“La seguridad económica es seguridad nacional”, reza ahora el credo de la clase política y empresarial estadounidense.
Como viendo el sol del mediodía, se ciegan los diferentes actores de este país identificando el objetivo estratégico que los unifica como sociedad y como Estado: mantener a toda costa la ventaja en la economía global. Después de todo, de eso dependen los privilegios —en relación con el resto del mundo— que emanan de su modo de vida. Sin embargo, esto se encuentra en peligro. Según el Centro de Investigación Económica y de Negocios (CEBR, por sus siglas en inglés), China desbancaría a Estados Unidos como la mayor economía del mundo en 2028, cinco años antes de lo previsto.
Como consecuencia, los acordes de la política de los Estados Unidos suenan al unísono para tratar de mantener la competitividad y el crecimiento económico. A grandes rasgos, buscan frenar el desarrollo de su inmediato competidor, mientras se aseguran las propias capacidades competitivas en el dominio del mercado mundial. De ahí emana el consenso político que reemplaza momentáneamente el conflicto entre Republicanos y Demócratas cuando proponen y discuten legislaciones tácticas en el Congreso que afecten a las empresas Chinas. Tal es el caso de la aprobación unánime en el Senado y la Cámara de Representantes estadounidenses de la Ley de Responsabilidad de Empresas Extranjeras, que permite eliminar empresas de las bolsas de valores si no cumplen con los requisitos de las auditorías. Desde sus orígenes, la legislación fue dirigida expresamente contra las empresas chinas que cotizan en la bolsa. En palabras de sus patrocinadores bipartidistas, Senador Chris Van Hollen y Senador John Kennedy, “la Ley protege a los estadounidenses de ser engañados y explotados cuando se invierte en empresas chinas que cotizan en las bolsas”.
Este mismo consenso estratégico hace que suenen tan parecidos a los oídos del mundo lemas que, dichos por rivales políticos, pretenden ser distintos: el America First de Trump y el Made in America de Biden. Ambos se escuchan bajo la misma melodía de nacionalismo económico, ambos responden a la misma reprogramación de la gubernamentalidad estadounidense.
Ya Foucault lo señalaba en las clases del curso que impartió en el College de France entre 1978 y 1979: el mercado, bajo los preceptos del neoliberalismo, “vincula políticamente” a todos los agentes del proceso económico y “pone de manifiesto (sus) lazos políticos”. La “producción del bienestar gracias a ese crecimiento (económico) va a producir (…) un circuito institución económica – adhesión global de la población a su régimen y su sistema”.
La competencia tecnológica
Un punto neurálgico donde se expresa más claramente este comportamiento es el ámbito de las tecnologías de punta —la importancia de este sector para mantener la ventaja económica, política y militar en el mundo hace que sea un punto sumamente sensible para la política estadounidense—. Allí el gobierno ha desatado, bajo diferentes administraciones, una verdadera guerra contra el avance tecnológico de las empresas chinas.
Durante el gobierno de Obama, justo un año después de que los datos de la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual arrojaron que las empresas Huawei y ZTE eran líderes mundiales en el registro de patentes, El Comité de Inteligencia de la Cámara de Representantes emitió un informe —bajo consenso bipartidista— que señalaba a las empresas chinas Huawei y ZTE como una amenaza para la seguridad nacional debido a su relación con el gobierno chino. La administración Trump no hizo sino aumentar esta beligerancia, pero imprimiéndole, claro está, su particular estilo: detención en diciembre de 2018 en Canadá de Meng Wanzhou, vicepresidenta de Huawei e hija del fundador de la empresa, por orden del gobierno estadounidense, por presuntamente saltarse las sanciones contra Irán. En 2019, Trump firma la prohibición para el gobierno estadounidense y sus contratistas del uso de componentes y servicios de las empresas Huawei y ZTE, en el marco de la la Ley de Autorización de Defensa. En abril de 2019, Mike Pompeo, Secretario de Estado de EEUU, anunció una “ruta limpia”, sin proveedores chinos, para asegurar el internet estadounidense y el de sus aliados. En mayo de 2019, denunciando el robo de la propiedad intelectual estadounidense, Trump impuso nuevas restricciones ahora a la exportación de software y hardware con propiedad intelectual de este país. La medida afecta a cualquier empresa multinacional que utilice propiedad intelectual de los Estados Unidos, incluidas 143 empresas chinas, Huawei y 38 de sus filiales. El objetivo es restringir el acceso de estas empresas a los mercados avanzados de semiconductores, donde aún los chinos son tecnológicamente dependientes de sus pares estadounidenses, para el desarrollo de las tecnologías 5G, Inteligencia Artificial y Computación Cuántica.
El recién electo Presidente Biden no lo hace distinto, como lo demuestra la amarga ronda de reuniones de este año en Anchorage, Alaska, entre funcionarios chinos y norteamericanos, en las que en vez de atenuarse las diferencias entre las partes, como era el propósito público de la reunión, parecieran haberse ampliado. De hecho, las sanciones y restricciones siguen firmes. Biden ya lo había adelantado en la campaña electoral: su estrategia es ampliar las restricciones a los chinos a través de la recomposición de la alianza transatlántica y sus aliados en el mundo.
Como se puede observar, el accionar de la política estadounidense tiene un propósito estratégico claro que trasciende los gobiernos y las diferencias de los actores. Su visión de futuro está atada a su posición competitiva en los mercados. Es decir, el tamiz por donde pasa la forma de gobernar no es otro que la competencia por el liderazgo del sistema mundo capitalista. Michel Foucault identificó este comportamiento como un nuevo “arte de gobernar”, como una “conducta de la conducta”, como parte de un modo de razón normativo que calificó como neoliberal. Sin embargo, este consenso y esta modalidad de gobernanza, que reconfiguran la relación Estado, economía, ciudadano, se construyen no sólo para incentivar el crecimiento económico y la competencia en el espacio soberano, sino para proteger el capital nacional de alcance mundial de lo que es percibido por los estadounidenses como un peligro externo en la arena internacional.
Es decir, desde este punto de vista, cada vez se encuentran más lejos los postulados de la globalización y el libre mercado, y más cerca las nociones teóricas afines al Estado Nación y el imperialismo. Es difícil no medir bajo estos parámetros el programa político del Presidente Biden, a pesar de que el mismo se presenta a los Estados Unidos y al mundo como parte de un programa político progresista.
La Estrategia Biden
Biden, antes de quedar electo, ya había delineado claramente lo que sería su accionar desde la presidencia. En un artículo denominado Por qué Estados Unidos debe liderar de nuevo, Biden manifiesta que su “administración equipará a los estadounidenses para tener éxito en la economía global (…) que la política comercial debe comenzar en casa, fortaleciendo nuestro mayor activo, nuestra clase media” (subrayado nuestro).
La perspectiva es completamente empresarial —invertir en el activo clase media para tener éxito en la economía global—. La suerte de los derechos del ciudadano norteamericano está ligada directamente a la razón normativa que impone la competencia en el mercado global. En palabras de Biden, “para ganar la competencia por el futuro contra China o cualquier otro”, ya se aprobaron en el Congreso, a solicitud del Presidente, 1.9 billones de dólares que, en el marco del enfrentamiento contra la pandemia, impulsan y contribuyen a reestructurar la economía. Dicho plan incluye aumento del salario mínimo federal a 15 dólares, y ayudas directas al ciudadano por un valor de 1.400 dólares, así como, 440.000 millones de dólares para las empresas afectadas por la pandemia.
A esta enorme cantidad de dinero, se le suma ahora la propuesta de Biden de aprobar un gigantesco programa de reconstrucción y modernización de infraestructuras, con inversiones a ocho años, por el valor de dos billones de dólares. Según Biden, es “el mayor plan de inversiones desde la Segunda Guerra Mundial, creará millones de empleos bien remunerados, el plan de una generación”. Además de destinar 620.000 millones de dólares al sector del transporte para modernizar más de 32.000 kilómetros de rutas y autopistas, el plan contempla revitalizar la industria manufacturera, mejorar la red eléctrica, el acceso asequible a la banda ancha de internet, garantizar el suministro de componentes esenciales, e invertir en I+D.
Es un plan diseñado para impulsar la economía y ganar la competencia tecnológica a China. En palabras de Biden “No hay ninguna razón por la que debamos quedarnos atrás de China o de cualquier otro en lo que respecta a energía limpia, computación cuántica, inteligencia artificial, 5G, tren de alta velocidad”. Entre otras cosas, el programa propone la nacionalización de las cadenas de valor y suministros en el marco de una política exterior definida para beneficiar a la clase media estadounidense. En otras palabras, un America First, pero con Biden.
Aunque es justo decir que dicha política exterior tendrá la amplitud de contar con sus aliados occidentales e internacionales para tratar de aislar al gigante asiatico.
En este marco, Biden plantea financiar su costoso plan subiendo la carga fiscal a las empresas estadounidenses desde el 21% de Trump a un 28%. Y anuncia, además, en voz de su Secretaria del Tesoro, Janet Yellen, su intención de trabajar con los países del G20 para implantar un impuesto de sociedades mínimo a escala global para las multinacionales como una forma clara de taponar la evasión fiscal de estas empresas..
Hay quienes quieren ver en esta «nueva» práctica del gobierno Demócrata una política progresista impulsada por valores democráticos, de justicia social y de respeto a los derechos humanos. Después de todo, este es el sonido que toca la orquesta mediática. Sin embargo, Biden parece estar muy claro, se trata simplemente de ganar: “no celebraré ningún acuerdo comercial nuevo hasta que hayamos invertido en los estadounidenses y los hayamos equipado para tener éxito en la economía global”. En estas circunstancias, hasta las medidas que parecen ser más avanzadas son clavos que perpetúan el conflicto, la desigualdad y la injusticia entre los países del Sistema Mundo.