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Afganistán: un sórdido futuro

Fuentes: El Viejo Topo

Publicado en El Viejo Topo, junio 2004. Los atentados del 11 de septiembre fueron el detonante para la intervención militar directa de Washington en Afganistán. La rápida campaña militar derrota al régimen talibán, y Estados Unidos, que había cerrado su embajada en 1989, vuelve a abrirla a finales de 2001. Victorioso, Washington muestra así al […]


Publicado en El Viejo Topo, junio 2004.

Los atentados del 11 de septiembre fueron el detonante para la intervención militar directa de Washington en Afganistán. La rápida campaña militar derrota al régimen talibán, y Estados Unidos, que había cerrado su embajada en 1989, vuelve a abrirla a finales de 2001. Victorioso, Washington muestra así al mundo las dimensiones de su cólera y, también, aprovecha la sorpresa internacional por la destrucción neoyorquina para iniciar una ambiciosa ofensiva militar en varios frentes: Afganistán había sido el primer acto de la tragedia. Allí, en los días finales de la guerra contra los talibán, entre una gran confusión y en medio del sufrimiento de la población, se establecen en el país tropas británicas, rusas, turcas, jordanas, y, sobre todo, norteamericanas, sin mandato de la ONU. Nadie se extraña.

El gobierno norteamericano, montado en el caballo desbocado de la venganza y de la mentira, no encuentra obstáculos a sus deseos en los organismos internacionales. La invasión y los bombardeos han causado miles de muertos y, según la Cruz Roja Internacional, un millón de nuevos refugiados. Pero esos detalles no preocupan en Washington: con sus potentes medios de propaganda, ahoga las críticas y mantiene la atención del mundo en la supuesta lucha contra el terrorismo y en la hipotética captura de Ben Laden y del rigorista mulá Omar. Al mismo tiempo, improvisa el nuevo poder. De esa forma, en noviembre de 2001, se celebra una conferencia en Bonn, que Washington ha preparado con rapidez: empieza a poner las bases de un nuevo gobierno cliente y la ampliación de su penetración militar en Asia central. Objetivo: dominar los recursos energéticos, ocupar el vacío dejado por Moscú, y, más allá, iniciar el cerco a China. Es una apuesta arriesgada, pero el proyecto vale la pena: pretenden consolidar el dominio norteamericano en el mundo para el siglo XXI.

Estados Unidos impone los acuerdos de la ciudad alemana, que hacen posible el primer gobierno provisional afgano. Cuenta con un presidente, cinco vicepresidentes y veinticuatro ministros. Hamid Karzai, nuevo presidente, está acompañado por los vicepresidentes Hedayat Amin Arsala, Mohamed Fahim, Hadji Mohamed Mohaqiq y Sima Samar, una mujer de origen hazara. El quinto vicepresidente no es nombrado, a la espera de ofrecer esa función a los grupos armados con influencia entre la población uzbeka. Los acuerdos de Bonn, que acaban de negociarse el 5 de diciembre de 2001, contemplan un período transitorio de seis meses para convocar una Loya Jirga -una asamblea tradicional que agrupa a señores de la guerra, caciques locales y sectores conservadores y clericales- y un período de transición de año y medio, durante el cual se aprobaría una constitución y se organizarían elecciones: en principio, hacia mediados de 2003.

De esa forma, tras la derrota de los talibán, el Consejo de Seguridad de la ONU -que se reúne en la Nueva York que ha sufrido los atentados, bajo una enorme presión norteamericana en la calle, en la prensa y en los pasillos del rascacielos de la Primera Avenida- aprueba una resolución, el 20 de diciembre de 2001, por la que autoriza el despliegue de una Fuerza Internacional de Seguridad y Asistencia (ISAF), hasta junio de 2002. Es una clara victoria política y diplomática para Estados Unidos: ha conseguido el aval internacional a la primera de sus guerras preventivas. Al igual que otros gobiernos, el gabinete conservador de Madrid colabora en la campaña militar, y, así, el 24 enero, José María Aznar y Juan Carlos de Borbón despiden a las tropas españolas destinadas a Afganistán.

En enero de 2002, en Tokio, Estados Unidos organiza una conferencia internacional, con la colaboración de Japón y la Unión Europea. Según Washington, el propósito es impulsar la inmediata reconstrucción de Afganistán. La propaganda norteamericana anuncia a todo el mundo que el país, tras casi un cuarto de siglo de guerra, va a convertirse en un nuevo Estado. El mundo parece creerles. Colin Powell y otros dirigentes norteamericanos declaran satisfechos que se ha conseguido recaudar una cifra de casi cinco mil millones de dólares para inversiones en Afganistán a lo largo del año siguiente. Todo parece funcionar. Sin embargo, ni la ferocidad de los bombardeos ni el derroche de dólares consiguen todos sus propósitos.

En ese momento, en Afganistán, ya se han iniciado las disputas por el reparto del poder entre los señores de la guerra, que, tras los años del régimen talibán, vuelven dispuestos a establecer su autoridad en sus antiguos feudos. Tropiezan con el obstáculo de que el gobierno Bush está decidido a fortalecer el poder vicario de su protegido Hamid Karzai: Washington incluso negociará secretamente con el régimen de los ayatolás iraníes para que dejen de proteger a Gulbuddin Hekmatyar, uno de los más feroces señores de la guerra, que se había opuesto a la designación de Karzai como nuevo presidente. Teherán, que busca una nueva relación con Afganistán, y, al mismo tiempo, en la resaca de los atentados de Nueva York, quiere rebajar la tensión de sus relaciones con Washington, accede a la petición de Bush. Algo semejante hacen otros gobiernos, cediendo a las exigencias norteamericanas.

De hecho, los países implicados en el conflicto, por vecindad o por cuestiones estratégicas globales, intentan limitar los daños que causa a sus intereses la nueva presencia norteamericana en Afganistán. A Paquistán, por ejemplo, que había protegido a los talibán, no le queda más remedio que adaptarse a las nuevas circunstancias. A veces, como en el caso de los miembros de la OTAN, procuran resistir las exigencias de Washington, aún sin reconocerlo así oficialmente: Francia y Alemania se encuentran en esa incómoda situación. Rusia, que, con Putin, apoya a Bush en los meses posteriores al 11 de septiembre, interviene en el nuevo escenario afgano con preocupación y con escasas bazas políticas.

Moscú, a donde llega Karzai en marzo de 2002 para reunirse con el presidente ruso, desea la pacificación de Afganistán y de Asia central sin renunciar a sus intereses, pero, al mismo tiempo, se encuentra atenazada por su declarada solidaridad con Washington, y opta por mantener buenas relaciones con el nuevo gobierno afgano, con quien firma unos acuerdos económicos limitados: Washington no está dispuesto a ceder en ninguno de sus intereses estratégicos en la zona. Para hacerlo, Moscú tiene en cuenta que Uzbekistán, en un gesto de gran importancia estratégica que invierte ochenta años de poder soviético en la zona y más de ciento veinte años de presencia rusa, había aceptado albergar tropas norteamericanas, sin consultar a Rusia, abriendo así Asia central a la penetración política y militar de Washington. De esa forma, diez años después de la desaparición de la URSS, Estados Unidos pone sus hombres en una de las antiguas repúblicas soviéticas, a la que seguirán otras. El pretexto de la solidaridad ante el terrorismo se revela así de una importancia transcendental para dar un paso que, de otra forma, hubiese sido considerado por Moscú como una agresiva acción de Washington. El presidente uzbeko, Islám Karímov, un converso al capitalismo y al poder autocrático, que reprime de forma sanguinaria a la oposición -aunque eso no preocupe a Bush- se convierte así en un aliado privilegiado de Estados Unidos: Karímov espera de ellos ayuda para combatir a sus enemigos internos. El chantaje norteamericano, en la emoción por los atentados de las Torres Gemelas, funciona a la perfección. Asia central está cambiando: Afganistán apenas es una pieza menor.

Por su parte, China -que contempla con lógica desconfianza el despliegue del poder militar norteamericano en Afganistán, sin perder de vista que Washington mantiene su presión militar en el estrecho de Formosa con su tradicional apoyo a Taiwan, y que, en los últimos años, ha creado una crisis artificial en la península de Corea, con el objetivo de crear dificultades a Pekín en su banda oriental y de cohesionar a sus aliados japoneses y coreanos del sur- decide, en diciembre de 2002, suscribir la llamada Declaración de Kabul, por la que Pekín, junto con Paquistán, Irán, Turkmenistán, Uzbequistán y Tayiquistán, se compromete a respeter las fronteras y la independencia del gobierno de Karzai. Implícitamente, en un gesto de realismo político, todos aceptan también el dominio norteamericano sobre Afganistán.

Francia y Alemania, comprometidas a regañadientes en la retórica de la solidaridad con Washington tras los atentados del 11 de septiembre, se ven forzadas a colaborar en la misión afgana de la OTAN, y un socio menor, España, que tenía tropas en Afganistán desdes finales de 2001, acepta, en febrero de 2002, mantener a sus soldados en Afganistán hasta junio del mismo año, dos meses más de lo que en principio había aceptado, con tan mala fortuna que, a finales de mayo, un avión que traslada a 62 militares españoles que vuelven a España se estrella en Turquía. España, que apenas tiene intereses en Iraq que no sean la firma de algún contrato secundario con empresas españolas, es rehén de la sumisión a Washington en su política exterior. Después, seguirá cediendo a las exigencias de Bush, que se renovarán con el nuevo gabinete socialista de Rodríguez Zapatero: a finales de abril de 2004, en el contexto del fracaso de la pacificación de Afganistán y de la retirada de tropas españolas de Iraq, la OTAN pedía a España que destinase más tropas a Afganistán.

En febrero de 2002, Abdul Rahman, ministro de Aviación y Turismo del gobierno de Karzai, es asesinado, y, aunque el dictador impuesto (o primer ministro interino, en la jerga de las tropas ocupantes norteamericanas) niega, increíblemente, que su muerte esté relacionada con las luchas intestinas en el país, pide públicamente a la ONU, desmintiéndose así, que se aumenten las tropas de la ISAF: Karzai teme por la consolidación de su poder vicario, ante la evidencia de que el asesinato había sido organizado desde las propias filas del gobierno. La nueva institucionalización hace aflorar las visibles dudas de Washington hacia los señores de la guerra, y trae consigo, en abril, el retorno del antiguo rey Zahir, un anciano que vuelve al país treinta años después de su marcha, acompañado por Karzai y varios ministros. Empieza a ser evidente, como ocurrirá después en Iraq, que Washington carece de un plan político para Afganistán, más allá de la utilización de la fuerza militar para imponer sus intereses. Paralelamente, Estados Unidos continúa su despliegue militar en todo Oriente Medio: en ese mismo mes de abril, envía centenares de soldados a Yibuti, un pequeño país africano, para controlar desde allí el Mar Rojo y el golfo de Adén.

Dos meses después, con el apoyo del antiguo rey Zahir, la Loya Jirga elige a Karzai presidente de una fantasmal Autoridad Transitoria, que se apoya en las decisiones de Washington y en los tanques del Pentágono. Sin embargo, pese a las presiones, amenazas y sobornos de los diplomáticos y militares norteamericanos, no todos los reunidos en la Loya Jirga apoyan a Karzai. Pero Rumsfeld y Powell esperan que esos obstáculos cedan ante la autoridad de Estados Unidos. Tras ello, siguiendo el diseño para mostrar al mundo una fachada democrática en Afganistán, la Loya Jirga empieza a preparar la creación de una especie de parlamento para convocar después elecciones.

Esos propósitos no llegarán muy lejos: en junio, el gobierno de Karzai, aconsejado por los asesores norteamericanos para evitar nuevos enfrentamientos políticos en la Loya Jirga, y militares en las regiones del país, hace que ocho regiones afganas designen cinco delegados cada una para decidir sobre la convocatoria electoral, mientras anuncia al país que la justicia afgana estará inspirada en la ley coránica. Era una cruel ironía, puesto que el aparato propagandístico norteamericano había denunciado el rigorismo talibán para reforzar la legitimidad de la invasión lanzada por el Pentágono en octubre de 2001. El propio gabinete pasará a denominarse Gobierno islámico de transición y Karzai se convierte oficialmente en jefe del Estado.

La provisionalidad del poder ejercido por Karzai se cierra así con su elección en la Loya Jirga, que, inmediatamente después, es disuelta. En ese momento, el dictador impuesto nombra tres vicepresidentes: Mohamed Fahim Jan, que continúa en la cartera de Defensa; Abdulelí Jalili, miembro de la comunidad hazara, y Hayi Abdul Quadir, señor de la guerra del Este del país. Además, Karzai nombra un nuevo gobierno, que recibe el completo apoyo del enviado de Bush, Zalmay Jalilzad, y del representante de la ONU, Lakhdar Brahimi, el mismo que ahora negocia una solución para la caótica situación creada por los norteamericanos en Iraq. A finales de junio de 2002, con el juramento de los nuevos ministros, se cierra el plan preparado por los asesores de Rumsfeld y del Departamento de Estado norteamericano: sobre el papel, el nuevo gobierno tiene por delante un período de dos años, que se considera suficiente para consolidar el poder de Karzai, pacificar Afganistán y asegurar el desarrollo de los intereses económicos de Washington. Ya no se habla de las elecciones de mediados de 2003. Pero, pese a la satisfacción de los hombres de Bush, no les va a resultar tan sencillo imponer el nuevo plan.

Apenas cuatro meses después del asesinato del ministro Abdul Rahman, el vicepresidente Abdul Qadir es también asesinado, y, en septiembre de 2002, el propio Karzai es objeto de un atentado, mientras se producen decenas de muertos en Kabul, en acciones protagonizadas por diferentes facciones de los señores de la guerra y, probablemente, por los talibán. El monstruo que habían creado y financiado para combatir a la URSS seguía ensangrentando el país. En noviembre, manifestaciones de protesta de estudiantes en Kabul, son liquidadas por la policía de Karzai con una matanza en las calles de la ciudad: todavía se ignora cuántos muertos causaron. Estados Unidos justifica la masacre por las supuestas simpatías de los estudiantes hacia los talibán, y sigue insistiendo en el espantajo del terrorismo para justificar su acción militar represiva. Unas semanas antes, Washington habían atacado con misiles territorio del Yemen, matando a supuestos terroristas de Al Qaeda. Por si quedaban dudas, la política norteamericana en toda la zona sigue lanzando agresiones y castigos militares, y persigue, donde le es posible, la imposición de poderes clientes: continúa bombardeando Iraq, mientras prepara secretamente la invasión, y, además, amenaza diplomáticamente a los países que se resisten a sus presiones, como Irán o Siria, aunque, para estos, las amenazas más serias llegarán tras la caída de Bagdad.

En diciembre, otra vez en Bonn, una nueva sesión dedicada a Afganistán decide crear un ejército afgano de setenta mil soldados dirigido por Karzai, cuya instrucción correría a cargo de Washington, Londres y París: Estados Unidos, que, aunque lo niegue, prepara la guerra contra Iraq, están interesados en que los europeos se impliquen todavía más en la situación afgana, para abrir el nuevo frente de guerra de Oriente Medio. Ese mismo mes, el Consejo de Seguridad de la ONU levanta el embargo a Afganistán, al tiempo que, más discretamente, se firma el acuerdo -entre Paquistán, Turkmenistán y Afganistán- para iniciar la construcción del gran gasoducto que cruza Afganistán: por si alguien lo dudaba, la firma del convenio es la demostración del decidido interés norteamericano por controlar las reservas energéticas de Asia central. La invasión de Afganistán se hizo, entre otras cosas, para eso.

En enero de 2003, las tropas norteamericanas se enfrentan a los rebeldes en el sur del país, y el mulá Omar hace un llamamiento al jihad contra Washington y el gobierno de Karzai. En mayo, Donald Rumsfeld, secretario de Defensa norteamericano, llega a Kabul en visita de inspección y promete un mayor esfuerzo militar para pacificar el país. Como consecuencia de la visita, Karzai encarga al señor de la guerra Dostum, viceministro de Defensa, la tarea de desarmar a los distintos sectores que siguen enfrentándose por espacios de poder y por el negocio de la droga, y que, también, se niegan a entregar a Karzai una parte de los beneficios de sus actividades. Sin embargo, desarmar a los distintos señores de la guerra es algo que excede la capacidad de Dostum y del propio Karzai.

El país continúa sin estabilizarse, y a los enfrentamientos entre señores de la guerra, a la persistencia de la guerrilla talibán, hay que añadir el sordo descontento de la población y una gran inseguridad en todo el territorio, hasta el punto de que las organizaciones humanitarias exigen a la ONU que se aumenten las tropas de la OTAN que están estacionadas en Afganistán, entre ellas las españolas. Ya en febrero de 2003, el Consejo de Seguridad, cediendo de nuevo a las presiones de Estados Unidos, había autorizado a la OTAN a desplegarse en cualquier parte del país, además de en Kabul. Así, en agosto de 2003, la OTAN se hace cargo del mando de lo que, abusivamente, se llama ahora operación de paz en Afganistán. Pero, pese a la bravuconería de Rumsfeld, se pone de manifiesto que Washington, que ya ha invadido Iraq y derrocado a Sadam Hussein, no dispone de divisiones suficientes para tantos frentes: consigue, aunque en diferentes grados, implicar más a sus aliados de la OTAN en el avispero afgano. En la reunión de la OTAN, en Bruselas, de diciembre del mismo año, los ministros de Defensa estudian la difícil situación en que se encuentran en Afganistán: son prisioneros de la solidaridad atlántica.

Al mismo tiempo, en noviembre de 2003, se inician combates entre señores de la guera en las provincias afganas limítrofes con Irán, y los aviones norteamericanos bombardean el frente en Shindand, una pequeña ciudad al sur de Herat. También se producen enfrentamientos, con decenas de muertos, en las provincias de Helmand y de Sari Pul. La situación es tan grave que uno de los representantes de la ONU en Afganistán, Jean-Marie Geéhenno, declara ante el Consejo de Seguridad, en octubre de 2003, que el poder de Karzai «empieza a resquebrajarse». Se oían ya advertencias de que las elecciones previstas para junio de 2004 tampoco podrían celebrarse. Donald Rumsfeld vuelve al país en diciembre, con la misión oficial de impulsar la reconstrucción: en realidad, para apoyar a Karzai, que apenas domina una parte del país.

En ese mismo mes, Washington lanza la Operación Avalancha contra insurgentes talibán, en el sur y en el este del país. Apenas diez días después de la misión de Rumsfeld, de nuevo se reúnen centenares de delegados de la Loya Jirga, para discutir una Constitución, que quedará aprobada a principios de enero de 2004. El nuevo plan diseñado por Washington para consolidar a su protegido Karzai parece salir adelante: a finales de enero, el dictador títere ratifica la nueva Constitución y proclama que va a centrarse en la organización de unas elecciones democráticas. La costumbre de mentir se ha convertido ya en una segunda piel para todos y Washington no quiere perder más esfuerzos. Al mismo tiempo, Karzai continúa reclamando más ayuda económica para la reconstrucción y para el combate contra el tráfico de drogas. Eran, también, unas hipócritas palabras de uno de los señores de la guerra (para algunas fuentes, el más importante de ellos): según afirmó el propio Brahimi ante el Consejo de Seguridad de la ONU, en enero de este mismo año, el tráfico de opio representaba ya la mitad del producto interior bruto afgano. Desde la entronización de Karzai como dictador impuesto, la producción de heroína se había multiplicado por diez, y Afganistán cultivaba, en 2003, el setenta y cinco por ciento de todo el opio del mundo.

En marzo, el Consejo de Seguridad de la ONU aprueba una resolución renovando durante un año más la Misión de Asistencia de Naciones Unidas en Afganistán, UNAMA, que había sido creada en marzo de 2002. El Consejo de Seguridad llamaba al gobierno de Karzai a realizar las elecciones presidenciales y parlamentarias, previstas para este año, «con la mayor representatividad posible»: en la negociación del texto, esas palabras habían sido introducidas por las exigencias europeas, rusas y chinas. Pocos días después, se reunía en Berlín la Tercera Conferencia Internacional para Afganistán, con el propósito de conseguir donaciones. Allí, Kofi Annan destaca la importancia de reconstruir el país, revelando, pese a la prudencia de sus palabras, que apenas se había iniciado, mientras Karzai pedía, de nuevo, más ayuda internacional, utilizando el espantajo del peligro de la droga, comercio controlado por los mismos señores de la guerra que le auparon al poder. Finalmente, las ayudas recolectadas en Berlín alcanzaron una cifra de 6.600 millones de euros, hasta marzo de 2007. La promesa de realizar elecciones en junio de 2004, aun en las condiciones de un país ocupado, quedaba atrasada hasta finales de septiembre, casi tres años después del inicio de la invasión norteamericana. Era el tercer aplazamiento.

Estados Unidos sabe que las mentiras se olvidan, y que los problemas pueden ser reducidos al silencio: casi tres años después del inicio de la invasión norteamericana, Afganistán ha desaparecido prácticamente del primer plano de la actualidad informativa. La reconstrucción del país no se ha iniciado. Todavía perduran las consecuencias del terremoto de marzo de 2002, en Baghan, que acabó con la vida de miles de afganos: las misiones de ayuda enviadas por las fuerzas de ocupación apenas aliviaron el sufrimiento. Una vez más, en esta ocasión en Baghan, Estados Unidos mostraba al mundo que es capaz de transportar enormes carros de combate y gigantescos bombarderos a miles de kilómetros de distancia, pero se revela incapaz -o, más sencillamente, no le preocupa en exceso el sufrimiento de la población- para llevar alimentos o medicinas en cantidad suficiente para las víctimas del terremoto.

Conseguida la penetración política en Uzbekistán, Turkmenistán y Tayikistán, acompañada de la instalación de bases norteamericanas, en principio provisionales, pero que Washington piensa convertir en definitivas, Estados Unidos se muestra hoy dispuesto a ceder a sus aliados de la OTAN, de forma significativa, el control sobre el terreno en Afganistán, para limitar los daños a sus fuerzas militares y para concentrarse en otros focos de crisis. Mientras las tropas de ocupación median en la rivalidad entre tayikos y pastunes, al tiempo que intentan limitar la desconfianza de uzbekos, kirguises y hazaras, y mientras sentencian en las disputas entre facciones de señores de la guerra, pretenden que Karzai limite la fragmentación del territorio: Washington no tiene un modelo para el futuro de Afganistán. Contrariamente a lo que afirma su propaganda, y a lo que escriben algunos intelectuales complacientes o poco informados, Washington nunca ha pretendido implantar la democracia en el país: le basta con tener un gobierno cliente, que pacifique el territorio y asegure la regulación de los flujos energéticos. Para ello, cuenta con forzar la complicidad de sus aliados de la OTAN. Ahora, Estados Unidos está presionando a Alemania, Turquía y España, y en menor medida a Francia, para que envíen más tropas a Afganistán. Recientemente, Nicholas Burns, el embajador norteamericano ante la OTAN, lo ha exigido explícitamente a España.

En 1980, poco antes de su muerte, el escritor británico Bruce Chatwin escribía que en la década de los sesenta todavía se podía viajar a Afganistán, aunque después los visitantes occidentales «echaran a perder» (?) el país por llevar las ideas marxistas a los afganos cultos. Era una curiosa forma de entender el valor de una cultura: la persistencia de las formas tradicionales de vida, su amor por las estampas medievales de un país atrasado, lo hacía a sus ojos ser un país «auténtico», que, después, la instrucción y el desarrollo destruirían. No podemos saber qué pensaría hoy Chatwin, viendo un Afganistán miserable, hundido en una edad media de ladrones y asesinos. Pero no hay duda de que una de las consecuencias más importantes de los atentados del 11 de septiembre fue, además de la ocupación de Afganistán y del establecimiento de un siniestro régimen cliente, la penetración norteamericana en las antiguas repúblicas de Asia central: los intereses de la industria petrolera y de las empresas de armamento habían vencido, al menos, momentáneamente. Afganistán, liberado por las tropas norteamericanas, condenado a una siniestra edad media, ocupado por militares coloniales, clérigos y bandidos, tiene ante sí un sórdido futuro.