El dictador tunecino Zine El Abidine Ben Ali sucumbió ante las protestas en las calles que trató de sofocar con decenas de muertos. Después de anunciar el jueves por la noche que no se presentaría a la reelección presidencial, concedería libertades y prohibiría a su policía disparar contra los manifestantes, el viernes millones de sus […]
El dictador tunecino Zine El Abidine Ben Ali sucumbió ante las protestas en las calles que trató de sofocar con decenas de muertos. Después de anunciar el jueves por la noche que no se presentaría a la reelección presidencial, concedería libertades y prohibiría a su policía disparar contra los manifestantes, el viernes millones de sus conciudadanos se echaron a las calles de todo el país para pedir su renuncia y llamarle ladrón y asesino. Acorralado, disolvió el Gobierno y el Parlamento para convocar elecciones anticipadas en seis meses. Fue su última estratagema.
Durante 23 años mantuvo a su pueblo sometido y controlado, bajo la apariencia de que aquello era una democracia. Apoyado y protegido por Occidente, aguantó durante casi un mes las movilizaciones populares, repriméndolas con tal violencia que los muertos se cuentan por decenas. Sus mentores nada dijeron. Pero su final estaba ya marcado.
Hartos de ser ignorados y menospreciados, los tunecinos no soportaron, además, ser asesinados. El viernes la ciudad esperaba una gran manifestación, había dudas de si la gente se moderaría con Ben Ali tras las promesas hechas la vispera. Pero desde el principio quedó claro que no había más camino que la renuncia. Los manifestantes coreaban y cantaban «Se acabó» y «Lárgate». La policía había preparado un gran dispositivo alrededor del centro de la ciudad para que la gente de la periferia no pudiera acercarse. Durante casi 4 horas, la policía no actuó y dejo a los manifestantes cantar y corear consignas contra el dictador frente al Ministerio del Interior (del terrorismo y de la represión, según los reunidos). Pero pasado ese tiempo las fuerzas represivas cargaron brutalmente contra la manifestación con gases y balas de goma.
Llegó el caos
La gente huyó como pudo. Muchas personas tuvieron que buscar refugio en edificios, mientras en las calles se oían disparos y una nube de gases lo invadía todo. Los enfrentamientos se generalizaron por toda la ciudad: en el centro, en los barrios y en la periferia. En La Marsa y en Gammarth fueron saqueadas e incendiadas algunas villas de la familia de Ben Ali. La policía seguía cargando contra los manifestantes, pero los tunecinos no reculaban. A media tarde la cadena Al Jazeera estimaba que unas 40 mil personas estaban enfrentándose a las fuerzas policiales en distintos puntos de la capital.
Pero en otras ciudades del país también estaban teniendo lugar multitudinarias manifestaciones, al tiempo que las informaciones, fotografías y vídeos sobre lo que estaba pasando volaban por internet en tiempo real.
El caos era absoluto cuando comenzó a circular la noticia de que el Presidente había destituido al gobierno y al Parlamento en pleno y que en 6 meses convocaría elecciones legislativas. No dijo más. El ejército que se había ido desplegando por la ciudad (y para entonces ya controlaba el aeropuerto) decretó la Ley Marcial y el toque de queda en todo el país.
Llegaron noticias de que habían liberado a Hamma Hammami líder del Partido Comunista de los Obreros de Túnez, bestia negra de Ben Ali. Algo debía ir muy mal para que Hammami estuviera en la calle. Aún tardó en saberse, pero finalmente llegó la noticia de que el dictador había huido (con el beneplácito de los militares y rumbo desconocido) aunque su familia quedaba detenida.
Nuevo presidente
El lugar de Ben Alí fue ocupado por el primer ministro, Mohamed Ganuchi, quien asumió el cargo de «presidente interino» subrayando estará en el poder hasta que se convoquen elecciones anticipadas. El anuncio fue realizado mediante una retransmisión en directo desde el palacio presidencial de Cartago, y acompañado por el presidente de la Cámara de Diputados, Fouad Mebazaa y el de la Cámara de Consejeros (Senado), Abdalá Kallal.
Ganuchi es un hombre de confianza de Ben Alí, que ascendió con él al poder cuando éste dio un golpe de estado incruento en 1987. Tras ocupar varios cargos de confianza se convirtió en primer ministro en 1999. En los últimos días ha tenido un perfil público muy acentuado, anunciando el cese del ministro del Interior y tratando de defender ante los medios internacionales la forma en la que han gestionado la crisis.
Sin embargo, Ganuchi ha asumido la Presidencia interina con importantes dudas sobre quién tiene en realidad el control de un país que se encuentra en estado de excepción y toque de queda y tiene cerrado el espacio aéreo.
Puede que éste sea el punto final de la revuelta o también puede ocurrir que los tunecinos mantengan la presión sobre el gobierno interino en tanto no se den pasos firmes hacia la democratización y el restablecimiento de las libertades. Al fin y al cabo el nombramiento no ha caído demasiado bien a un pueblo movilizado que ha entregado decenas de mártires pero que observa intacto el aparato represivo y al frente del país a quien hasta ayer era primer ministro del régimen.
Saben que han ganado una batalla, importantísima y decisiva, pero la guerra aún no ha terminado. Los que hasta hace un mes no eran nadie: los humildes, los desempleados, los jóvenes licenciados o sin futuro posible, los opositores, y todos cuantos han perdido el miedo a lo largo de estos días, escribieron ayer una página memorable sobre la dignidad y la lucha de los pueblos. Han prometido no olvidar a los muertos.
El pasado 17 de diciembre, un vendedor ambulante encendió la llama de la rebeldía en su propio cuerpo, no olvidemos nunca a Mohamed Bouazizi.
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