La victoria de los talibanes y la retirada humíllate de los Estados Unidos, sin duda rememora con gruesas diferencias la derrota de la Unión Soviética y la victoria de esa confederación de los grupos étnicos que podríamos englobar en el concepto que más le gustaba a la prensa norteamericana y a Ronald Reagan freedom fighters (luchadores por la libertad) que nunca hubiera conseguido derrotar al ejército rojo de no haber mediado la intensa colaboración de los Estados Unidos y un importante conglomerado de naciones además del Reino Unido y Francia. Si no que lo digan el exjefe de la inteligencia francesa, el conde Alexandre de Marenches, director del SDECE (Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje) o al inefable Henry Kissinger (Ver: Safari Club, algo más que un club de caza). Podríamos agregar, obviamente, a Arabia Saudita, junto a la corte de emiratos del golfo, Pakistán, Egipto, Israel e incluso China, por lo que podríamos catalogar que lo que sucedió en la entonces República Democrática de Afganistán entre 1979 y 1992, sin miedo a exagerar, fue una guerra global contra la Unión Soviética. Una guerra en la que los muyahidines, no solo afganos sino también los que se conocieron como “árabes afganos”, que llegaron a ser cerca de 35.000, provenientes de países musulmanes como Argelia, Túnez, Arabia Saudita, Egipto Chechenia o Filipinas financiados por la corona saudita y alentados por la fatwa (edicto religioso) del clérigo pakistaní Abdullah Yusuf Azzam. En este grupo de muyahidines extranjeros a los que se les conoció también como Ikhwanis (hermanos) se contaba Osama bin Laden, quien comenzaba a dar forma a la organización que terminó siendo al-Qaeda.
Envalentonados por la derrota soviética, muchos de aquellos miles de “árabes afganos” se incorporaron a la yihad global pregonada por el ulema Azzam y se los vio aparecer en conflictos como el de Bosnia-Herzegovina, donde más de 4.000 Ikhwanis lucharon contra serbios y croatas. También se incorporaron al Grupo Islámico Armado o GIA, participando activamente en la guerra civil argelina (1991-2002), que se saldó con cerca de 200.000 muertos. Desde Argelia, algunos permearon hacia el sur y hoy los encontramos como líderes de los grupos que operan en el Sahel, como a Mokhtar Belmokhtar, quien ha sido dado por muerto en varias oportunidades aunque se cree que continúa siendo uno de los emires del Jama’at Nusrat al Islam wal Muslimeen) o JNIM (Grupo de Apoyo al islam y a los musulmanes), la principal filial de al-Qaeda en África. También fue receptor de los árabes afganos el activo movimiento egipcio al-Gamaa al-Islamiyya (Grupo Islámico) responsable junto a la Yihad Islámica del asesinato del presidente Anwar Sadat en 1981. En noviembre de 1997 aparecieron en Luxor, donde asesinaron a 60 personas, en su mayoría turistas europeos y japoneses. En Chechenia, donde prácticamente se utilizó el mismo método de la guerra antisoviética de Afganistán, llegaron numeroso veteranos “árabes afganos” con nuevos cuadros también reclutados y financiados por Riad. La presencia de los veteranos de Afganistán se extendió hasta Filipinas, donde Abdurajik Janjalani fundaría el grupo Abu Sayyaf, que todavía sigue activo el sur de ese archipiélago.
Si bien en la guerra contra los Estados Unidos (2001-2020) no se registran junto a los talibanes combatientes extranjeros más allá de los miembros de los Ikhwanis de al-Qaeda, los que tampoco han tenido demasiada participación en las fuerzas del ahora remozado Emirato Islámico de Afganistán, por lo que no se espera una nueva oleada de veteranos que se diseminen por el mundo para crear nuevos frentes de combate. Pero sí es muy probable que este éxito conseguido por los talibanes se convierta en un aliciente para las muchas organizaciones que operan en África y Asía, células dormidas o simplemente fanáticos espontáneos. Ejemplo de esto es lo que se sucedido el pasado jueves 2 de octubre en West Auckland (Nueva Zelanda), donde un ciudadano esrilanqués, que Dáesh sin duda reconocerá como uno de los suyos, apuñaló a seis personas que ahora se encuentran hospitalizadas. Por lo que ya muchos países han encendido las alarmas.
¿Cachemira un banco de pruebas?
Más allá de la “buena voluntad” de la dirigencia del Emirato Islámico de Afganistán y la necesidad casi vital de que sus vecinos no les cierren sus fronteras, la voluntad de los muyahidines globales casi nunca corre en paralelo con las necesidades políticas.
Prueba de esto es el comunicado en el que al-Qaeda felicita a los talibanes por su victoria al tiempo que llama a “liberar Palestina de la ocupación sionista y al Magreb de la ocupación francesa», mientras también señala la necesidad de liberar “el Levante, Somalia, Yemen, Cachemira y el resto de las tierras islámicas de las garras de los enemigos del islam”. Lo que sin duda desacomodó a la cúpula de Emirato afgano, por lo que rápidamente Anas Haqqani, el líder de la Red Haqqani el grupo asociado a los talibanes y protagonista de la victoria sobre los Estados Unidos, que además ocupa algo así como la cartera de Exteriores en la nueva estructura gubernamental afgana, declaró para una cadena internacional que “Cachemira está más allá de su jurisdicción y cualquier intromisión allí contravendría su política”, aunque aclaró a la vez que “otros también deben evitar entrometerse en los asuntos de Afganistán”.
La leve presión que al-Qaeda con sus “felicitaciones” ha intentado ejercer hacia grupo regido por el mullah Haibatullah Akhundzada, abre una profunda discusión en el seno de la ummah (comunidad) islámica y también genera una profunda expectativa en los países donde no solo existen grupos vinculados al terrorismo, sino donde exista una comunidad islámica, más o menos numerosa, donde se pueda infiltrar células dormidas como tanto hemos visto que sucedió en Europa, particularmente entre 2015 y 2017.
Son muchos miles de kilómetros cuadrados y ciento de millones de personas donde desde hace más de dos décadas distintos grupos fundamentalista vinculados al Dáesh o al-Qaeda operan con mayor o menor frecuencia en Mauritania, Burkina Faso, Mali, Níger, Nigeria, Chad, Costa de Marfil, Camerún, Somalia, Mozambique y la República Democrática del Congo, Libia, Egipto, Bangladesh, Indonesia, Tailandia y Filipinas, el Cáucaso, Pakistán, Tayikistán, Uzbekistán, Turquestán, India e incluso China (Ver: Afganistán: Durmiendo con el enemigo).
Algunas instituciones internacionales que se dedican a seguir la fluctuación del terrorismo decían el año pasado que existían unos 230.000 milicianos islamistas en casi 70 países. Una cifra extremadamente pequeña si damos como cierto que los talibanes cuentan entre 85.000 y 100.000 muyahidines, mientras que en las tres naciones del norte de afgano habría cerca de 20.000, por lo que es bastante improbable que en el resto de los países cuente con poco más de 100.000 combatientes.
Más allá de los números la victoria de los talibanes ha puesto en guardia a países como Somalia, donde la franquicia local de al-Qaeda, al-Shabbab, ha estado particularmente activa después de haber festejado con reparto de dulces la toma de Kabul,
En la misma dirección el portugués Antonio Guterres, Secretario General de las Naciones Unidas (ONU) advirtió sobre la expansión alarmante de grupos vinculados al Dáesh y al-Qaeda tanto en África oriental como occidental, el Sahel y sectores de África subsahariana tras la victoria de los talibanes.
Francia, que con poco más de los 5.000 hombres de la operación Barkhane, opera principalmente en el norte de Mali desde 2013, ya ha anunciado, utilizando como excusa el golpe dado por los jóvenes coroneles en mayo pasado y que miran con demasiada simpatía a Moscú, una drástica reducción de efectivos para el año próximo. Intentando no repetir su experiencia de Indochina y mucho menos la de su socio norteamericano en Asia Central, descargando toda la responsabilidad militar al diluido Grupo Sahel Cinco (GS5), compuesto por efectivos de Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania, Níger. Incluso Chad ha anunciado el retiro de sus efectivos, dada la rebelión armada no religiosa -por ahora- en el noroeste del país. Inmediatamente después de la caída dela capital afgana, en su portada del 18 de agosto el diario maliense Le Soir de Bamako, se preguntaba: “¿Deberíamos prepararnos para el mismo escenario que en Kabul?”
A casi 10.000 kilómetros del Sahel, en Bangladesh, se vive la misma incertidumbre. El Ministerio de Relaciones Exteriores, en un comunicado al día siguiente de la toma de Kabul, dijo que: “estamos observando cuidadosamente la rápida evolución afgana y consideramos que podía tener impacto en la región e incluso más allá de ella”. Fuentes policiales bangladesís informaron de que algunos jóvenes intentaron llegar a Afganistán cuando los talibanes llamaron a unírseles. Mientras activistas locales, tanto del Dáesh como el Jamaatul Mujahideen Bangladesh (JMB) y Ansarullah Bangla Team (ABT), vinculados a al-Qaeda, prácticamente exterminado tras el ataque a un restaurante de Dacca en julio de 2016 en el que murieron 28 personas, estaban intentado reactivarse. Mientras el vocero de Instituto de Estudios de Paz y Seguridad de Banglades, dijo respecto al cambio en Afganistán que “Definitivamente afectaría a Bangladesh” y que “tenemos razones para estar preocupados”. Exactamente igual que el resto del mundo.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC.