Vladímir Putin ha urdido un complot tan sofisticado que France Inter le ha ofrecido dos crónicas sucesivas a su editorialista estrella para que desvele sus entresijos.
Según Thomas Legrand, la crisis que enfrenta actualmente a Minsk y Varsovia es… ¡el presidente ruso! De hecho, se trataría de “una operación creada desde cero por el dictador Aleksandr Lukashenko (…) con la complicidad de Damasco y bajo el patronazgo evidente de Moscú” –algunos meten incluso a Ankara en la lista de conspiradores–. Los cuatro cómplices habrían organizado el traslado de 4000 refugiados entre Turquía y la frontera polaca para “echar más leña al fuego de un debate ya candente en la Unión” y “favorecer a los partidos nacionalistas y xenófobos del continente, generalmente aliados de Moscú”. Al mismo tiempo, descubrimos que Putin ha orquestado la guerra civil en Siria a fin de “controlar ese tráfico de seres humanos” y crear una ola de migraciones que será “un terreno fértil para sus amigos de la extrema derecha francesa”. “El círculo se ha cerrado”, concluye el sabueso de la radio pública.
Sin embargo, que un país fronterizo de la Unión Europea organice el tránsito de migrantes no es nada nuevo. El pasado mayo, Marruecos dejó pasar a 8000 personas hacia los enclaves españoles de Ceuta y Melilla para vengarse de que un hospital español hubiera atendido a un dirigente del Frente Polisario, el cual reclama la independencia del Sáhara Occidental. Nadie habló de “ataque híbrido”, ni pidió una intervención de la OTAN, como han hecho la presidenta de la Comisión Europea y el primer ministro polaco durante la crisis bielorrusa.
Sin duda, Minsk ha utilizado a los migrantes para ajustar cuentas con Bruselas, que desde 2020 le somete a un abanico de sanciones. Y Rusia le deja hacer, contenta de causarle quebraderos de cabeza a la Unión Europea, tan presta en darle lecciones de derechos humanos pese a que uno de sus principales miembros, Polonia, repele a los refugiados con cañones de agua bajo un frío glacial. Lejos del gran complot imaginado por France Inter, la crisis bielorrusa se explica sobre todo por la ley, más elemental, del efecto boomerang. En cuestiones de inmigración, la Unión Europea recurre constantemente al chantaje y el trapicheo. Subordina su “ayuda al desarrollo” a la firma de acuerdos de “readmisión” que le permiten expulsar más fácilmente a los clandestinos. Amenaza con dejar de conceder visados a los Estados que rechistan. Paga a Turquía para que retenga a los cuatro millones de refugiados de Oriente Próximo, a Marruecos para que proteja Ceuta y Melilla, a Libia para que impida los viajes por el Mediterráneo, a Níger para que bloquee la ruta del Sáhara (1).
“Lo que hace el régimen bielorruso se llama lisa y llanamente tráfico de seres humanos”, consideraba el portavoz del gobierno francés el 10 de noviembre. Unos días más tarde, su colega ministro del Interior, Gérald Darmanin, mandaba a la policía a desmantelar el campo de Calais. Las tiendas de los refugiados fueron rajadas a cuchillo. El 24 de noviembre, 27 migrantes se ahogaron al intentar cruzar el Canal de la Mancha.
Notas:
(1) Véase Rémi Carayol, “Los migrantes, en la trampa de Agadez”, Le Monde diplomatique en español, junio de 2019.