Mientras Trump no sabe qué inventar para exterminar la presencia de migrantes y refugiados de los Estados Unidos, sus funcionarios, los ejecutivos de sus multinacionales, los burócratas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los comandantes de sus fuerzas armadas, no hacen otra cosa que crear las condiciones propicias en los países condenados a tolerar sus injerencias económicas, políticas y militares, para que cada día miles de esos desangelados intenten escapar de la miseria o la guerra rumbo a los horizontes dorados que todo el tiempo muestra la maquinaria publicitaria de los propios Estados Unidos.
Si bien los ejemplos de esta realidad pululan, quieran o no, en todos los medios informativos del mundo, quizás sea la realidad en que se encuentran inmersos millones de refugiados afganos, diseminados mayoritariamente en Pakistán e Irán aunque también hay miles en los Estados Unidos y el Reino Unido, todos bajo la amenaza de ser deportados a su país, a pesar de que muchos llevan más de treinta años radicados en esos lugares, con toda su documentación en orden y donde han desarrollado sus vidas como cualquier otro ciudadano.
Si bien no es frecuente que esta problemática aparezca en los medios, tampoco hay que investigar mucho para encontrarla. Y descubrir por ejemplo que en Pakistán, donde millones de afganos han buscado refugio a lo largo de las guerras que han asolado su país desde los años ochenta del siglo pasado, desde que se ha puesto en marcha el Plan de Repatriación de Extranjeros Ilegales en octubre del 2023, todo “extranjero” (léase afgano), documentado o no, es pasible de ser expulsado. Desde entonces, según cifra de Naciones Unidas, ya han sido obligados a abandonar Pakistán más de un millón y medio de afganos. Además el Gobierno paquistaní lanzó una intensa campaña mediática donde se demoniza a los extranjeros acusándolos de una amplia gama de crímenes, copiando la dinámica del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas trumpiano (ICE, por sus siglas en inglés).
Por lo que desde entonces la vida de cada uno de ellos está pendiente de cruzarse en la calle con alguna patrulla de búsqueda y detención de migrantes y ser inmediatamente incluidos en un proceso casi sumario de expulsión, sin que la víctima en muchos casos pueda siquiera avisar a sus familiares y recoger alguna cosa para su viaje de vuelta. (Ver: Pakistán: expulsión, persecución y robo)
La magnitud de estos procesos ha provocado que las barridas donde se concentraba la comunidad afgana se hayan vaciado. Un ejemplo paradigmático de esta nueva realidad es la ciudad de Taxila, cuarenta kilómetros al noroeste de Islamabad, donde aparecen casas abandonadas en casos por haber caído en manos de los agentes de la Dirección General de Inmigración y Pasaportes (DGI&P), en otros por la urgencia al terror a ser deportados a un país en los que muchos no tienen nada y ni siquiera recuerdan otra cosa que las penalidades de alguna de las tantas guerras que el pueblo afgano soporta desde los años ochenta del siglo pasado. También el bazar de esta última ciudad, en el que los afganos que tenían una fuerte presencia, ha debido liquidar sus mercaderías y sus dueños escapar con rumbo desconocido.
O las arbitrariedades del Gobierno talibán, que desde su primer periodo (1994-2001) o a partir de su retorno al poder después de haber derrotado a los Estados Unidos en agosto del 2021, más allá de no ser tan estrictos saben que están a tiro del capricho de cualquier mullah o capitanejo del ejército o la policía del talibán, para ser acusados y castigados por cometer alguna falta contra a la sharia (ley coránica) que está siendo aplicada de manera irregular según donde sea, una cosa es en Kabul, donde el poder político es más “liberal” o en Kandahar, donde reside el poder religioso encarnado el su máximo líder espiritual y político del país, el mullah Hibatullah Ajundzada, donde todavía el largo de una barba o lo corto de una burka pueden sellar la suerte de una vida para siempre.
Muchos de los deportados no solo tenían su documentación en orden, sino que podían acreditar haber nacido en Pakistán, donde no solo desarrollaron su vida, sino que también tienen hijos propios nacidos en ese país, y a pesar de que la constitución pakistaní considera nacional a cualquiera quien haya nacido en su territorio, los ciudadanos de origen afgano son expulsados sin más consideraciones.
Es la arbitrariedad de las leyes impuesta por el Gobierno ilegítimo del Primer Ministro Shehbaz Sharif, emergido de una componenda que se inició con el golpe de Estado al Primer Ministro Imran Khan en abril del 2022 entre el cada vez más poderoso ejército de Pakistán, el establishment y como no pocas veces en la historia, aunque suene reiterado y exagerado, la injerencia de la embajada de los Estados Unidos, que ha decidido una vez más convertir a este país en su portaviones regional, en vista del desmarque de India de las políticas de Washington y su cada vez más fuerte alianza con Rusia y China, lo que no lo deja muy lejos de Irán, que, a pesar de los ataques concretos y las amenazas de los sionistas y estadounidenses continúa pleno desarrollo del proceso revolucionario que se prolonga desde 1979.
En este contexto se entiende que no son por azar las constantes agresiones de Islamabad contra Kabul, que ya desembocaron en una escalada bélica en octubre pasado que apenas pudo ser contenida por Turquía y Catar. Escalada que además de algunas decenas de muertos dejó la sensación de la sangre en el ojo a muchos factores de poder a ambos lados de la línea Durand, como se conoce la frontera entre ambos países. (Ver: Pakistán, Afganistán: ¿De qué lado están los fundamentalistas?)
Dicha escalada provocó que el Gobierno pakistaní cerrase una cincuentena de campamentos de refugiados y desalojara barrios enteros, además de crear en la provincia de Punjab un sistema que permite a los ciudadanos denunciar la presencia de inmigrantes.
Extranjero en mi país
Esa es la sensación de los cientos de miles de afganos obligados a retornar a su país, en el que muchos ni siquiera habían nacido, después de haber sido deportados por la nueva ley de extranjería, abandonando sus políticas humanitarias por las que no solo acogió a cerca de cinco millones de afganos que recibió a lo largo de los de cerca de cuarenta y cinco años de guerra que ha sufrido Afganistán, sino que además regularizó a millones dándoles prácticamente estatus de ciudadanos. Entre ellos se deben sumar los miles que ya han llegado expulsados desde Irán.
Desde septiembre pasado también han sido víctimas de estos abusos refugiados registrados oficialmente por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), unos tres millones de residentes legales en Pakistán.
Islamabad utiliza la excusa de que sus vecinos se han estabilizado después de expulsar a los estadounidenses en 2021, por lo que Kabul debe hacerse cargo de sus ciudadanos. Más allá de que está claro que la situación interna afgana está muy lejos de una normalidad mínima por décadas de guerras en las que no solo se demolió la escasa estructura productiva, sino que prácticamente carece de infraestructura que le permita cierto desarrollo. Acotado prácticamente a la agricultura de subsistencia, cuando todo el mundo conoce que durante décadas ha sido el opio su único recurso de exportación, lo que ahora está siendo fuertemente penalizado por los mullah, que han emitido desde agosto del 2021 varias fatwas en las que se condena desde la siembra de la adormidera a la elaboración del opio.
Lo que no ha dejado de generar protestas e incluso algunos esporádicos levantamientos armados por parte de sus productores, que se niegan a las políticas de sustitución de sembradíos por la notable diferencia económica, lo que los mullah conocen de sobra porque ellos mismos han tenido en el tráfico de opio una de las mayores fuentes de financiación para su guerra de veinte años contra los Estados Unidos. (Ver: El nuevo talibán y el viejo opio).
Todavía muy lejos que las inversiones de China en áreas de minería comiencen a dar resultado, el retorno de millones de afganos repatriados compulsivamente por Pakistán no deja de ser interpretado casi como una acción de guerra por el Emirato Islámico de Afganistán, desestabilizando todavía más las tensas relaciones que mantienen ambas naciones por las acusaciones de Islamabad acerca de la protección y apoyo que los mullah estaría dando tanto al Tehrik-i-Taliban Pakistan (TTP) como a los grupos separatistas de Baluchistán, cuya terminal de financiación más importante Pakistán cree llega hasta Nueva Delhi.
De allí la virulenta reacción de octubre con la excusa de atacar posiciones del TTP en territorio afgano, lo que no es un hecho inédito, aunque sí de una magnitud desproporcionada para operar un país con el que se mantienen relaciones diplomáticas.
Al considerar estabilizado a sus vecino del norte, entiende que los refugiados regresen a su país, ya que el gobierno de Sharif enfrenta una compleja crisis económica y de seguridad, por lo que las redadas contra los afganos se han intensificado a partir del choque armado de octubre.
En estos últimos años cada ves son más más intensas las operaciones de traslado hacia la frontera, en camiones y buses que los afganos deben pagar para ser desechados al otro lado de la Línea Durand. Centenares de miles de personas con sus vidas rotas son depositados en un limbo del que seguramente jamás podrán salir.
Guadi Calvo es escritor y periodista argentino. Analista Internacional especializado en África, Medio Oriente y Asia Central. En Facebook: https://www.facebook.com/lineainternacionalGC
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