en toda la Segunda Guerra Mundial y aun así perdió. No por ética, sino por costos. Ho Chi Minh entendió lo esencial: nada es más valioso que la independencia. El imperialismo no se derrota con argumentos, se derrota volviéndolo ingobernable.

Irak fue la prueba definitiva de que la mentira es política de Estado. No había armas de destrucción masiva. Lo sabían. Mintieron igual. Más de un millón de muertos después, Madeleine Albright pudo decir que la muerte de medio millón de niños valía la pena. Esa frase no es una aberración: es la moral real del capitalismo imperial.

El árabe y el musulmán cumplen una función precisa dentro de este sistema. Son el enemigo perfecto. Deshumanizados, racializados, presentados como amenaza. Edward Said explicó que el orientalismo no describe, fabrica. Sin islamofobia no hay guerra permanente. Sin guerra permanente no hay control interno.

Canadá demuestra que el imperialismo no necesita gritar. Puede sonreír mientras extermina pueblos indígenas, destruye ecosistemas y sostiene la maquinaria militar estadounidense. Lenin lo explicó hace un siglo: el imperialismo es la fase superior del capitalismo. Hoy esa fase se presenta con rostro amable.

El capitalismo no puede existir sin guerra. No puede tolerar pueblos soberanos ni regiones unificadas que escapen a su control. La paz real sería su muerte. Walter Benjamin advirtió que todo documento de cultura es también un documento de barbarie. Europa exhibe su cultura mientras entierra pueblos enteros.

No hay salida moral. No hay reforma posible. No hay neutralidad. Argelia, Vietnam, Irak y Palestina dicen lo mismo con distintos idiomas y las mismas tumbas: el imperialismo no se humaniza, se derrota.

La historia no absolverá a quienes sabían y callaron. No absolverá a quienes marcharon pero siguieron produciendo armas. No absolverá a quienes prefirieron la comodidad al costo de la ruptura.

O se rompe con el capitalismo de guerra o se acepta vivir dentro de su maquinaria hasta ser triturado por ella.

No es retórica. Es destino.

Australia no es un espectador inocente. Ha marchado junto a las invasiones, ha puesto bases, ha compartido inteligencia, ha normalizado el lenguaje de la guerra permanente. Ha aceptado la lógica del enemigo interno mientras apuntaba al enemigo externo. Ese doble movimiento —guerra afuera, sospecha adentro— es el molde. El resultado es una sociedad saturada de miedo, atravesada por la idea de amenaza constante, preparada psicológicamente para estallidos.

La xenofobia no aparece después del disparo; está antes, trabaja en silencio. Es la pedagogía diaria del poder: simplificar el mundo en “nosotros” y “ellos”, convertir la complejidad social en caricaturas, vender seguridad como mercancía. El racismo funcional no necesita convicciones profundas; le basta con hábitos, titulares, chistes, algoritmos. Cuando el capital necesita cohesión, ofrece un enemigo. Cuando necesita disciplina, ofrece miedo.

Las guerras interminables cumplen dos funciones. Lejos, destruyen países y reorganizan mercados. Cerca, reordenan subjetividades. Acostumbran a la población a la excepcionalidad, al control, a la sospecha. Enseñan que la violencia es una herramienta legítima para resolver conflictos. Después se sorprenden cuando esa lección se aprende.

El tiroteo de Sídney debe leerse como un síntoma, no como una anomalía. El síntoma de una economía que lucra con la guerra y una política que lucra con el miedo. El síntoma de una cultura que militariza la vida cotidiana mientras finge horror cuando la violencia cruza el umbral de lo privado.

El guión es conocido. Se individualiza el acto para salvar al sistema. Se patologiza al sujeto para absolver a la estructura. Se promete más policía para no discutir la guerra, más vigilancia para no discutir el racismo, más silencio para no discutir el capital.

Pero la cuenta es clara. Cada guerra que no termina deja residuos. Cada discurso xenófobo deja heridas. Cada política de seguridad basada en la exclusión deja un campo minado social. Lo que estalla no es solo un arma: estalla una narrativa, una pedagogía, una economía política de la violencia.

No habrá prevención real mientras se niegue la causa. No habrá seguridad mientras la guerra sea un negocio y el miedo un producto. No habrá paz doméstica mientras se financie la guerra exterior.

Sídney no es una excepción. Es un aviso. El centro imperial está probando su propia medicina. Y mientras se niegue a mirar el origen, seguirá cosechando los frutos amargos de las guerras interminables y la xenofobia que las sostiene.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.