En su reciente informe a la nación, el presidente Barack Obama dijo que «habrá días difíciles en Afganistán, pero que mantiene la confianza en el éxito». Se trataba, según no pocos observadores, de una aparente confirmación de que la Casa Blanca pretende persistir en una solución militar en aquel territorio de Asia Central, donde, a […]
En su reciente informe a la nación, el presidente Barack Obama dijo que «habrá días difíciles en Afganistán, pero que mantiene la confianza en el éxito».
Se trataba, según no pocos observadores, de una aparente confirmación de que la Casa Blanca pretende persistir en una solución militar en aquel territorio de Asia Central, donde, a juicio de la nueva Administración, la sinuosa Al Qaeda se mantiene fraguando renovados golpes contra los Estados Unidos y el resto de Occidente.
Sin embargo, casi a la misma hora en que el mandatario de la gran potencia presentaba sus planes al Congreso y a sus conciudadanos, en Londres, durante una conferencia internacional sobre el asunto afgano, la continuidad de la intervención extranjera en aquellos lejanos patios no quedó tan clara. La reunión de la capital británica, en la que tomaron parte representantes de unos 70 países, incluido Hamid Karzai, el presidente de Afganistán impuesto por el propio Washington, se pronunció por transferir el control de la seguridad afgana a las fuerzas locales en varias provincias a partir de finales de este 2010, luego de ocho años de guerra desatada por EE.UU., como parte de su proclamada «cruzada antiterrorista.»
El propio presidente Karzai anunció ante el plenario su intención de establecer un llamado «consejo para la reconciliación y la integración nacionales», con participación de todos aquellos que se comprometan a poner fin a la violencia, y reiteró que su gobierno estaría dispuesto a arreglos con los insurgentes que dejen las armas a cambio de trabajo y seguridades.
Se mostró públicamente inclinado a tender la mano incluso a los integrantes de la red Al Qaeda que deseen vivir en paz, en una posición que, al menos en la retórica, difiere un tanto de la que llega de la Oficina Oval.
No obstante, para algunos observadores tal política puede contener varias lecturas.
La primera, sería un intento evidente de Kabul, y no tan ajeno a sus grandes socios, de sembrar la diáspora entre los grupos opositores, y de ganarse el favor de aquellos denominados «talibanes moderados», lo cual permitiría concentrar el fuego sobre los segmentos más radicales y los elementos fundamentalistas.
Otra podría estar asociada con el creciente temor a que la invasión foránea termine por sucumbir bajo la presión de una resistencia que cada día se muestra más audaz, y en fecha reciente ejecutó incluso una violenta operación en pleno centro de Kabul cuando eran juramentados varios ministros. No puede pasarse por alto, además, que varios de los aliados occidentales que aún se mantienen en Afganistán al lado de las fuerzas norteamericanas, lo hacen de mala gana, y estarían seguramente dispuestos a asumir el camino de las negociaciones para terminar la guerra.
En ese entramado no son pocos los que piensan que los pasos encabezados por Karzai bien podrían estar articulados con la Casa Blanca, de manera que si hay repuestas positivas de los oponentes, todo quedaría en el terreno de la «iniciativa nacional» y Washington podría salirse del fuego sin haber hecho «concesiones» a los enemigos, y a la vez convertido en un ente «respetuoso de las decisiones soberanas afganas».
De todas formas, por lo pronto los insurgentes han optado por reafirmar su tradicional respuesta: no hay arreglo posible mientras los soldados foráneos permanezcan en el país.