En Arlington, cada ataúd norteamericano recibe en homenaje una salva de 21 cañonazos. Así lo hicieron con los últimos trece marines llegados desde Afganistán a finales de agosto de 2021.
El presidente Biden, que había recibido compungido los féretros en la base de Dover, mintió después sin rubor al mundo: afirmó que la retirada de Afganistán significaba el «fin de la era de las grandes operaciones militares para reconstruir países». Ni siquiera reparaba en que Estados Unidos es el causante de la destrucción de Iraq, Afganistán, Siria, Libia, países cuyas ciudades han sido devastadas por los bombardeos norteamericanos. Biden no recuerda Faluya o Bagdad, ni siquiera la ciudad siria de Baghouz que él mismo ordenó bombardear, causando una matanza.
Un mes antes de que los talibán tomasen Kabul, Biden afirmaba ante los periodistas que no era inevitable la caída de la capital afgana, y remataba: «hemos entrenado y equipado a casi trescientos mil miembros del Ejército, y muchos más que ya no están en servicio. […] «Entregamos a los afganos […] todas las herramientas, entrenamiento y equipo de cualquier ejército moderno. […] Y seguiremos proporcionando financiación y equipamiento. Y nos aseguraremos de que tengan la capacidad de mantener su fuerza aérea».
Han sido veinte años de mentiras, bombardeos y muerte. Y los ciudadanos estadounidenses lo sabían. The Washington Post publicó en 2019 los llamados «The Afghanistan Papers», donde numerosos entrevistados, militares y miembros de anteriores presidencias, daban cuenta de la sucesión de mentiras con que los distintos gobiernos estadounidenses ocultaron lo que pasaba en Afganistán. Llegaron a falsificar sus propios informes, a aderezar la situación real del país, mientras derrochaban el dinero: Estados Unidos gastó cada día en Afganistán 300 millones de dólares; cada día durante veinte años: un total de 2’2 billones de dólares, alimentando a mercaderes de la guerra, militares, mercenarios, políticos norteamericanos y afganos que medraron con el sufrimiento de la población en Afganistán.
Pero las mentiras vienen de lejos: cuando Estados Unidos empezó a organizar los grupos de feroces islamistas para enviar al Afganistán de 1979, el país vivía la mejor época de su historia, con los gobiernos de la República Democrática que trabajaron con denuedo para cambiar un país atrasado, pobre, prisionero de la ignorancia y de los clérigos. La revolución de abril de 1978, que derribó al represor y corrupto gobierno de Muhammad Daud, el cuñado del último rey afgano al que había destronado, se hizo cargo de una nación donde más del noventa por ciento de la población era analfabeta, la esperanza de vida llegaba solo hasta los cuarenta años, y la miseria, las enfermedades, el hambre, devastaban el país. Afganistán tenía entonces la mortalidad infantil más alta del mundo.
Los gobiernos comunistas que dirigió el Partido Democrático Popular, PDPA, impulsaron una reforma agraria y la distribución de tierras para los campesinos pobres, construyeron hospitales, escuelas, y empezaron a desarrollar las infraestructuras, abolieron la usura, y regularon las hipotecas en beneficio de trabajadores y campesinos; se estableció la igualdad entre hombres y mujeres, impulsando el abandono de burkas y vestimentas que aprisionaban a las mujeres, y se abolió el matrimonio forzado, se fijó por ley la edad mínima para contraer matrimonio, terminando con la lacra de casar a niñas con hombres maduros; también se estableció la igualdad entre todos los grupos de población de distinto origen (pastunes, tayikos, uzbekos, hazaras, etc). En el Afganistán democrático, las mujeres llegaron a ser mayoría en las universidades, y contaban con una presencia muy relevante en los organismos públicos. Los escasos años de la República Democrática de Afganistán, aliada de la URSS, fueron los mejores y más dignos de toda la historia afgana. Pero el gobierno de Najibulá, aunque contaba con la ayuda de la Unión Soviética, tuvo que hacer frente a una coalición del Afganistán más conservador, de los clérigos y de los partidarios de la monarquía, y enseguida llegaron oleadas de decenas de miles de muyahidines y mercenarios enrolados por la CIA norteamericana, Pakistán y Arabia, dotados de armamento moderno y alimentados por miles de millones de dólares.
El cúmulo de mentiras lanzado por Estados Unidos no tiene parangón en la historia. Con la complicidad de Arabia, Pakistán y Qatar, además de los ricos jeques de las monarquías del golfo Pérsico, Washington organizó un ejército de yihadistas, mercenarios y delincuentes, les entregó armamento moderno, misiles Stinger, y les facilitó información y apoyo político y diplomático. Reagan bautizó a aquellos asesinos como freedom fighters, luchadores por la libertad, y los recibió en la Casa Blanca, afirmando que luchaban contra la invasión soviética. Pero la Unión Soviética no invadió el país, como sigue repitiendo el libreto estadounidense: envió tropas para a petición del gobierno afgano, en aplicación del tratado de amistad que habían firmado. Después, a finales de 1991, llegó Yeltsin, aquel borracho que se apoderó del Kremlin, disolvió la Unión Soviética violando el resultado del referéndum votado por la población, y abandonó a su suerte al gobierno de Najibulá, dejándolo sin recursos, armas ni gasolina. Los muyahidin entraron en Kabul, se apropiaron del país y asesinaron y mutilaron a Najibulá, colgándolo de un poste. Si hasta ese momento la población afgana había soportado la ferocidad de los muyahidin, capaces de arrasar aldeas, violar a mujeres y niñas, decapitar y pasear las cabezas cortadas para aterrorizar a los partidarios del gobierno de Najibulá, después asistió a la destrucción de Kabul y a la guerra entre los comandantes muyahidin para repartirse el botín, apoderarse del dinero que llegaba de Estados Unidos, Arabia y Pakistán, y dominar la producción y los circuitos de la heroína. Fueron desalojados después por los talibán, un ejército de despiadados seminaristas, apoyado por Pakistán, que puso fin al dominio de los señores de la guerra afganos para imponer otra siniestra dictadura islamista. El monstruo yihadista creado por Washington había cobrado ya vida propia, y algunos de sus destacamentos pasaron a combatir a las tropas norteamericanas, como al-Qaeda y Daesh, mientras otros seguían siendo instrumentos de los servicios secretos estadounidenses.
Después, ya a principios del siglo XXI, aprovechando la conmoción por los atentados de las torres gemelas en Nueva York, la desmedida ambición de los halcones de Washington les llevó a aplicar su Project for the New American Century de la mano de Bush, Cheney, Rumsfeld, Wolfowitz y otros criminales de guerra. Invadieron Afganistán, después Iraq, incendiaron Oriente Medio, y más tarde le llegó el turno a Siria, y a Libia, dejando en el camino una montaña de cadáveres, mientras seguían bombardeando Afganistán e Iraq.
George W. Bush invadió en 2001 Afganistán para «acabar con el terrorismo», en realidad para vengarse, apoderarse de las fuentes y los rutas de los hidrocarburos y la droga, y para remodelar Oriente Medio en su alucinado propósito de imponer al mundo su dominio y sus reglas. Desde entonces, los talibán y otros grupos yihadistas han atacado a las fuerzas norteamericanas, que durante las dos décadas de gobiernos de Karzai y Ghani han continuado bombardeando el país y protagonizando matanzas sin ser capaces de ganar la guerra.
Trump pensó que poner fin a la guerra afgana terminaría con el derroche de dinero y le reportaría un prestigio internacional que le ayudaría ganar las elecciones de 2020. El acuerdo del Sheraton de Doha para la retirada respondió a esa lógica, pero los talibán movieron mejor sus piezas. Biden, ya presidente, pensó que la repliegue consolidaría su presidencia y su prestigio, pero en Washington, donde embriagados con sus propias mentiras nadie esperaba el rápido desenlace, asistieron al avance talibán y el caos en el aeropuerto, con los marines disparando a quienes pretendían huir. Según el Washington Post había unos quince mil norteamericanos en el país.
Veinte años después de la invasión, Estados Unidos abandona el país tras el atentando en el aeropuerto de Kabul, y tras haberse vengado con sus drones reventando a diez afganos de una familia, siete de ellos niños que jugaban en un vehículo. Estados Unidos fue a Afganistán a «defender la libertad y la democracia», y deja ahora el país en manos del fascismo talibán. La dimensión de la derrota y de la caótica retirada norteamericana la da el hecho de que veinticuatro horas antes de que los talibán desfilasen en Kandahar con vehículos todoterrenos HMMWV, blindados MRAP, artillería e incluso un helicóptero Black Hawk, el jefe del Mando central estadounidense declaraba a los periodistas que sus tropas habían inutilizado todo el material para que no pudiera servir a los milicianos talibán.
Aunque para limitar la dura conmoción de la derrota y de la desordenada retirada, abandonando a muchos de sus afganos colaboracionistas, los portavoces del Departamento de Estado y el Pentágono se apresuran ahora a ofrecer cifras sobre el aumento de la escolaridad en el país, la reducción de la mortalidad infantil o el mayor acceso al agua potable, lo cierto es que Estados Unidos deja un país postrado, lleno de tullidos, viudas y huérfanos, y una rampante corrupción que llega a todos los estratos del país, convertido en el más pobre de toda esa región asiática, con más del setenta por ciento de la población bajo el nivel de pobreza, afectado por la pandemia y con una de las tasas de vacunación más bajas del mundo, que mira ahora a China para conseguir vacunas. La Organización Mundial de la Salud considera que la mitad de la población afgana necesita ayuda humanitaria, entre ella diez millones de niños.
Solamente en el año 2021 ha habido más de dos mil muertos en el país, y han continuado los bombardeos. Según las propias fuentes del Mando central de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, en 2019 realizaron 7.423 ataques con drones, la nueva forma de matar a distancia. Un informe de 2017 del Council on Foreign Relations (CFR) norteamericano daba cuenta de que Obama normalizó esos bombardeos con drones, y lanzó 542 ataques que mataron a 3.797 personas en varios países.
Casi 800.000 soldados estadounidenses han pasado por Afganistán. Han muerto 2.500 militares y 4.000 mercenarios; y decenas de miles de heridos, además de los 1.200 militares muertos de otros países, cómplices de la ocupación y la guerra, como España. Esas son las cifras de los caídos entre los agresores, porque las muertes de afganos no mueven la compasión ni el duelo de Estados Unidos: en los últimos veinte años han perecido unos 60.000 combatientes irregulares y centenares de miles de civiles afganos, y millones de refugiados han huido a Pakistán e Irán. Según el informe Costos humanos y presupuestarios de la guerra contra el terrorismo, de la Universidad Brown, de Rhode Island, se estima que como resultado directo de la intervención militar estadounidense han muerto 241.000 afganos. Y esa cifra no incluye las muertes por enfermedades, las pérdidas por la falta alimentos, agua, ni por la destrucción de infraestructuras y otras consecuencias indirectas de la guerra.
Estados Unidos protegió gobiernos corruptos, un verdadero narcoestado, con Karzai y con Ghani. En 2001, cuando Estados Unidos invadió Afganistán, las hectáreas cultivadas para producir opio eran unas 8.000, según las cifras de la ONU; hoy, son 224.000. Estados Unidos permitió que los traficantes de heroína que se pasaron a su bando siguieran actuando en el mercado de la droga: se cultivaba incluso en tierras controladas por el gobierno de Kabul. Con opio refinado conseguían la heroína que después llevaban a los circuitos internacionales del crimen. La mayor cosecha de opio la historia se produjo en 2017, bajo el régimen títere de Estados Unidos, y casi el noventa por ciento de toda la heroína del mundo sale de Afganistán. Incluso la CIA se benefició de ello, para conseguir dinero y dedicarlo para financiar acciones criminales en otros escenarios del mundo. Estados Unidos impuso un régimen corrupto, y de él se han beneficiado militares norteamericanos, mercenarios, intermediarios, mercaderes de armas. Por eso, el mundo debe mirar a Bush y Obama, a Trump y Biden como criminales de guerra, que ordenaron bombardear a poblaciones civiles.
El impacto de la derrota afectará a su prestigio militar, a su acción diplomática, a la confianza de sus aliados, y a la fuerza que Estados Unidos pretende proyectar sobre el mundo. Pero aunque ha recibido un golpe demoledor, el imperialismo estadounidense no ha muerto, y sus servicios secretos van a seguir operando a través de diversas organizaciones terroristas: en Pakistán, empresas chinas que trabajan en el desarrollo de infraestructuras (presa de Dasu, autopista Gwadar East Bay Expressway, puerto de Gwadar, etc) padecen frecuentes atentados que ya han causado numerosos muertos entre los trabajadores e ingenieros chinos: Estados Unidos apuesta por la inestabilidad en la región para dificultar el desarrollo de la nueva ruta de la seda china. También opera desde el Beluchistán pakistaní, junto al Mossad israelí, para acosar a Irán.
Además de la derrota estadounidense, India, que apoyaba a Ghani, pierde pie, mientras Pakistán se refuerza, como Arabia. Irán, que comparte cultura y religión con la minoría hazara, frente a los sunnitas talibán, no quiere verse arrastrado a una guerra regional. Y China quiere estabilidad en la región y evitar que surja de nuevo el terrorismo islamista en Xinjiang, mientras Rusia protege su periferia, en Tayikistán, Uzbekistán y Turkmenistán.
El talibán, aunque deberá hacer un esfuerzo de pragmatismo para consolidarse, ya ha prohibido la música en Ghazni y ha impuesto fusilamientos. Es muy revelador que el nuevo gobierno talibán esté presidido por una figura de carácter religioso, y que el ministro del Interior sea Sarajudin Haqqani, dirigente de la siniestra red Haqqani (que creó y financió la CIA y fue apoyada por Reagan para combatir al gobierno comunista de Kabul) que se destacó por su extrema crueldad, capaz de violar niñas, arrancar los ojos a los prisioneros y decapitar. La red Haqqani fue primero muyahidin con al-Qaeda y Osama bin Laden, y después se hizo talibán. Ese es el Afganistán que deja Estados Unidos, un país aplastado de nuevo por el fascismo islamista.
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