En las últimas semanas se han publicado algunas cuantas piezas interesantes sobre Noam Chomsky en los medios españoles, entre ellas una curiosa invectiva de Daniel Gascón. La enmienda a la totalidad de Gascón es en realidad un aperitivo: su propósito no es otro que el de acompañar a la reproducción en Letras Libres de una carta abierta de un grupo de economistas ucranianos. Las críticas de los economistas ucranianos a Chomsky fueron rápidamente respondidas por éste, pero para entonces la cosa había dejado de interesar al equipo editorial de Letras Libres. Por suerte, Mientras Tanto sí que ha considerado interesante traducir y publicar la respuesta de Chomsky a los economistas ucranianos.
Sea como fuere, la invectiva es reveladora en sí misma, con total independencia de la cuestión de la carta abierta. Y no es que el contenido de la invectiva sea particularmente relevante: se limita a recoger los consabidos lugares comunes–más bien insubstanciales, pero largamente discutidos– y los adereza con un par de anécdotas disfrazadas de argumentos. Lo interesante está pues en la forma, no en el contenido: una forma que comparte con el resto de las condenas globales a la figura de Chomsky como intelectual público. La receta es sencilla: se ensamblan dos chichas circunstanciales con tres nabos intrascendentes y se amaga con el chichinabo resultante una demostración de las irresolubles contradicciones de Chomsky; después, se añaden dos o tres citas fuera de contexto y, como guinda, se reiteran las dos «polémicas» de toda la vida –los señalados «lugares comunes»: clavos que llevan ardiendo, en su insustancialidad, más de cuarenta años (cf. infra).
Siguiendo la receta tradicional, Gascón comienza su invectiva desenterrando y apilando unos cuantos «datos». El «análisis» de estos «datos» evidenciaría, por su parte, que no es cierto que los principales medios de comunicación estadounidenses lleven más de medio siglo haciendo con los escritos políticos de Chomsky lo que predice el «modelo de propaganda» que desarrollara con Edward Herman: obviarlos.
Así pues, Gascón nos explica que, a pesar de esa supuesta indiferencia, si uno busca Noam Chomsky en The New York Times encontrará cerca de cuatro mil referencias. Para cualquiera con alguna familiaridad con ese periódico y con la obra de Chomsky, el contenido de esas referencias es perfectamente predecible: reseñas hostiles, cometarios aislados acerca de asuntos sin la menor importancia (las opiniones de Tom Wolfe sobre ciencias cognitivas, por poner un ejemplo al azar), innumerables piezas sin ninguna relación con el trabajo de Chomsky y otras, claro, de profundo calado: «Noam Chomsky, Elon Musk y Ayn Rand protagonizan un teatro de títeres».
Entre todas esas referencias, los pocos textos con un contenido significativo compendian perfectamente el tratamiento que el trabajo de Chomsky ha recibido por parte del conglomerado mediático estadounidense. Uno de ellos, titulado «El problema de Chomsky», además de ofrecer ese epítome, completa la cita que Gascón nos escamotea en un intento por demostrar la cuidada atención del Times a la obra de Chomsky: «a la luz del poder, el alcance, la novedad y la influencia de su pensamiento, Noam Chomsky es posiblemente el intelectual vivo más importante de la actualidad». Gascón lo deja aquí, pero el texto continúa: «Chomsky es también un intelectual inquietantemente dividido. Por un lado, ha publicado un gran cuerpo de estudios lingüísticos revolucionarios y altamente técnicos, la mayoría de ellos demasiado especializados para cualquiera que no sea un lingüista o filósofo profesional; por el otro, un cuerpo igualmente sustancial de escritos políticos, accesibles para cualquiera pero enloquecedoramente simplistas».
A causa de mi trabajo y mis intereses académicos, profundicé en el primero de esos cuerpos antes que en el segundo. Conforme me adentraba en ese segundo cuerpo, mantenía en mente la pregunta: «¿son ambos homologables en rigor, profundidad y minuciosidad, o son los textos que forman parte de este segundo, en realidad, ‘enloquecedoramente simplistas’?». Ciertamente, ese segundo cuerpo incluye unos cuantos textos ligeros y divulgativos, pero en su núcleo encontramos una cantidad sobrehumana de trabajo tan riguroso y meticuloso como su trabajo profesional. Por desgracia, han sido pocos los que han probado ese rigor en careos directos (William F. Buckley, Alan Dershowitz). Esos pocos valientes nos regalaron valiosos ejemplos de formas más o menos dignas de mantener el tipo ante un alud documental referenciado y trabado con precisión quirúrgica.
Volviendo al Times, lo primero que hace Chomsky cada mañana es leerlo, y sus juicios acerca de ese periódico, y acerca de los medios en general, son cualquier cosa menos simplistas. Cerremos, con todo, este episodio recurriendo al método de Gascón, esto es, dejando caer una mera anécdota. En una ocasión el dentista le preguntó a Chomsky si sufría bruxismo. Noam no supo qué responder, y le preguntó a su vez a Carol, su primera esposa. Ésta le explicó que no había notado nada durante las noches, pero sí un «furioso rechinar» por las mañanas, durante su lectura del Times. A nadie puede extrañarle ese «furioso rechinar» en vista de los despropósitos que tan concienzudamente ha desmenuzado durante años –digamos, por ofrecer algún cabo del que tirar, desde Por razones de Estado hasta Hegemonía o supervivencia, pasando, claro, por Los guardianes de la libertad o Ilusiones necesarias, pero también por La quinta libertad, El miedo a la democracia (tristemente cercenado en su edición en castellano), Año 501, El nuevo humanismo militar y tantas otras valiosísimas guías para esos «cursos de autodefensa intelectual» sin los que resulta más que difícil salir indemne de la inmersión en los sistemas propagandísticos de las democracias capitalistas.
Los interesantes datos de Gascón no se limitan a la constatación de que el Times menciona a Chomsky. Tal y como nos explica, también aparece en Internet. Una búsqueda en Google arroja nada menos que 2,5 millones de resultados, nos ilustra. Debiera sobrar recordarlo, pero Noam Chomsky no es sólo uno de los mayores especialistas en política exterior estadounidense. Fue él quien introdujo a la lingüística en el terreno de juego de las ciencias naturales. Es también uno de los padres de las ciencias cognitivas, y pueden contarse con los dedos de una mano el resto de las figuras con un influjo equiparable en la disciplina. Ha hecho asimismo importantes contribuciones a la filosofía del lenguaje y la filosofía de la mente, pero también a la lógica y la teoría de la computación. Gran sorpresa, en fin, que aparezca en Google y que los académicos de todo el mundo citen profusamente sus trabajos.
Los sorprendentes datos de Gascón vienen aparejados aquí a un curioso juego de manos: Chomsky aparece en Internet a pesar de que ha criticado que el acceso a la red «está restringido» dada su privatización y su control por parte de «malvadas corporaciones». Nuevamente, debiera ser innecesario señalar que cuando Chomsky critica la privatización de Internet no hace otra cosa que poner de relieve que, al igual que en el caso de la práctica totalidad del resto de las innovaciones tecnológicas de alguna relevancia, Internet se creó con fondos públicos, pero no se puso en manos del control público. Al igual que sucediera con los propios los ordenadores, los satélites, el láser y un etcétera mayúsculo (pregúntenle a Mariana Mazzucato, por ejemplo), «los intrépidos emprendedores» se pusieron manos a la obra sólo cuando llegó la hora de mercantilizar el fruto de largos años de trabajo e inversión en el sector público. En ese proceso, lo que podría haber sido acceso público a un bien público controlado democráticamente se convirtió en acceso de pago a una plataforma de mercadotecnia de precisión y venta directa controlada por tiranías privadas –como Chomsky suele recordar, ninguna institución humana se acerca al ideal autocrático en la medida en que lo hacen las corporaciones privadas.
Así que el hecho de que el Times menciona a Chomsky sumado al de que aparece en Internet basta, al pasarlo por el filtro de un par de citas fuera de contexto, no sólo para tirar por tierra el «modelo de propaganda», sino también para exponer a la luz del día el lastimero victimismo, rayano en la conspiranoia, que Chomsky habría venido fomentando: «¡los malvados capitalistas se afanan por acallarme!». Si dejamos de lado la mala retórica y tratamos de hacer pie en una evaluación desapasionada del amplio registro documental disponible, lo que Chomsky ha hecho en este terreno es amasar y estructurar una cantidad abrumadora de datos acerca del funcionamiento de los medios de comunicación, incluyendo en una fracción insignificante de sus comentarios al respecto su propia experiencia con los medios: apariciones pregrabadas y anunciadas en la radio pública nacional sustituidas en el último momento por minutos musicales, tiradas completas de libros destruidas antes de ser distribuidos, etc.
Al hacer referencia a la publicación de los libros políticos de Chomsky en EE.UU., Gascón vuelve sobre el victimismo autoindulgente del lingüista: «acerca de las editoriales en las que publica, [Chomsky señala que] si lo que uno busca es fama y prestigio, no son la mejor opción. Pero, en cambio, si uno quiere fomentar la participación y la acción popular…». Es de suponer que Gascón lo deja en esos puntos suspensivos para librarse de la tarea de enumerar las editoriales en las que, en efecto, han aparecido durante todas estas décadas los libros políticos de Chomsky en EE.UU. Sugerir que persigue la fama con esas publicaciones es tan ridículo como sugerir que ha sido la avaricia lo que le ha llevado a emplear cantidades absurdas de su tiempo y su dinero colaborando con toda clase de iniciativas políticas. Por lo que a sus artículos políticos se refiere, hemos de buscarlos también en los grandes medios de masas estadounidenses: Ramparts, ZCom, Truthout, CounterPunch.
«Chomsky es también un lingüista importante, y no podría [haber] alcanza[do] ese nivel de influencia diciendo sólo tonterías». «Sólo tonterías»: estaría bien que Gascón hubiera señalado y discutido con alguna profundidad una sola tontería en lugar de enhilar juegos de manos deshonestos y extraer de Google tediosos lugares comunes sobre un par de notas al pie escasamente trascendentes pero largamente discutidas.
Como es habitual, entre esas notas al pie destacan en la invectiva de Gascón el consabido par de párrafos engorrosos sobre Robert Faurisson y François Ponchaud. En el primer caso, el escándalo consistió en que Chomsky se sumó a una campaña en defensa de la libertad de expresión que implicaba a un negacionista del Holocausto. No es necesario un doctorado en filosofía moral para comprender que defender la libertad de expresión consiste en defender la libertad para expresarse de quienes no piensan como nosotros. No obstante, según las fuentes de Gascón, con ese gesto Chomsky «dio solaz a grupos neonazis de todo el mundo». Cerremos también este episodio remedando el estilo de Gascón: con una mera nota suelta. Al tiempo que Letras Libres publicaba la invectiva de Gascón, a Chomsky le era concedido el premio de la Reinhard Hesse Foundation y la Deutscher Hochschulverband –que representa a más de 30.000 académicos alemanes– por su defensa de la libertad de expresión en las universidades.
En el segundo caso, resulta entre cómico y aburrido tener que señalar una vez más que Chomsky no defendió a los Jemeres Rojos ni minimizó el sufrimiento de sus víctimas al apuntar a la responsabilidad de Washington en el caos que desatara al extender la Guerra de Vietnam a Laos y Camboya. El affaire Ponchaud se limita, en fin, a lo siguiente: junto con Edward Herman, Chomsky publicó en 1977 un estudio sobre el tratamiento por parte de los medios occidentales de diferentes fuentes acerca de las atrocidades en Camboya. En este contexto reseñaron el libro de Ponchaud, describiéndolo como un texto «serio» y un «relato espeluznante del testimonio de los refugiados sobre la barbarie del trato que recibieran de manos de los Jemeres Rojos», pero criticando también algunas lagunas del libro de Ponchaud, y asimismo una reseña del mismo plagada de errores reconocidos después por el propio autor. En esto consistió «la minimización del sufrimiento de los camboyanos y el apoyo a los Jemeres». Mientras una rápida búsqueda en Google siga pudiendo sustituir al análisis desapasionado del registro disponible, esta conclusión artera continuará reeditándose.
A la enmarañada y tediosa iteración de estos dos lugares comunes añade Gascón una tercera mancha en el expediente de Chomsky: «se opuso a la intervención de la OTAN en Kosovo». Bien, el caso es que nadie con el menor respeto por la legalidad internacional hubiera podido adoptar otra postura. Pero Chomsky cometió aquí otro pecado: el de indicar, contra la campaña de relaciones públicas desplegada por los medios occidentales, que las atrocidades empleadas como pretexto para el bombardeo no pudieron ser el casus belli real, entre otras cosas porque un drástico incremento de las mismas era una consecuencia predecible y predicha de la intervención.
De la enumeración de estos tópicos extrae Gascón la conclusión habitual: a Chomsky «los crímenes sólo le interesan cuando el culpable es Occidente». A nadie se le escapa que Noam Chomsky no es Amnistía Internacional: quizá ni podamos ni debamos pedirles lo mismo. Sin embargo, lo cierto es que ha apoyado durante años, a menudo de forma directa y material, a las víctimas de «los crímenes de los otros». Con todo, es muy cierto también que, ateniéndose a principios morales elementales, los crímenes que más le importan son aquéllos en los que tiene alguna responsabilidad. Si asumimos que vivimos en sociedades libres –y Chomsky no deja de subrayar la inusual medida en que ése es el caso por lo que a su país se refiere–, nuestras oportunidades de participación en la vida política y la sociedad civil nos confieren algún grado de responsabilidad sobre las políticas adoptadas por nuestros Estados: en un Estado perfectamente democrático, esa responsabilidad sería asimismo perfecta. De modo que la unilateralidad de Chomsky es de hecho mayor de lo que Gascón presume. No se trata de que le interesen particularmente los crímenes de Occidente, sino muy concretamente los de EE.UU.: paga sus impuestos en ese país y, como cualquier ciudadano de cualquier Estado en el que existan oportunidades para la participación significativa, tiene más posibilidades de tener algún impacto en las decisiones e instituciones de su país que en las de sus enemigos oficiales. Existe un motivo adicional para la unilateralidad de Chomsky: EE.UU. es, con mucho, el mayor promotor de la violencia a escala global.
Huelga incidir en que es más que probable que todos tengamos importantes lecciones que extraer de la «unilateralidad» de Chomsky, sobre todo ahora que el conglomerado mediático español se suma a la fiebre atlantista imperante mientras el contribuyente financia una peligrosa espiral de rearme. Recordemos, llegado este punto, que la invectiva de Gascón debe leerse como un exordio, un entrante retórico para el plato retórico principal, reproducido el mismo día en el mismo medio: la señalada carta abierta en la que un grupo de economistas ucranianos objeta los análisis geopolíticos de Chomsky y aboga sin ambages por la «lucha por la libertad» como única «alternativa». Es de esperar que la aversión a la unilateralidad de Letras Libres les lleve a reproducir, algún día, la respuesta de Chomsky a los economistas ucranianos –mientras tanto, el lector podrá encontrarla traducida en el número de julio de Mientras Tanto.
El profesor Chomsky, muy atareado pero incombustible, ha tenido la amabilidad de añadir a lo antedicho los siguientes comentarios.
Coda
Noam Chomsky
La verdad es que no estoy convencido de que merezca la pena seguir prestando atención a la reedición de esta clase de ejercicios retóricos, dignificando con ello este tipo de actuación. No obstante, es claro que cabría entrar en detalles, y lo he hecho en numerosas ocasiones.
Para dar nuevamente un par de pinceladas, señalaré que, entre esos detalles, los más reveladores tienen que ver con la cuestión de Camboya. Nuestro artículo de 1977 trataba sobre la violencia en la región (Vietnam, Laos, Camboya), reuniendo material de las fuentes disponibles y denunciando tanto «nuestros crímenes» como los «crímenes de los otros». Quizá quepa especular acerca de los motivos por los cuales nuestros comentarios sobre Camboya causaron tanta indignación mientras el registro sobre nuestros crímenes en Laos y Vietnam sólo suscitó indiferencia.
Esa indignación resultaba moralmente indescifrable ya en aquel primer momento, en el que todo giraba en torno a una serie de comentarios consistentes con el registro histórico y que, de hecho, apenas diferían del contenido de los informes de inteligencia que el Departamento de Estado estaba haciendo circular en aquel momento.
Pero la vulgaridad del asunto y su carácter moral empeoraron en la siguiente fase, con la publicación en 1979 de los dos volúmenes de The Political Economy of Human Rights. En ellos, Ed Herman y yo cubrimos una amplia gama de crímenes estadounidenses.[1] Ninguno de esos crímenes dio lugar a muestra alguna de indignación entre los intelectuales estadounidenses, como tampoco lo hicieron ninguno de nuestros comentarios sobre los mismos. Tan siquiera merecieron ser discutidos. The Political Economy of Human Rights incluye en cambio un capítulo sobre Camboya que, él sí, produjo mucha indignación y un torrente de protestas, a las que respondimos meticulosamente: cuando reimprimimos el volumen, no cambiamos ni una coma, porque no había nada que cambiar.
En aquellos dos volúmenes había dos capítulos explícitamente destacados: el dedicado a Camboya y el dedicado a Timor Oriental. Una comparación muy apropiada: misma región del mundo, mismos años, misma escala y carácter de las atrocidades. En ambos casos expusimos una extraordinaria cantidad de mentiras, en direcciones opuestas. Había una diferencia crucial entre ambos casos: Camboya era un enemigo oficial y no había nada que pudiéramos hacer al respecto; no hubo una sola sugerencia que no fuera inmediatamente descartada como ridícula. En el caso de Timor Oriental, la situación era exactamente la contraria: EE.UU. y sus aliados fueron directamente responsables y podríamos haber puesto fin a las atrocidades en un solo instante. De forma que es obvio que se trata de un episodio de mayor trascendencia moral para el ciudadano estadounidense, y quizá por ello nuestra clase intelectual lo obvió de consuno, al igual que ignoró nuestro capítulo sobre el tema. De hecho, aún a día de hoy el papel decisivo de EE.UU. en la matanza en Timor Oriental –la peor en relación a la población desde el Holocausto– simplemente se niega.
Por supuesto, hay mucho más que decir sobre éste y los otros casos, pero los textos están disponibles para cualquiera interesado en tomarse la molestia de consultarlos.
Nota:
[1] No conocemos edición castellana de The Political Economy of Human Rights. Sí, en cambio, del germen de la obra, que puede leerse en Counter-Revolutionary Violence: Bloodbaths in Fact & Propaganda, también en coautoría con Herman. Este texto, de 1973, apareció traducido en una rara edición castellana de 1976 bajo el título Baños de sangre (descatalogada desde entonces, se trata de una traducción un tanto peculiar, entre otras cosas porque uno no puede saber de qué es una traducción a no ser que conozca el texto original: los editores no incluyeron el título del mismo). Es en esta obra de 1973 donde se traza la distinción entre las diversas formas en que los medios occidentales tratan las masacres en el tercer mundo (benignas, constructivas, viles, míticas): el tema de esta coda. También de 1973 es el segundo gran libro político de Chomsky (después de American Power and the New Mandarins, de 1969; traducido ese mismo año por Juan Ramón Capella y publicado en Ariel), estrechamente relacionado con el tema de esta coda: Por razones de Estado (traducido por Joaquim Sempere y publicado, también en Ariel, en 1975; no nos consta que se haya reeditado desde entonces). [N. de ed.].
Fuente: https://vientosur.info/dos-o-tres-cosas-sobre-honestidad-intelectual/