Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
El camino a Chak estaba marcado por una señal pintada tan pequeña que Hafiz, nuestro generosamente remunerado conductor, casi pasó sin verla. Se suponía que llegaríamos al desvío antes de que oscureciera, pero partimos tarde y la noche ya había caído cuando abandonamos la falsa seguridad del asfalto. Conducimos a saltos más de un kilómetro a lo largo de un camino hasta que nuestros focos iluminaron un Toyota destartalado que esperaba a la orilla. Cuando bajamos la velocidad hasta ir al paso, un sujeto encapuchado con un Kalashnikov al hombro salió precipitadamente de detrás del coche aparcado y entró a empujones por la puerta del pasajero del nuestro en un enredo de tela y correa del rifle. El primer coche ya había partido en una nube de polvo y el recién llegado, ansioso de no perder tiempo, nos ordenó secamente que aceleráramos para seguirlo.
El camino serpenteaba suavemente hacia arriba entre montes bajos, difíciles de identificar. Pronto llegamos a un cruce. Nuestro guía nos dirigió hacia la izquierda. Casi de inmediato llegamos a otro cruce. Esta vez fuimos hacia la derecha y volvimos al mismo camino de antes. Seguimos haciendo lo mismo, abriéndonos camino entre insignificantes cerritos arenosos de una manera que me hizo comprender de repente que era cualquier cosa pero no al azar. Una mirada al concentrado rostro de Hafiz me lo confirmó: Íbamos por un campo de minas de los talibanes. Había docenas y docenas de posibles rutas a la entrada del valle por delante y cada una de ellas, comprendí, tenía un código con una letra y un número. En algunas rutas se podía desactivar un artefacto explosivo improvisado marcando un cierto número en un teléfono móvil y volver a activarlo de la misma manera una vez que el coche había pasado sin problemas: una versión en el Siglo XXI de un puente levadizo medieval.
Los bordes del valle se aproximaban cuando llegamos a Chak, un sitio que encarnaba el ideal pastún rural. Los campesinos vivían como siempre lo han hecho, en casas de rocas y barro detrás de muros de hormigón, todo organizado en aldeas atiborradas. El distrito es famoso por sus manzanas y albaricoques que crecen en huertos ordenados a lo largo de los ríos o más arriba en terrazas habilidosamente canalizadas en las laderas espectacularmente empinadas.
Finalmente nos detuvimos en una de las aldeas y bajamos del coche, rígidos por el agitado viaje. Se oyó el sonido del motor de una hélice en el instante en que Hafiz apagó el contacto, haciendo que los recién llegados a la ciudad miráramos rápidamente hacia arriba al helado cielo de octubre. Nunca había oído un drone [avión no tripulado] militar, y estaba demasiado oscuro para verlo, pero no cabía duda de que se trataba de uno.
Nuestro guía, riéndose de nuestro nerviosismo, explicó que no había peligro. El drone era solo un ringay, el apodo local, onomatopéyico, de un pequeño drone con cámara. Si debiéramos preocuparnos, sería por las versiones armadas, los Predator y Reaper con motores más grandes, conocidos como buzbuzak -y definitivamente no era uno de éstos-. Imaginé a algún analista de la CIA en Langley, congelando la imagen de mi cara y archivándola como «insurgente». En este valle, fuera de los talibanes, se circulaba en vehículos en la oscuridad.
Un grupo de hombres apareció al otro lado del camino, envueltos en patetismo y en el vapor arremolinado de su aliento. En el centro estaba Abdullah, quien pareció tremendamente divertido al verme: Volviste», se rió, apretando mi mano. «¡Verdaderamente volviste!»
Nos condujo a lo largo de la orilla de un riachuelo y a través de un pequeño campo a la puerta lateral de un cortijo de adobe. Una escalera empinada y estrecha nos condujo a un muro de contorno de sorprendente grosor que llevaba a una hujra parecida a una celda alumbrada por un par de faroles parpadeantes.
Abdullah sonrió mientras nos sentábamos en los cojines en el suelo. «Así que, ¿cuál de nosotros dirías que ha envejecido más desde la última vez?»
Tuve que admitir que tenía canas en mi barba que no estaban allí hacía cuatro años mientras que él, a finales de los treinta, parecía casi totalmente igual: los mismos ojos inteligentes y esquivos en una cara atractiva y curtida por el tiempo, sobre una barba negra más gruesa de lo normal.
«Usas el mismo block de notas, veo», siguió diciendo, señalando el block de periodista tamaño bolsillo que me gusta usar. «Deben andar mal las cosas si no te puedes permitir uno más grande».
Era un buen chiste, pero también un recuerdo de que los periodistas occidentales llegaban pocas veces a visitar Chak -y que casi nunca entrevistaban a los talibanes cara a cara- Algunos de sus subordinados nos miraban fijamente con evidente fascinación; Abdullah confirmó que el último occidental con el que había hablado en algún lugar era yo. Publiqué una foto mía de esa entrevista, sentado con las piernas cruzadas entre dos combatientes enmascarados y fuertemente armados, en mi libro A Million Bullets [Un millón de balas], una copia del cual había llevado como una prueba potencialmente útil de que yo era el autor que afirmaba ser. No me debería haber preocupado: Abdullah lo sabía todo sobre el libro, e incluso había visto la fotografía reproducida en línea.
«En un sitio danés en la web», especificó. «Tú, con dos de mis muchachos. ¡Fue muy bueno!»
No tenía la intención de regalar el libro a Abdullah. Parecía un poco demasiado fraternal; un poco como Hanoi Jane. Ahora, sin embargo, me vi escribiendo una dedicatoria en la hoja de guarda.
«Al comandante Abdullah», escribí. «Con la esperanza de un futuro mejor para Afganistán».
Mientras tomábamos té, comenzó a emerger el modelo de la activa vida de guerrillero de Abdullah. Pasaba sus inviernos al otro lado de la frontera en Pakistán, recuperándose y volviendo a armarse para la próxima ardua estación de combates que recomenzaba cada primavera. Había realizado veinte «operaciones» en 2010, la mayoría de ellas de naturaleza militar y sobre todo en Wardak, aunque no todas. El Alto Comando de los talibanes se había acostumbrado a utilizar a Abdullah, una estrella ascendiente en la organización, como una especie de agente estratégico en los puntos candentes del país. Ese verano, por ejemplo, lo enviaron a la región de Jalalabad; en 2008, pasó tres meses en el sur. Pero realmente quería hablar de sus logros en Chak, el valle en el que había nacido.
La devastación que sus hombres causaron a los convoyes de la OTAN en la carretera Kabul-Kandahar no había sido exagerada. Abdullah afirmó que había destruido «cientos» de vehículos en los últimos tres años, utilizando técnicas de emboscada que parecían de una simpleza infantil.
«Utilizando artefactos explosivos improvisados o granadas impulsadas por cohetes, se destruye al primero y al último vehículo en el convoy de modo que la carretera se bloquea, me dijo. «Lo primero que pasa es que los escoltas -usualmente tres o cuatro Humvees de ANA [Ejército Nacional Afgano]- siempre se escapan. Luego los conductores de los camiones entran en pánico. O saltan de sus cabinas y se escapan, o tratan de sacar sus camiones de la carretera. A menudo chocan unos con otros, y si llevan carburante, se vuelan por los aires ellos mismos.»
Por haber sido estudiante de ingeniería en un politécnico en Kabul, Abdullah tenía un talento natural para este tipo de trabajo. Luego, para divertirse, lanzó una pizca de sal a un vaso de Fanta que yo estaba bebiendo, haciendo que el pegajoso contenido comenzara a burbujear violentamente y a borbotear hacia el suelo: el truco un tanto lerdo de un fabricante de bombas aficionado. Su récord personal, dijo, era de ochenta y un camiones destruidos en una sola noche memorable. No por nada los estadounidenses llamaban a su trecho de carretera «la Carretera de la Muerte».
Hacía que las emboscadas de convoyes de la OTAN sonaran tanto como juegos de ordenador que tuve que recordarme que estábamos hablando de vidas de gente real, no puntos en un tablero electrónico. Los camioneros eran carne de cañón. No por primera vez, me sorprendí de los espantosos riesgos que tomaban para llevar suministros a las fuerzas de la Coalición en Kandahar. Esta guerra tenía una especie de demencia. Me recordaba un viejo dibujo animado de Lucky Luke en el cual la Caballería de EE.UU. sale de patrulla cada mes de manera totalmente innecesaria, a través del mismo cañón del Lejano Oeste, y cada vez cae en una emboscada de los indios, como si ambas partes tuvieran una cita.
Abdullah confirmó que los nuevos puestos avanzados de combate a lo largo de la carretera sólo ofrecían más blancos a sus hombres. Los reclutas enviados a ocuparlos se aventuraban pocas veces más allá de sus sacos de arena. En muchos casos habían aprendido a sobrevivir mirando deliberadamente hacia otro lado cuando llegaban los talibanes -o se dejaban sobornar para hacerlo-. Abdullah contó que en 2009 un grupo de unos treinta ANP [Policía Nacional Afgana] se pasaron a los talibanes, junto con dos camiones de fusiles y armas pesadas. «Vieron que iban por el camino equivocado y que la gente nos apoyaba a nosotros», dijo.
La mayoría de los policías eran del norte del país, les dieron ropas civiles y los enviaron a casa, aunque el líder de la unidad optó por unirse a los talibanes y ahora era un comandante en el área de Jalalabad.
Nada parecía obstaculizar a los equipos de colocación de artefactos explosivos improvisados de Abdullah -ni siquiera los drones buzbuzak que patrullaban día y noche la carretera durante esos días.
«Primero temíamos a los estadounidenses», dijo nuestro guía del viaje, quien nos había seguido a la hujra. «Oímos que tenían tecnología tan poderosa que podían ver desde el espacio el parpadeo de un ratón. Pero nada de eso era verdad.»
Yo había supuesto que se trataba de un simple soldado talibán, pero resultó que era uno de los oficiales de más confianza de Abdullah así como el qari del grupo, o declamador del Corán -el equivalente aproximado de un capellán de un regimiento-.
Abdul-Basit, su predecesor, a quien vi en 2007 y que fue herido, capturado y liberado por los estadounidenses, estaba ahora muerto: víctima, al parecer, de un insólito accidente con un lanzador de granadas. Su sustituto tenía veintiocho años y su nombre era Mullah Naim.
«Antes se necesitaba solo un hombre con una pala para colocar un artefacto explosivo improvisado», explicó. «Ahora nunca salimos con menos de tres: uno para cavar y dos para observar el cielo».
Parecía que los misiles Hellfire colocados bajo las alas de los drones tenían una seria debilidad. Al lanzar un misil de noche -cuando los equipos de colocación de los artefactos explosivos improvisados [AEI] casi siempre hacían su trabajo- era posible, con ojos atentos, ver las llamas del combustible que aparecían por la cola durante la secuencia de ignición.
«Si un centinela grita ‘¡Misil!’ abandonamos todo y nos escapamos», siguió diciendo Naim. «Según el alcance y el tipo de misil, tenemos entre quince y cuarenta y cinco segundos para ocultarnos».
Una vez lanzado, un Hellfire tiene que seguir los coordinados programados hacia el objetivo; no puede desviarse como un misil guiado por calor. Según Naim, ni un solo talibán, había sucumbido por un Hellfire durante una operación de colocación de un AEI en bastante más de un año.
Los talibanes se burlaban de otras maneras de la tecnología estadounidenses. Habían aprendido a no hablar más de un minuto por sus teléfonos móviles para impedir que la llamada fuera rastreada y su ubicación triangulada. Por este motivo, cada uno llevaba por lo menos tres teléfonos móviles y reemplazaban frecuentemente las tarjetas SIM. En el combate o durante emboscadas, mientras tanto, solían abandonar sus teléfonos móviles a favor de radios de campaña de frecuencia variable que, habían descubierto, eran inmunes a equipos de interferencia electrónica.
Indudablemente la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF) había despertado tarde ante la amenaza planeada por estos insurgentes. Hasta 2009 no hubo más de un solo batallón de soldados de EE.UU. asignado a Wardak y la provincia inmediata, Logar. Luego, sin embargo, los estadounidenses enviaron toda una brigada: hasta cuatro mil soldados de la 10ª División de Montaña basada en Fort Drum, Nueva York. Originalmente debían ir a Bagdad; un desvío de última hora que dice mucho sobre los cambios de las prioridades militares de EE.UU. Su principal base estaba al sur de Wardak, en Sayed Abad, desde donde salían periódicamente hacia el norte, hacia Chak: una misión que pocos de ellos esperaban con ansia.
«Para los estadounidenses Chak era el lugar donde vivían los cabrones», recordó un periodista británico que estuvo empotrado en una de esas misiones. «Hablaban a regañadientes con admiración de la valentía de los talibanes. Todos recordaban un tiroteo de seis horas en Chak en el que se les acabó la munición y los insurgentes siguieron combatiendo, horas después de la llegada de los Apache… Chak era ciertamente algo especial. Era uno de esos sitios en los que era seguro que te atacarían.»
Me costó pensar en Abdullah como un «cabrón». Ahora, como en 2007, no me mostró más que charme y cortesía. Durante la cena -un inmenso pulau kabulí sobre una alfombra de picnic comunal de PVC- metió sus dedos en una montaña de arroz humeante y empujó suavemente hacia mí el nudillo de cordero enterrado adentro. Según la tradición pastuna, el mejor corte de carne del plato siempre es para el invitado más importante. Por otra parte, su rígida atención a la etiqueta era tal vez un buen indicador de sus creencias ideológicas, que eran igual de inflexibles. En su caso no existían las matizadas ofertas y promesas que había oído de Jalaluddin Shinwari o Musa Hotak. El combate contra el invasor extranjero era para Abdullah una obligación religiosa.
«Es importante que comprendáis que aquí la gente nunca dejará de combatir contra vosotros», dijo. «¿Lo comprende verdaderamente Obama? ¿Lo comprende vuestro primer ministro?»
En 2007, Abdullah me habló de su ambición de llegar a ser un ghazi, un título honorífico islámico que señala a un asesino de infieles -una ambición que ahora se había cumplido-, aunque no era en sí un motivo para dejar de combatir. Por cierto, esperaba plenamente -y tal vez ansiaba en secreto- convertirse en mártir. La fe de estos rebeldes era realmente fundamental en su causa. Los inspiraba, y los obligaba a resistir, ofreciendo el consuelo del paraíso a todos los muertos en cumplimiento del deber.
Me senté y los contemplé mientras oraban juntos después de la cena. Para entonces había en la pieza diez talibanes con turbantes, hombro con hombro hacia la Meca. Su qari, Mullah Naim, cantaba los responsos desde el frente. Los turbantes, me di cuenta, eran todos negros: otro cambio con respecto a 2007, cuando su fidelidad a la causa era necesariamente menos evidente. Se podía ver qué unía a estos guerreros: este ritual reconfortante, relajante. Abdullah describió una vez su religión como «paz y perfección: como comer con el estómago vacío» -y parecían casi físicamente satisfechos por su sesión de oración-. Su adoración fue, como siempre, intensamente espiritual pero al mismo tiempo extrañamente banal. La atmósfera espiritual me pareció escandalosamente arruinada cuando, directamente en medio de un responso, un teléfono móvil comenzó a sonar en el bolsillo de Mullah Naim. Me sorprendió cuando aceptó el llamado, mantuvo una breve conversación y volvió a sus oraciones como si nada hubiera sucedido. Mostró cuán entretejida está realmente la tarea diaria de estar en los talibanes y el Islam; y que cuando se ora cinco veces al día, incluso un qari tiene que aprender a vivir con interrupciones.
Pasajes de Taliban: The Unknown Enemy, de James Fergusson. Da Capo Press, miembro de The Perseus Books Group. Copyright © 2011.
James Fergusson es periodista independiente y corresponsal extranjero que ha informado ampliamente sobre los talibanes. También es autor del galardonado libro A Million Bullets. Vive en Edimburgo.
Fuente: http://www.guernicamag.com/
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