En un mensaje por WhatsApp, la viceministra de Exteriores de la no reconocida República de Artsaj (Nagorno-Karabaj), Arminé Aleksanyan, decía tener “un sentimiento de completo vacío”.
El personal femenino de este Gobierno fue evacuado a la capital armenia, Ereván, en vísperas de la caída de la ciudad de Sushi (Shushá, en azerí, a partir de ahora), que fue a regañadientes reconocida el lunes solo para que unas horas después se anunciara un acuerdo de alto el fuego que implica la derrota de las fuerzas armenias ante las tropas de Azerbaiyán.
El acuerdo lleva el sello de Rusia y de nadie más. Pero implica nada menos que la aplicación (veremos si se produce) de los llamados “principios básicos” debatidos durante 26 años de infructuosa negociación o de ausencia de ella, y que quedaron fijados en la conferencia de Madrid del 2007. Son de implementación por fases, como quería Rusia, y dejan para más adelante el estatuto jurídico en que ha de quedar el territorio de Nagorno-Karabaj.
La devolución a Azerbaiyán de los siete distritos anexos al enclave conmociona a los armenios
El conflicto congelado de la antigua Unión Soviética más intratable podría quedar por fin resuelto tal como se pensó desde un principio pero a costa de una guerra con no se sabe aún cuántos miles de víctimas.
En la guerra de 1991-94, los armenios no solo expulsaron a la minoría azerí de Nagorno-Karabaj sino que arrebataron a Azerbaiyán siete distritos contiguos (ver mapa). Azerbaiyán ha retomado por las armas cuatro de ellos, y en base al acuerdo –y con plazos fijados–, Armenia tendrá que devolver otros tres (Kelbajar, Lachin y Agdam). Otro punto capital –y el más complejo– es el derecho retorno de los refugiados azeríes (fueron unos 724.000 en 1994). La continuidad entre Armenia y el enclave queda garantizada por una ampliación del llamado corredor de Lachin, que será vigilado por tropas rusas. De manera simétrica, Azerbaiyán tendrá un corredor a través de Armenia que lo conecte a su aislado territorio de Najicheván.
Para Armenia es un mazazo. Nagorno Karabaj es cardinal en el sentimiento nacionalista y en su vida política. A las dos de la madrugada de ayer, el primer ministro Nikol Pashinián daba a conocer la declaración firmada (de manera virtual) con el presidente azerbaiyano, Ilham Alíev, y Vladímir Putin, “indescriptiblemente dolorosa para mi personalmente y para nuestra gente”. En Erevan, la gente se echó a la calle a protestar y no paró hasta la sede del Gobierno en busca de Pashinián; fueron hasta su casa… La oposición le llamaba “traidor” y exigía su dimisión; veteranos de la guerra de los noventa irrumpían en una sesión parlamentaria. El presidente Armén Sargsián se enteraba del acuerdo por la prensa, según la agencia Efe. Nikol Pashinián siempre defendió la voz propia de Nagorno-Karabaj y prometió que nunca firmaría un acuerdo sobre este territorio en secreto y sin consultarlo. Había hecho todo lo contrario, aunque no es menos cierto que el presidente de la República de Artsaj, Araik Arutyunyan, escribió en Facebook que “…a fin de evitar numerosas víctimas y la pérdida completa de Artsaj, he dado mi consentimiento para acabar la guerra”. En parecido sentido iba el comunicado del Ministerio de Defensa armenio.
Todo ocurrió como en un guion escrito. Este largo conflicto tiene muchos elementos simbólicos, tantos más cuanto que armenios y azerbaiyanos han creado sus narrativas, entre lo épico, lo trágico y lo mítico. El símbolo para Azerbaiyán era la ciudad de Shusá, la más azerí de Nagorno-Karabaj, cuna de poetas. Para los armenios esta ciudad representaba más que nada su triunfo en la guerra de los noventa, ya que conquistarla fue determinante. El pasado fin de semana la perdieron, y con ella habrían perdido la capital, Stepanakert.
Era muy previsible que el presidente Alíev se detuviera aquí. Durante su campaña militar, mantuvo la presión sobre el este de Nagorno- Karabaj al tiempo que penetraba por los distritos geográficamente más blandos del sur hasta llegar a Shushá. La toma de Shuhsá le daba la opción de imponer la paz con condiciones draconianas para los armenios pero respetuosas con la ley internacional: la recuperación de los siete distritos adyacentes que le pertenecen. Y eso sin exigir la devolución de Nagorno-Karabaj; es como si todo el enclave estuviera representado por Shushá…
Armenia ha estado sola en el mundo en esta guerra. El autócrata Alíev tiene, por el contrario, el petróleo, las armas ultramodernas, sus lobbies por el mundo…, y un respaldo legal que el antiguo periodista Nikol Pashinián se ha empeñado en negar en entrevistas a grandes medios internacionales. Según él, no se puede admitir un estatus –la pertenencia de Nagorno-Karabaj a Azerbaiyan– que data de la URSS, dado que el enclave declaró su independencia en 1991.
Tampoco Pashinián reconoció que Armenia ocupara los siete distritos. Estos, considerados “zona de seguridad”, han acabado causando más inseguridad, como escribía el exministro e historiador armenio Gerard Jirar Libaridian al poco de comenzar la guerra. Desde el momento en que empezaron a ser llamados “territorios liberados” quedó claro que el liderazgo armenio no iba a preparar a la población para un pacto con Azerbaiyán que un día u otro tendría que producirse. Y ahora ha sido a un alto coste.