La pasada semana, y muy al estilo usual en la Casa Blanca para este género de demostraciones (punto de vista bajo en las cámaras, ademán enérgico y decidido al andar, semblante a la vez resuelto y piadoso en los dos protagonistas), el presidente Bush y el primer ministro Blair montaron al alimón una escena casi […]
La pasada semana, y muy al estilo usual en la Casa Blanca para este género de demostraciones (punto de vista bajo en las cámaras, ademán enérgico y decidido al andar, semblante a la vez resuelto y piadoso en los dos protagonistas), el presidente Bush y el primer ministro Blair montaron al alimón una escena casi enternecedora, en la que sólo faltaron algunas lágrimas.
Acuciados ambos por la pérdida de popularidad que reflejan las encuestas de opinión en sus respectivos países, seguramente sus asesores de imagen les indujeron a organizar una especie de acto conjunto de contrición, aunque es poco probable que ninguno de ellos proceda a confesarse, enmendarse y cumplir la correspondiente penitencia, según lo exigía el viejo Catecismo del padre Astete.
Siguiendo con el símil religioso, se puede asegurar que el fallo en este proceso de confesión de pecados políticos se encuentra en un erróneo examen de conciencia, como es fácil ver sin más que analizar las declaraciones de ambos mandatarios en el transcurso del acto.
Con gesto compungido, Bush afirmó que el principal error militar cometido fue el trato dado a los prisioneros de Abu Ghraib. Acentuó el tono contrito de su voz cuando afirmó que había estado pagando durante mucho tiempo los efectos negativos de tan repugnantes y difundidas acciones.
Pues no, señor Bush: su análisis de la situación no puede ser más equivocado. Sus errores militares son muchos y lo ocurrido en Abu Ghraib es sólo uno más, simple consecuencia de las decisiones previamente adoptadas. El principal error es, además, el origen de toda esta triste historia: responder a una acción terrorista, por grave y sangrienta que ésta fuera, mediante la fuerza de las armas contra un país extranjero. Por él le juzgará la Historia muy negativamente. Se enfrentó al terrorismo con la guerra. Desdeñó los procedimientos habituales de las democracias asentadas para afrontar los actos terroristas: la acción policial, la investigación, la búsqueda y detención de los culpables y su entrega a la Justicia. Su arrogancia y el espíritu de venganza hicieron el resto y llevaron al mundo a la peligrosa situación en la que hoy se encuentra.
Eso ocurrió, claro está, una vez sufrida la humillación que supuso ver en todas las televisiones del mundo aquella famosa escena en la que Bush, asistiendo en un colegio infantil a una sesión de cuentos, era informado por un ayudante de los atentados en Nueva York. La puerilidad y la pasividad de su expresión pasmada y su inmediata desaparición de la escena pública durante las horas siguientes hacían prever la reacción clásica de los pusilánimes investidos de enorme poder: la venganza ciega e irracional.
El siguiente error del presidente Bush, tanto en importancia como por orden cronológico, fue no haber completado la tarea emprendida y haber buscado por otros caminos un resultado que aumentara su popularidad. Tras el ataque inicial contra Afganistán dejó de interesarse por la enérgica persecución de los talibanes en ese país (que sí estaban vinculados con la agresión del 11S), obcecado por la idea de lograr un triunfo fácil y brillante ocupando Iraq, país que nada tenía que ver con el terrorismo de Al Qaeda ni con el 11S.
Y todavía no hemos llegado a Abu Ghraib. Porque la acumulación de errores tácticos, estratégicos y políticos durante la invasión y ocupación de Iraq es de tal magnitud que las torturas de los presos en el siniestro penal pasan a un segundo plano. La trama de mentiras y falsedades con las que se intentó justificar la invasión, el desprecio por Naciones Unidas, el esfuerzo por engañar a la comunidad internacional (en el que tan miserable papel desempeñó el entonces presidente Aznar, para vergüenza de los españoles) y la comedia que tuvo que representar el disciplinado Colin Powell informando al Consejo de Seguridad de un conjunto de mentiras, con una presentación de «Power Point» que pasará a la historia de las patrañas políticas, constituyen en su conjunto un baldón para el prestigio de EEUU que tardará mucho tiempo en olvidarse.
Ante tal cúmulo de errores es risible el esfuerzo de Bush al mostrar en público su arrepentimiento por el tosco y chulesco lenguaje utilizado en algunas declaraciones relativas a la guerra: «Expresiones duras, ya saben ustedes, que daban una señal equivocada a la gente. He aprendido algunas lecciones sobre cómo expresarme de modo algo más refinado». Suelen gustar a los gobernados las expresiones humildes de sus dirigentes cuando reconocen sus fallos, pues los sienten más próximos. Pero no es creíble la falsa sinceridad de Bush, que sólo sigue los consejos de sus asesores intentando mejorar su deteriorada imagen.
Blair, en el tradicional papel de acólito de Bush, también hizo en su visita a la Casa Blanca todo lo posible por recuperar el prestigio perdido ante sus votantes. Dos falsos arrepentidos, cuya credibilidad está por los suelos, se esfuerzan por no salir de la Historia por la puerta trasera, como parece ser su irremediable destino. Del tercero de los participantes en el llamado «ultimátum de las Azores» no se ha oído expresión alguna de arrepentimiento. Aunque fuese tan falsa como las de Bush y Blair. Empecinarse en el error tiene también cierto mérito cuando se carece de otros.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)