El viejo refrán al que hago referencia en el título de este artículo lo traigo a colación a propósito de las interrogantes surgidas respecto al qué esperar del nuevo presidente de Estados Unidos Joe Biden.
Esto, con relación, sobre todo, a temas de política exterior, comparándolo con la administración Trump, viene como anillo al dedo “El hábito no hace al monje” dando cuenta con ello a que las personas deben y serán juzgadas no por su apariencia, sino que es imprescindible distinguir su comportamiento y los valores que animan esa conducta. Y, en el plano interno, considerando que Estados Unidos vive hoy un escenario político y social propio de aquellos países, que tanto suelen criticar la casta gobernante y los medios de información de ese país: una elección donde Donald Trump se niega a aceptar su derrota y acusa fraude, además de usar el concepto de conspiración involucrando a demócratas, medios de información y lo que denomina “el pantano de Washington”. Un país bananero en versión 2.0
Estados Unidos es hoy un país dividido, con tensiones raciales a punto de estallar con más virulencia que los hechos que demandaron justicia para George Floyd y Jacob Blake asesinados por agentes del estado. Desinformación y presiones del actual gobierno, para cambiar lo que el pueblo norteamericano definió en las urnas, tanto con el voto popular como en la votación de los colegios electorales. Conducta que incluye una gira del actual secretario de estado Mike Pompeo por países y entidades aliadas que ya han reconocido a Joe Biden como ganador, con el objeto de cambiar esa postura. Un Pompeo, que al margen de toda posición destinada a aplacar las aguas revueltas de su país, desea la confrontación, que será inevitable si Trump decide no salir de la Casa Blanca en las fechas determinadas por la ley. “Habrá una transición tranquila hacia un segundo gobierno de Trump. Vamos a contar todos los votos” señaló Pompeo previo a iniciar su viaje del chantaje.
La conducta de Trump, destinada a presionar a su país y a otros, representa la impronta de un hombre que desprecia la palabra perder, aunque ello signifique que malogre el conjunto del país. Un tipo hábil pero inmoral, que ha logrado que las discusiones incluso giren en torno a ciertas ideas que ha logrado posicionar. Por ejemplo, aquella que reconoce en Trump un presidente que no inició guerras, como si ello lo eximiera de la política belicista que su país posee, más allá del ejecutivo. El gran triunfo mediático de Trump es que parte de la humanidad crea que tiene algo de democrático, por los 70 millones de votos obtenidos, sin profundizar que son parte de una sociedad dominada por los sectores más racistas, violentos y supremacistas del país, que otorgan ese sostén electoral a un desquiciado.
En un artículo anterior publicado en el portal segundopaso.es señalé que “Una mirada de estas elecciones, que no puede dejar de tener presente las situaciones de sanciones, embargos, bloqueos, desestabilización y agresiones a números países, que tienen un optimismo muy moderado respecto a que el cambio de mandatario en el Salón Oval, pueda modificar en algo la política exterior agresiva llevada a cabo por el contubernio imperialismo-sionismo que se expresó en cuatro años de gobierno de Donald Trump. Elecciones del presidente estadounidense, que muchos esperamos, en un futuro cercano, no tenga más la influencia que posee, sobre la marcha política y económica del mundo. Nuestras sociedades no merecen tensar su vida por hechos que suceden en una sociedad dividida y que poco interés tiene en las relaciones internacionales fructíferas y positivas, que sean de mutuo beneficio. Otro mundo es posible y ese requiere que Estados unidos tenga un cambio decisivo en política internacional.
El gran triunfo de Trump es hacernos discutir si acaso es un demócrata en un país con una democracia decadente. Esta opinión que matiza las características personales y políticas de Trump en aras de hablar de su alta votación, que no difiere mucho de aquellos países donde las cifras suelen estar en esa banda de diferencia entre el ganador y el perdedor. Cinco a seis puntos de diferencia. Y allí se instala esta opinión que maquilla la imagen de un mandatario polémico y nefasto para el mundo: “no ha iniciado ninguna guerra” como una especie de verdad indesmentible, que hace necesario combatirla. No es necesario iniciar una guerra para ser un belicista, un desestabilizador y un golpista. Lo que no exculpa, al mundo político demócrata, que no difiere de esta concepción basada en un supuesto destino manifiesto, en el objetivo evidente de controlar el mundo y establecer una hegemonía unipolar.
Si bien es cierto Trump no ha iniciado conflagraciones, como las que conocemos de presidentes anteriores – entre ellos demócratas como Barack Obama y Bill Clinton – tampoco las ha detenido y no podemos asegurar, que en estos dos meses que le quedan de su administración no genere un descalabro en función de su propia megalomanía. Un presidente que ha vendido miles y millones de dólares en armas a sus aliados, que sí hacen la guerra, propias y por encargo de Washington, en su política del leading from behind. Tengamos muy presente que Trump, durante su mandato, no ha dejado de intentar desmoronar a Cuba, Nicaragua, Venezuela, incluso a Bolivia, al apoyar el proceso golpista del año 2019. Una Casa Blanca que contó para sus planes desestabilizadores en la región contra Venezuela, principalmente, con el apoyo de los gobiernos de Brasil, Colombia, Chile, que se sirvieron del servilismo del secretario general de la OEA, Luís Almagro, funcionario internacional desprestigiado y contra quien gobiernos como el mexicano han exigido su renuncia por el papel cumplido en el proceso golpista contra el ex presidente boliviano Evo Morales.
Trump no ha retirado tropas de ninguna de las zonas que anunció hacerlo: Siria, Irak, Afganistán e incluso Alemania, país donde generó una fuerte tensión con su aliada Angela Merkel. Incluso gestionó la incorporación de más efectivos militares, para seguir trastornando a la propia Siria, como también a Irak, de tal modo de incrementar la llamada política de máxima presión contra la República Islámica de Irán, generar tensiones con la federación rusa a través del acercamiento de la OTAN a las fronteras de Europa con este país euroasiático, con quien se ha enfrentado en materia de los tratados sobre control de armas nucleares.
Un Donald Trump, como lo he mencionado en más de una ocasión, que no ha iniciado contiendas bélicas pero, las que están, siguen viento en popa, para incrementar las ventas del Complejo Militar Industrial estadounidense y la de sus socios de Francia, Gran Bretaña, Suecia y España, entre otros. Ventas que suman cientos de millones de dólares y generan un dinamismo en esos países que suelen rendirse ante las presiones de sus grupos económicos y empresariales internos, para quienes las violaciones a los derechos humanos donde esas armas se utilizan son “daños colaterales”
Como prueba de lo afirmado, hay que poner en funcionamiento el sector del cerebro dedicado a la memoria y recordar, que el primer viaje de Trump fuera de Estados Unidos tras ser electo presidente fue en mayo del año 2017 y se concretó con dos entidades aliadas: La Monarquía wahabita dominada con férreo poder por la Casa al Saud, donde vendió 110 mil millones de dólares y de paso 50 mil millones más a los Emiratos Árabes Unidos, de tal forma de tener suficientes artefactos de guerra con los cuales seguir agrediendo a Yemen y aprovisionar a los grupos terroristas takfirí, que operan en Siria, Libia, Irak como parte del plan global de desestabilización y así mantener vigente la falsaria guerra contra el terror.
Una muestra evidente de la alianza criminal tejida entre el imperialismo y el sionismo como socios mayoritarios del crimen, al cual han invitado a unirse a la monarquía saudí, que complaciente y con miles de millones de petrodólares complace los requerimientos de financiamiento, para crear grupos terroristas, armarlos y utilizarlos según sean los planes elaborado entre la Casa Blanca y Tel Aviv. Incluyendo atentados de bandera falsa y acciones terroristas en países aliados. Todo sea para dar curso a un proceso de islamofobia, que ha tenido un alza, sobre todo en Europa.
La escala siguiente del viaje de Trump fue a los territorios palestinos ocupados desde el año 1948 y que la entidad ocupante denomina Israel. Allí, Trump y su socio Benjamín Netanyahu comenzaron a fraguar el famoso plan criminal llamado: “La Imposición del siglo». Resulta evidente, ante lo señalado, que Trump efectivamente no ha iniciado guerras, pero participa en forma activa en la consolidación e incluso el incremento de aquellas en que están implicados sus aliados. Entrega su aval para que ellas se desarrollen, se intensifiquen y sigan generando daño. No es casual que el presupuesto de armas del año 2020 en Estados Unidos es de 800 mil millones de dólares, el más alto de la historia de este país. Como tampoco es fortuito, que las 800 bases militares se han incrementado en un 5% en diversas partes del planeta entre el año 2017 y 2020.
Para conocimiento de los Trump Lovers, el derrotado pero aún en activo mandatario no ha dado curso a conflictos armados pero mando asesinar al teniente general y comandante de las Fuerzas Quds del cuerpo de Guardias de la Revolución Islámica iraní Qasem Soleimani, en un atentado propio de terrorismo de estado. Esto, desde un aeropuerto de un tercer país desde una base militar ilegalmente establecida en Irak en enero del año 2020. Irán ante ello respondió con lanzamiento de misiles a la base Al Asad y una base militar ubicada en las cercanías de Erbil en el Kurdistán iraquí. Trump no se atrevió a seguir una escalada que hubiese significado un conflicto de envergadura en Asia Occidental.
Por otra parte, Trump según sus defensores no emprende acciones bélicas de envergadura, pero permite los asentamientos con colonos terroristas en Cisjordania y da su beneplácito para esas construcciones violatorias del convenio de Ginebra y por tanto crímenes de guerra. No declara el inicio de contiendas, pero nada dice del asesinato del periodista saudí quien estuvo exiliado en Estados Unidos, Jamal Kashoggi. No usa su poder de veto ni su influencia para frenar la agresión de la Casa al Saud contra Yemen y el financiamiento de grupos terroristas como Daesh, Fath al Sham, Ahrar al Sham entre otros. Apoya al reino de Marruecos en su ocupación del Sahara occidental, que confía en el silencio, la ceguera y sordera de Washington frente al clamor de justicia, para el último de los territorios que no se ha descolonizado en África.
Un Trump que a la par de desarrollar tensiones en todos los continentes permite que sus empresas, al amparo del lobby energético, apoyen en Libia a uno y otro bando en guerra, que han fragmentado al país desde el derrocamiento y ejecución del ex líder libio Muamar Gadafi. No es necesario usar tropas para iniciar guerras o permitir que continúen. Bien sabemos que el lobby energético, el de las armas, el lobby saudí y sionistas marcan la política exterior estadounidense. Sigue bloqueando Cuba, se retiró del acuerdo nuclear, de la UNESCO, quitó el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud (OMS) al acusarla de favorecer a china en el tema de la pandemia por el Covid 19. No reconoce a la Corte Penal Internacional, pero lleva a otros países a que se juzgue a determinados acusados. Se enfrascó en una guerra comercial con China d ela cual podría haber salido enormemente lesionado.
Tal vez con Joe Biden, se vuelva a decir “el bueno de Joe no inició ninguna guerra pero, tampoco detuvo ninguna y de ese modo la consideración al final del que sí o sí será un mandato de cuatro años tenga también la consideración de un 95% negativa respecto a seguir llevando cuesta abajo en la rodada a su país pero… sin haberlo llevado a ninguna guerra” A mal de muchos consuelo de bobos, suele decir la máxima que lo mostrará, simplemente, como parte de la misma camada de mandatarios mediocres (y peligroso) que ha entregado Estados Unidos al mundo.
Fuente: www.segundopaso.es