La insurgencia iraquí «está en las últimas», afirmó rotundo el vicepresidente norteamericano Dick Cheney a mediados de mayo pasado. El 26 de junio fue desmentido por un Donald Rumsfeld igualmente rotundo: «Los movimientos insurgentes -generalizó el jefe del Pentágono- tienden a durar cinco, seis, ocho, diez, doce años. Las fuerzas de la coalición, las tropas […]
La insurgencia iraquí «está en las últimas», afirmó rotundo el vicepresidente norteamericano Dick Cheney a mediados de mayo pasado. El 26 de junio fue desmentido por un Donald Rumsfeld igualmente rotundo: «Los movimientos insurgentes -generalizó el jefe del Pentágono- tienden a durar cinco, seis, ocho, diez, doce años. Las fuerzas de la coalición, las tropas extranjeras, no van a terminar con esta insurgencia. Crearemos las condiciones para que el pueblo y las fuerzas de seguridad iraquíes puedan vencer a la insurgencia» (USA Today, 15/9/05). Lo que no se sabe, es cómo. W. Bush apuesta a que las elecciones que tendrán lugar en Irak el próximo diciembre para adoptar una nueva Constitución serán el bálsamo político que apagará los fuegos. Lo mejor que puede ocurrirle a la Casa Blanca es que no se apruebe: en caso contrario, el reparto del país en tres zonas -la chiíta, la kurda y la sunnita- no hará más que incrementar la actividad de la resistencia.
El mandatario estadounidense no parece entender lo evidente: las instituciones impuestas por una potencia ocupante son la potencia ocupante para los ocupados. Las cifras oficiales de bajas norteamericanas son de 1437 desde la captura de Saddam Hussein el 13/12/03, de 1038 desde el traspaso el 29/6/04 del gobierno militar a una superestructura civil designada a dedo por EE.UU., de 472 desde los comicios del 31/1/05 para elegir un gobierno provisional (Michael Ewens, www.antiwar.com, 20/9/05). Es decir, ni gobiernos provisionales ni comicios han debilitado a la resistencia, más bien al revés. El domingo 18, las bajas del ejército de EE.UU. llegaban a 1900 desde la invasión de marzo del 2003 y esa cifra aumentó durante la semana. Se estima que han muerto de 20.000 a 100.000 civiles iraquíes (www.veteransforcommonsense.org, 20/9/05). Claro que, como dijo un anónimo francés, una guerra no provoca 100.000 muertes, sino 100.000 veces una muerte.
Los principales medios norteamericanos -y no sólo- tienden a subrayar los estragos ciertamente terribles que provoca el terrorismo de los hombres de Abu Musab al Zarqawi, el virrey de Osama bin Laden en Irak, y a diluir las bajas que causan los muy diferentes grupos de la resistencia iraquí. ¿Por qué será? Los ominosos atentados suicidas que caracterizan a Al Qaida matan civiles, chiítas en especial, también turcomanos, y rara vez van dirigidos contra las fuerzas ocupantes. El teniente coronel Steven Boylan, portavoz del ejército de EE.UU., acaba de dejarlo en claro: el 48 por ciento de los efectivos estadounidenses caídos desde que empezó la guerra fueron muertos en tiroteos y combates contra los insurgentes, un 19 por ciento falleció en accidentes y cerca del 32 por ciento sobre todo por las bombas caseras plantadas en los bordes de los caminos (AP, 20/9/05). Un análisis del período que se extiende del 1º al 20 de septiembre muestra que del total de 25 bajas registradas -22 estadounidenses y tres británicas-, 21 fueron causadas por fuego de mortero o bombas caseras de la insurgencia, tres por accidentes y una por razones no determinadas (www.icasualties.org, 20/9/05).
El terrorismo de Al Qaida, criatura de la CIA, sirve para desprestigiar a la resistencia y desvirtúa su naturaleza al presentarla como asesina de civiles. Los ataques terroristas alimentan las divisiones sectarias y no sólo en Irak, en todo el Medio Oriente. Contribuyen a frenar el desarrollo de una insurgencia capaz de agrupar a chiítas, kurdos, sunnitas y cristianos contra la ocupación ilegal del país, y en el plano internacional crean fracturas en los movimientos por la paz y contra la guerra. Con razón se pregunta el analista Michel Chossudovsky si Al Qaida en Irak es parte de la insurgencia o un instrumento del Pentágono para debilitar a la verdadera resistencia (www.globalresearch.ca, 18/9/05).No es la única pregunta que un observador podría formularse. Los mandos norteamericanos estiman en 20.000 el número de insurgentes y ocurre que la Oficina contable del gobierno federal informó que las tropas de EE.UU. utilizaron ya 1800 millones de balas de bajo calibre desde que empezó la guerra, según registró el bisemanario Manufacturing & Technology News del 1/9/05 (www.manufacturingnews.com). Es decir, han disparado 90.000 por cada insurgente y si mataron a 2000, como se afirma, cada uno les costó 900.000 municiones. ¿No será que más bien fueron detenidas por los cuerpos de las decenas de miles de civiles iraquíes que pasaron a integrar la categoría de «daños colaterales»?
De la Casa Blanca trascienden rumores acerca de una posible reducción de las tropas de EE.UU. en Irak y Afganistán, tal vez creados con vistas a las elecciones parlamentarias del 2006 y seguramente porque Katrina ha puesto en la cabeza de muchos estadounidenses una pregunta: ¿para qué gastar tanto dinero en la guerra contra un país lejano en vez de invertirlo en beneficio propio? Una reciente encuesta de New York Times/CBS revela que más del 80 por ciento de los interrogados están muy o bastante preocupados «porque los 5000 millones de dólares que se destinan cada mes a la guerra en Irak drenan recursos que se podrían emplear en Estados Unidos» (The New York Times, 17/9/05). El apoyo a la guerra ha descendido a su nivel más bajo, el 44 por ciento, y un 52 por ciento de los encuestados demandó el retiro inmediato de las tropas contra el 42 por ciento que respondió que deben permanecer en Irak hasta cumplir su misión, opinión que se redujo un 12 por ciento en comparación con el año pasado. El 90 por ciento se manifestó contra el recorte de programas nacionales, como el de educación o el de salud, para seguir invirtiendo en la guerra. Katrina se ha convertido en Katrirak.