El presidente Joe Biden deberá afrontar en lo inmediato una serie de crisis interiores extraordinarias –una pandemia que se dispara, una economía en punto muerto y punzantes heridas políticas, en particular tras el reciente ataque de los trumpistas al Capitolio–, pero pocos desafíos son susceptibles de resultar más graves que la gestión de las relaciones de Estados Unidos con China.
Aunque suelen ser consideradas como una lejana preocupación de política exterior, estas relaciones son de hecho omnipresentes y afectan a la economía, al coronavirus, al cambio climático, a la ciencia y la tecnología, a la cultura popular y al ciberespacio.
Si la nueva administración continúa la vía trazada por la precedente, una cosa será segura: Estados Unidos se verá arrastrado a una nueva e insidiosa guerra fría con este país, lo que dificultará los progresos en casi todos los ámbitos importantes. Para lograr verdaderos avances en el actual desorden mundial, el equipo de Biden deberá ante todo evitar este conflicto futuro y encontrar medios de colaborar con su poderoso adversario. Pero algo es seguro: la búsqueda de una forma de navegar por esta vía minada resultará muy exigente para los más experimentados responsables del equipo dirigente de Biden.
Aun sin los corrosivos efectos de la diplomacia hostil de Donald Trump en estos últimos años, China plantearía un desafío enorme a cualquier nueva administración. Se jacta de ser la segunda economía mundial y, según algunos analistas, pronto superará a Estados Unidos para convertirse en la número uno. Aunque haya muchas razones para condenar la forma como Pekín ha abordado la pandemia del coronavirus, el severo confinamiento autoritario a escala nacional (después de que China rechazase inicialmente reconocer la existencia del virus y el alcance de su propagación) ha permitido al país recuperarse de la covid-19 más rápido que la mayoría de los países. En consecuencia, Pekín registró ya un fuerte crecimiento económico durante el segundo semestre de 2020, la única gran economía del planeta en hacerlo. Esto significa que China está más que nunca en condiciones de dictar las reglas de la economía mundial, una situación confirmada por la reciente decisión de la Unión Europea de firmar un importante acuerdo de comercio e inversión con Pekín [acuerdo de finales de 2020 concluyendo unas negociaciones comenzadas en 2013], dejando simbólicamente de lado a Estados Unidos, justo antes de la entrada en funcionamiento de la administración Biden.
Después de años de aumentar sus gastos de defensa, China posee ya el segundo ejército más importante del mundo, dotado de un moderno arsenal de todos los tipos. Aunque no sea capaz de enfrentarse a Estados Unidos en alta mar o en regiones alejadas, su ejército –el Ejército Popular de Liberación, EPL– está ya en condiciones de desafiar la antigua supremacía de América en regiones más cercanas, como el extremo oeste del Pacífico. Desde la expansión imperial de Japón en los años 1930 y comienzo de los 1940, Washington no se había encontrado con un enemigo tan temible en esta parte del mundo.
En algunos ámbitos críticos –avances científicos y tecnológicos, influencia diplomática y finanzas internacionales, entre otros–, China cuestiona ya, incluso supera, la primacía mundial largo tiempo asumida por Estados Unidos. En otras palabras, en muchos frentes, tratar con China plantea un enorme problema al nuevo equipo dirigente estadounidense. Peor aún, las nefastas políticas de la administración Trump respecto a China, combinadas con las políticas autoritarias y militaristas del presidente chino Xi Jinping, plantean desafíos inmediatos a Joe Biden a la hora de gestionar las relaciones entre Estados Unidos y China.
La herencia tóxica de Trump
Donald Trump hizo campaña por la presidencia comprometiéndose a castigar a China por su pretendida voluntad sistémica de construir su economía robando la de Estados Unidos. En 2016 juró que, si era elegido presidente, utilizaría el poder del comercio para poner fin a las prácticas nefastas de este país y restaurar la primacía mundial de Estados Unidos. Una vez instalado en la Casa Blanca, efectivamente, impuso una serie de derechos de aduana sobre el equivalente a unos 360.000 millones de dólares de importaciones chinas –un gran obstáculo para la mejora de las relaciones con Pekín–. Joe Biden debe decidir si mantiene estas barreras aduaneras, las suaviza o las elimina por completo.
Las restricciones impuestas al acceso de empresas chinas a la tecnología americana, en particular a programas y microchips punteros, necesarios para el futuro desarrollo de las telecomunicaciones de quinta generación (5G), son aún más amenazantes para unas futuras relaciones cordiales. En mayo de 2019, afirmando que las grandes empresas chinas de telecomunicaciones como Huawei y ZTE Corporación tenían vínculos con el EPL y representaban por tanto una amenaza para la seguridad nacional americana, Trump aprobó un decreto prohibiendo a estas empresas comprar a empresas estadounidenses microchips y otros equipamientos de alta tecnología. Le siguieron una serie de decretos y otras medidas. Pretendían restringir el acceso de las empresas chinas a la tecnología americana.
En el marco de estas acciones y de otras iniciativas conexas, el presidente Trump y sus principales asociados –sobre todo el secretario de Estado, Mike Pompeo, y Peter Navarro, asistente del presidente en el White House Nacional Trade Council– afirmaron que actuaban para proteger la seguridad nacional contra el riesgo de operaciones de información llevadas a cabo por el EPL. No obstante, según sus declaraciones de la época, era evidente que su verdadera intención era la de obstaculizar el progreso tecnológico de China para debilitar su competitividad económica a largo plazo. También aquí, Biden y su equipo tendrán que decidir si mantiene las restricciones impuestas por Trump, lo que afectaría todavía más a las relaciones chino-americanas, o da marcha atrás en un esfuerzo por mejorar estas relaciones.
La crisis china: dimensiones militar y diplomática
Un desafío aún mayor para el presidente Biden serán las iniciativas militares y diplomáticas agresivas emprendidas por la administración Trump. En 2018, su secretario de Estado de Defensa, Jim Mattis [que entró en el 20 de enero de 2017 y dimitió en febrero de 2019], publicó una nueva doctrina militar con el título de “Concurrencia de grandes potencias”. Debía regular la futura planificación del Ministerio de Defensa. Tal como enunciaba la política oficial de defensa nacional del Pentágono de dicho año, la doctrina preveía que las fuerzas estadounidenses debían concentrarse en adelante no ya en la lucha contra los terroristas islamistas en las regiones atrasadas del tercer mundo, sino en la lucha contra China y Rusia en Eurasia. “Aunque el Ministerio sigue adelante en la campaña contra los terroristas”, declaró Mattis el 26 de abril de 2018 ante el Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, “el principal objetivo de la seguridad nacional de Estados Unidos a largo plazo es la concurrencia estratégica; no el terrorismo”.
Conforme a esta política, durante los años siguientes se ha recentrado y reorganizado considerablemente el conjunto del establishment militar, pasando de una fuerza antiterrorista y antiinsurreccional a una fuerza armada equipada y concentrada en la lucha contra los ejércitos chino y ruso, en la periferia de estos mismos países. “Hoy día, en esta era de competición entre las grandes potencias, el Ministerio de Defensa ha dado prioridad a China, y después a Rusia, como nuestros principales competidores estratégicos”, declaró el secretario de Defensa Mark Esper el 16 de setiembre de 2020, poco antes de ser sustituido por el presidente por haber apoyado, junto a otros, un llamamiento a reducir el número de bases militares americanas que siguen llevando hoy en día el nombre de generales confederales durante la guerra civil. Hecho significativo: cuando todavía estaba en el poder, Mark Esper identificó a China como el competidor estratégico número uno de Estados Unidos, una distinción que Jim Mattis no llegó a hacer.
Para asegurar la primacía de Washington en esta competición, Mark Esper destacó tres grandes prioridades estratégicas: la militarización de las tecnologías punta, proseguir la modernización y la mejora del arsenal nuclear del país, y el reforzamiento de los lazos militares con los países aliados que rodean a China. “Para modernizar nuestras capacidades”, declaró, “hemos conseguido obtener financiación para tecnologías que cambian la situación, como la inteligencia artificial, la hipersónica, la energía dirigida [por ejemplo radiación electromagnética, láseres, haz de partículas, etc.] y las redes 5G”. También se han realizado progresos significativos, afirmó, en la “recapitalización de nuestra tríada nuclear estratégica”: el redoblado amplio arsenal de misiles balísticos intercontinentales con base en tierra (ICBM), misiles balísticos lanzados por submarinos (SLBM) y bombarderos nucleares de largo alcance. Además, con el objetivo de cercar a China con un sistema de alianzas hostil dirigido por Estados Unidos, Mark Esper se jactó: “Ponemos en marcha un plan coordinado, el primero de este tipo, para reforzar a los aliados y construir socios”.
La mejora de los lazos con Taiwán era un objetivo particular de la administración Trump (y una provocación particular hacia Pekín)
Para los dirigentes chinos, el hecho de que la política militar de Washington apele en adelante a semejante programa con tres componentes de modernización de armas no nucleares, de modernización de armas nucleares y de cerco militar, significa una cosa evidente: están confrontados a una amenaza estratégica a largo plazo que necesitará una gran movilización de sus capacidades militares, económicas y tecnológicas para poder responder. Lo cual es, desde luego, la definición misma de una nueva competición de tipo guerra fría. Y los dirigentes chinos han dejado bien claro que se opondrán a cualquier iniciativa de este tipo, tomando las medidas que juzguen necesarias para defender la soberanía y los intereses nacionales de China. No es sorprendente por tanto enterarse de que, al igual que Estados Unidos, están adquiriendo un amplio abanico de modernas armas nucleares y no nucleares, así como militarizando las tecnologías emergentes para asegurar el éxito o al menos una apariencia de paridad en un choque futuro con las fuerzas de Estados Unidos.
Paralelamente a estas iniciativas militares, la administración Trump ha pretendido perjudicar a China y frenar su desarrollo por medio de una estrategia coordinada de guerra diplomática –esfuerzos que incluyen sobre todo un mayor apoyo a la isla de Taiwán (reivindicada por China como una provincia secesionista), lazos militares cada vez más estrechos con India y la promoción de vínculos militares comunes entre Australia, India, Japón y Estados Unidos, un acuerdo conocido con el nombre de “the Quad” [Foreign Policy, 8/10/2020, The Quadrilateral Security Dialogue].
La mejora de los lazos con Taiwán era un objetivo particular de la administración Trump (y una provocación particular hacia Pekín). Desde que el presidente Jimmy Carter aceptó reconocer como el gobierno legítimo de China al régimen comunista de Pekín en 1978, y no a los taiwaneses, todas las administraciones americanas han intentado evitar la apariencia de una relación oficial de alto nivel con los dirigentes de Taipéi, aunque Estados Unidos haya continuado vendiéndoles armas y manteniendo otras formas de relaciones intergubernamentales.
Sin embargo, durante los años Trump, Washington se ha implicado en cierto número de acciones muy mediáticas con el objetivo de mostrar su apoyo al gobierno taiwanés. Contrariando con ello a los dirigentes chinos. Entre estas acciones figura la visita a Taipéi, el pasado agosto, del secretario de Salud y Servicios Sociales Alex Azar II, la primera visita de este tipo efectuada por un secretario de gabinete desde 1979. Otro gesto provocador quería ser la reunión con altos responsables taiwaneses en Taipéi por parte de la embajadora americana ante Naciones Unidas, Kelly Craft [este encuentro fue anulado a comienzos de enero]. La administración también ha intentado obtener para Taiwán la condición de observador ante la Organización Mundial de la Salud y otros organismos internacionales para reforzar su imagen de nación de pleno derecho. Igualmente preocupante para Pekín, la administración ha autorizado durante los dos últimos años nuevas ventas de armas avanzadas a Taiwán, por un total de 16.600 millones de dólares, incluyendo una venta récord de 8.000 millones de dólares por 66 aviones de caza F-16C/D.
El reforzamiento de los lazos de Estados Unidos con India y otros miembros de la Cuadrilateral (Quad) ha sido también una prioridad de política exterior de la administración Trump. En octubre de 2020, Mike Pompeo acudió a India por tercera vez como secretario de Estado y aprovechó la ocasión para denunciar a China, promoviendo vínculos militares más estrechos entre India y Estados Unidos. Recordó a los veinte soldados indios muertos en un enfrentamiento fronterizo con fuerzas chinas en junio de 2020, insistiendo en el hecho de que “Estados Unidos estará al lado del pueblo indio frente a las amenazas que pesan sobre su soberanía y su libertad”. El ministro de Defensa Mark Esper, que acompañó a Pompeo en este viaje a Nueva Delhi, habló de una cooperación creciente con India en el ámbito de la defensa, incluyendo ventas potenciales de aviones de caza y sistemas aéreos sin tripulación.
Ambos responsables felicitaron al país por su futura participación en Malabar, los ejercicios navales conjuntos de la Quad que tendrán lugar en noviembre en la bahía de Bengala. Aunque nadie lo diga explícitamente, este ejercicio ha sido ampliamente considerado como el primer ejercicio de la alianza militar naciente para contener a China. “Es más importante que nunca un enfoque colaborativo de la seguridad y de la estabilidad regionales, con el fin de disuadir a todos aquellos que rechazan una región indo-pacífica libre y abierta”, comentó Ryan Easterday, comandante del destructor de misiles dirigidos USS John S. McCain, uno de los navíos participantes.
Ni que decir tiene que todo esto representa una herencia compleja y formidable a superar para el presidente Biden, que pretende establecer una relación menos hostil con los chinos.
El problema Xi Jinping del presidente Biden
Queda claro que la herencia perturbadora de Trump hará difícil para el presidente Biden detener la pendiente descendente de las relaciones chino-americanas y el régimen de Xi Jinping en Pekín no le facilitará la tarea. No es este el lugar para un análisis detallado del giro de Xi en los últimos años hacia el autoritarismo o de su creciente dependencia de una perspectiva militarista para asegurarse la lealtad (o la sumisión) del pueblo chino. Se ha escrito mucho sobre la supresión de las libertades civiles en China y la reducción al silencio de todas las formas de disidencia. Igualmente inquietante es la adopción de una nueva ley sobre seguridad nacional para Hong Kong, utilizada ahora para detener todas las críticas al gobierno de China continental y las voces políticas independientes de todo tipo. Y nada es comparable al intento de extinción brutal de la identidad musulmana uigur en la región autónoma del Xining, en el extremo oeste de China. Ha supuesto el encarcelamiento de un millón de personas, incluso más, en equivalentes a campos de concentración.
Xi ha recentralizado también el poder económico en manos del Estado, invirtiendo así la tendencia de sus predecesores
La supresión de las libertades civiles y de los derechos humanos en China hará particularmente difícil para la administración Biden reconectar con Pekín, ya que él es desde hace mucho tiempo un ardiente defensor de los derechos civiles en Estados Unidos, lo mismo que la vicepresidenta Kamala Harris y muchos de sus colaboradores cercanos. Les resultará prácticamente imposible negociar con el régimen de Xi sobre cualquier cuestión sin plantear el tema de los derechos humanos; y ello, a su vez, no dejará de suscitar la hostilidad de los dirigentes chinos.
Xi ha recentralizado también el poder económico en manos del Estado, invirtiendo así la tendencia de sus predecesores inmediatos a una mayor liberalización económica. Las empresas de Estado continúan recibiendo la parte del león de los préstamos y otras ventajas financieras del Estado, lo que desfavorece a las empresas privadas. Además, Xi ha intentado obstaculizar a las grandes empresas privadas como el Ant Group, la exitosa empresa de pagos electrónicos fundada por Jack Ma [fundador de Alibaba], el empresario privado más famoso de China.
A la vez que consolidaba su poder económico en el país, el presidente chino ha logrado establecer relaciones económicas y comerciales con otros países. En noviembre, China y catorce naciones, entre ellas Australia, Japón, Nueva Zelanda y Corea del Sur (pero no Estados Unidos), firmaron uno de los mayores pactos de librecambio en el mundo, la Asociación Económica Regional Global (RCEP). Considerada como sucesora de la desgraciada asociación transpacífica de la que se retiró el presidente Trump al poco de comenzar su mandato, la RCEP facilitará el comercio entre países que representan una población de unos 2.200 millones de personas, más que cualquier otro acuerdo precedente de este tipo. Y después está el acuerdo de inversión que acaba de ser concluido entre la Unión Europea y China, otro megaacuerdo que excluye a Estados Unidos, así como la ambiciosa iniciativa china Belt and Road [la Ruta de la Seda], por un total de más de un billón de dólares, que pretende unir más estrechamente a Pekín con las economías de los países de Eurasia y África.
En otras palabras, para la administración Biden será tanto más difícil ejercer un efecto de palanca económica sobre China o permitir a las grandes empresas de Estados Unidos actuar como socios para hacer presión en favor del cambio en este país, como lo hicieron en el pasado.
Las opciones del presidente Biden
El propio Joe Biden no ha dicho gran cosa sobre lo que tiene pensado respecto a las relaciones americano-chinas, pero lo poco que ha dicho sugiere una gran ambivalencia en cuanto a sus principales prioridades. En su declaración más explícita sobre política exterior, un artículo aparecido en el número de marzo/abril de la revista Foreign Affairs, habló de “mostrarse duro” con China en materia de comercio y derechos humanos, a la vez que buscar un terreno de entente sobre cuestiones clave como Corea del Norte y el cambio climático.
Aun criticando a la administración Trump por haberse enfrentado a aliados de Estados Unidos como Canadá y potencias de la OTAN, afirmó que “Estados Unidos debe ser duro con China”. Si China hace lo que quiere, continuó, “seguirá robando a Estados Unidos y a las empresas de Estados Unidos su tecnología y su propiedad intelectual [y] seguirá utilizando subvenciones para dar a sus empresas de Estado una ventaja competitiva injusta”. El enfoque más eficaz para contestar a este desafío, escribió, “es construir un frente unido de aliados y socios de Estados Unidos para hacer frente a los comportamientos abusivos y a las violaciones de derechos humanos de China, incluso aunque intentemos cooperar con Pekín sobre cuestiones en que convergen nuestros intereses, como el cambio climático, la no proliferación [nuclear] y la seguridad sanitaria mundial”.
Esto suena bien, pero es una posición intrínsecamente contradictoria. Si algo temen los dirigentes chinos –y a lo que resistirán con todo el peso de sus poderes– es la formación de un “frente unido de aliados y socios de Estados Unidos para hacer frente a los comportamientos abusivos de China”. Es más o menos lo que la administración Trump ha intentado hacer sin producir ventajas significativas para Estados Unidos. Biden deberá decidir dónde sitúa su principal prioridad. ¿Se trata de poner un freno a los comportamientos abusivos y a las violaciones de derechos humanos de China o de obtener la cooperación de la otra gran potencia del planeta sobre las cuestiones más urgentes y potencialmente devastadoras en el orden del día mundial en este momento: el cambio climático antes de que el planeta se recaliente de forma desesperada; la no proliferación antes de que se pierda el control de las armas nucleares, hipersónicas y otros tipos de armas avanzadas, y la seguridad sanitaria en un mundo golpeado por una pandemia?
Como en tantos otros ámbitos que deberá abordar después del 20 de enero, para progresar en cualquier cuestión, Biden deberá primero superar las herencias desestabilizadoras de su predecesor. Esto significa sobre todo que deberá reducir las tarifas aduaneras y las barreras tecnológicas punitivas y autodestructoras, ralentizar la carrera de armamentos con China y abandonar los esfuerzos para rodear al continente con una red hostil de alianzas militares. Sin esto, se corre el riesgo de hacer prácticamente imposible ningún progreso, cualquiera que sea, y el mundo del siglo XXI podría encontrarse arrastrado a una guerra fría aún más insalvable que la que dominó la segunda mitad del siglo pasado. Si ocurre así, y Dios nos guarde, podríamos encontrarnos ante una guerra nuclear o una versión climática de esta en un planeta en delicuescencia.
Michael T. Klare es un veterano investigador en cuestiones relacionadas con la geopolítica de los recursos
Fuente: https://alencontre.org/asie/japon/le-casse-tete-des-relations-chine-etats-unis-pour-joe-biden.html
Traducción: Javier Garitazelaia