2005 está siendo, utilizando el término regio, el «annus horribilis» de Bashar Al Assad. Sometido a fuertes presiones desde el exterior, a causa de las presuntas actividades sirias en Líbano e Irak, así como desde el interior, con unas demandas latentes de apertura y cambio político, el régimen de Damasco intenta maniobrar en un entorno […]
2005 está siendo, utilizando el término regio, el «annus horribilis» de Bashar Al Assad. Sometido a fuertes presiones desde el exterior, a causa de las presuntas actividades sirias en Líbano e Irak, así como desde el interior, con unas demandas latentes de apertura y cambio político, el régimen de Damasco intenta maniobrar en un entorno cada vez más hostil. A medida que pasa el tiempo, el cerco se va estrechando en torno a Siria, sus aliados son cada vez más escasos y a la sazón también forman parte de la «lista negra» de EEUU.
El 21 de octubre, se presentaron los resultados de la comisión internacional que investiga el asesinato de Rafiq al Hariri y que dirige el fiscal alemán Detlev Mehlis. Como era de esperar, el informe extiende sus acusaciones sobre numerosos altos cargos sirios y libaneses, alcanzando a la propia familia de al Assad. El bloque mayoritario en el Parlamento libanés, liderado por el hijo del mártir, Saad Edine al Hariri, bajo el lema «La verdad», y respaldado por la Administración Bush, no ha tardado en declarar que Siria debe rendir cuentas, y de solicitar que las acusaciones se sustancien en un tribunal internacional. EEUU, Francia y Gran Bretaña ya están preparando acciones en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pocos días antes de la presentación del informe, la agencia oficial de noticias de Siria, Sana, informaba del suicidio del ministro de Interior y ex jefe de la inteligencia militar siria en Líbano, Ghazi Kanaan, en su despacho del barrio de Marje, en Damasco. Tanto él como su sucesor, Rustom Ghazali, estaban siendo interrogados por Mehlis, sus bienes congelados por el departamento del tesoro de EEUU, y sus cuentas bancarias abiertas a los investigadores internacionales. La prontitud y discreción con la que Damasco ha pasado página no acrecienta la teoría del complot, tan extendida en Oriente Medio, que ve a Kanaan como cabeza de turco del régimen. Pero el informe Mehlis va más allá, determinando que el asesinato de Hariri precisó de una larga planificación y un amplio despliegue operativo, e implicando, entre otros, al propio cuñado de Al Assad, Asef Sawkat, director de los servicios secretos, y al ministro de Exteriores Farouq Sharaa, a quien acusa de obstaculizar la investigación. El presidente libanés, Emile Lahoud, tampoco ha quedado libre de sospecha. Uno de los presuntos autores del atentado, Ahmad Abdel-Al, miembro del grupo sufí Ahbash, aliado de Siria, presuntamente llamó a su teléfono privado pocos minutos antes de la explosión. En cuanto a la operativa, el informe apunta también a la participación de miembros del Frente Popular de Liberación de Palestina (FPLP), con amplia presencia en los campos de refugiados libaneses. La reacción oficial siria, en boca de su ministro de Información, Mehdi Dakhlallah, ha sido de total rechazo a las conclusiones del informe. Por su parte, el rais sirio Bashar al Assad ha declarado repetidamente que su país no está directamente implicado en la muerte de Hariri. En una reciente entrevista concedida a la CNN, al Assad insistió en la inocencia de su Gobierno y señaló que, en caso de que hubiera ciudadanos sirios implicados, «serían considerados traidores y deberían ser llevados a la justicia, siria o internacional». No obstante, dado el alcance de las acusaciones del informe Mehlis, parece difícil que el Gobierno se avenga a sacrificar a todos los acusados sin presentar batalla legal y mediática, ante un hipotético tribunal internacional. En todo caso, es probable que acabe teniendo que hacer algunas concesiones como pago por sus desmanes en el Líbano. En apoyo al régimen sirio, Hezbollah, los grupos palestinos y ciertas facciones libanesas han achacado un claro sesgo político al informe, advirtiendo de que no permitirían que sea utilizado en detrimento de su aliado de Damasco, y considerando que el asunto debe dirimirse internamente, sin intervención extranjera, en clara alusión a EEUU. Apoyo a la guerrilla iraquí Desde que EEUU lanzó su guerra «contra el terror», Siria se esfuerza por limpiar su imagen de «estado malvado», aunque con poco éxito. Las relaciones entre ambos países están enturbiadas desde que Washington considerara a Siria una «amenaza para la seguridad de la región», y ya en 2004, el Congreso estadounidense aprobaba sendas leyes que establecían sanciones económicas para el país. Las vagas acusaciones de apoyar el «terrorismo internacional» aluden al respaldo de Damasco a grupos considerados «terroristas» por EEUU, como Hezbollah o diversas milicias palestinas, y castigan sus agrias relaciones con Israel. No obstante, las acusaciones vertidas relacionando al régimen sirio con los movimientos islamistas recuerdan a las que recibía Arafat, o se hicieron contra Saddam Hussein. Aunque las actividades del ubicuo y temible Mujabarat sirio son oscuras y probablemente tenga contactos con varios grupos armados, Al Assad es un claro enemigo de la extensión del islamismo, puesto que éste constituye una amenaza para su propio Gobierno. De hecho, Siria ha cooperado abiertamente con EEUU en esta materia, ofreciendo información y recursos desde el 11 de septiembre. Ya en la primera Guerra del Golfo, se alineó con Bush padre en contra del enemigo, aunque camarada ideológico, Saddam Hussein. En los últimos meses, al Assad ha hecho intentos de congraciarse con Washington en un plano diplomático a través de la mediación de terceros países, y ha redoblado la vigilancia en la frontera iraquí, aunque resulta difícil contener la solidaridad que despierta el país vecino en gran parte de la población siria. Demandas de apertura Al Assad y su Gobierno pertenecen a una de las minorías de la zona, los alawitas, escisión del chiísmo, y cuya supervivencia depende en gran medida de la libertad religiosa en un país de mayoría sunnita, aunque con importantes comunidades cristianas. Los intentos de tomar el poder por parte de grupos islamistas han sido aplastados sin miramientos. En 1982, la Hermandad Musulmana (grupo islámico originario de Egipto y hoy ilegalizado en Siria) mantuvo un tour de force con el gobierno que acabó en la batalla de Hama, donde artillería y blindados del Ejército arrasaban la ciudad acabando con la vida de, al menos, 10.000 personas. Desde entonces no ha habido otra revuelta. Recientemente los grupos opositores internos (todos ellos de izquierdas y de corte laico, puesto que los partidos basados en etnia o religión están prohibidos), consensuaron la Declaración de Damasco, que solicitaba una mayor apertura política, así como la derogación del estado de emergencia, en el que vive el país desde la toma del poder de los baasistas en 1963. Aunque hasta ahora el Gobierno ha dado negativas a la oposición, argumentando que no puede respaldar a partidos inspirados en el extranjero (en clara alusión a ciertos grupos opositores financiados por EEUU), se hace necesario que el régimen ceda un poco, tal y como ha hecho con las tímidas aperturas de ciertos sectores económicos, si no quiere que se extienda el descontento social. Washington continúa con su estrategia de «extender la democracia» en Oriente Medio mientras Israel mantiene un ruidoso silencio ante la caída en desgracia de su archienemigo. Pero la conservadora y orgullosa sociedad siria no es amiga de intervenciones extranjeras, y en el fondo teme la debilidad del régimen, que conllevaría una peligrosa inestabilidad para toda la región. Es posible que los sirios acaben pagando por sus excesos durante los largos años de ocupación de Líbano, pero queda por demostrar su culpabilidad directa en el magnicidio, así como la vaga acusación de fomentar el «terrorismo internacional». En todo caso, a ojos de la opinión pública internacional, al Assad ya ha sido condenado. – (*) Ricard Boscar es colaborador del Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN).