Hobbes descubrió en el miedo el origen del Estado y Maquiavelo enseñó al Príncipe que tenía que utilizar el temor para gobernar. Podríamos entonces concluir que ambos coincidían en que el miedo es la emoción política más poderosa y necesaria, la “terribilidad” como herramienta educadora de la humanidad, indómita y poco fiable.
El miedo se ha propagado universalmente, y si antes no refugiábamos en el horizonte de la esperanza, ahora solo nos encogemos de hombros cuasi con resignación e indiferencia ante la amenaza que nos acecha.
Mientras tanto algunos filósofos piensan que el mayor peligro que amenaza a las sociedades modernas es un debilitamiento del sentido de la verdad. Creemos que hay algo de todo esto cada vez que analizamos diferentes informes del sistema de Naciones Unidas. Profundizando en la lectura de estos se puede hacer un paralelismo con Maquiavelo, bien ajeno en apariencia al tema que tratamos pero que se relaciona íntimamente en el fondo.
En efecto, el autor de El Príncipe en 1515 escribía “El ser testigo de tantos acontecimientos, me ha acostumbrado la suerte a no asombrarme de nada, y he de confesar que todo lo que he visto y todo lo que he leído, no me ha enseñado, en modo alguno a gustar de las acciones de los hombres y de los motivos que rigen su conducta”.
La reflexión es de rigor ante los enormes desafíos que se plantean en el mundo del trabajo, incluidas las desigualdades y la exclusión persistentes: nunca había sido más vital que ahora configurar un panorama claro de las tendencias sociales y de empleo a escala mundial. Para hacer frente a los problemas y las dificultades con que tropiezan las políticas actuales es preciso llevar a cabo una reflexión crítica sobre la idoneidad de algunos métodos y conceptos, e introducir innovaciones cuando sean necesarias.
Un informe de la Organización Mundial del Trabajo (OIT), destacaba que, en 2019, más de 630 millones de trabajadores en todo el mundo –es decir el 19 por ciento de todos los empleados– no ha ganado lo suficiente para salir -ellos mismos y sus familias- de la pobreza extrema o moderada, que se define como la situación en la que los trabajadores ganan menos de 3,20 dólares al día en términos de paridad de poder adquisitivo.
Si bien se reconoce que la tasa de trabajadores pobres ha ido disminuyendo a nivel mundial, los progresos realizados en los países de bajos ingresos han sido muy limitados, cuasi inexistentes. El elevado crecimiento del empleo previsto en estos países, impulsado principalmente por la creación de puestos de baja calidad, significa que se espera que el número de trabajadores pobres aumente en 2020-2021.
Como consecuencia visible de todo ello, el objetivo de erradicar la pobreza extrema en todas partes para el año 2030 –Primer Objetivo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS)– será aún más difícil de alcanzar. A la vez, las últimas estimaciones mundiales de la OIT, nos alertan que 152 millones de niños se encuentran en situación de trabajo infantil, y que 25 millones de adultos y niños son víctimas del trabajo forzoso, incluso en las cadenas mundiales de suministro.
Mientras tanto los gobiernos, las empresas, los interlocutores sociales, el sector financiero y la sociedad civil prometen una vez más adoptar medidas enérgicas para abordar las causas fundamentales y los factores determinantes de estas violaciones de los derechos humanos.
Sin duda, el insuficiente crecimiento económico per cápita es una de las razones por las que aún no se han podido mejorar de forma tangible los medios de vida de tantos trabajadores en los países de bajos ingresos, que están quedando rezagados en ese sentido respecto a los países de ingresos medios.
Los mercados de trabajo del mundo se caracterizan por grandes desigualdades, como las considerables disparidades geográficas en el acceso al trabajo decente. Los países de bajos ingresos tienen la mayor relación empleo-población (68 por ciento), ya que muchos trabajadores vulnerables se ven obligados a aceptar cualquier trabajo independientemente de su calidad.
De hecho, los trabajadores de estos países son también los que más probabilidades tienen de estar sometidos a malas condiciones de trabajo y de vivir en la pobreza (la tasa combinada de pobreza extrema y moderada llega al 66 por ciento).
Tranquilos: la revolución digital ¡salvará al mundo!
La hoja de ruta continúa, los dados ya están echados. La inteligencia artificial dará su golpe definitivo al mundo del trabajo. El nuevo choque cultural a escala mundial ya no es horizonte sino puerto de destino, el tema se hace cada vez más presente. Existe, por lo tanto, un difundido convencimiento de que la “revolución digital” en marcha no solo cambiará la economía, sino toda la sociedad.
En la “nueva sociedad del conocimiento digital” aparecen nuevas formas de trabajo que hacen desaparecer definitivamente el prototipo clásico -trabajo seguro y de calidad-, que exigiría no solo cambiar las leyes laborales, sino también la propia cultura sindical.
Así nos lo hacen saber intelectuales, economistas, pasando por líderes de opinión, fundamentalmente los dueños de las grandes empresas digitales o las multinacionales, multimillonarios sin escrúpulos que desde el limbo de la súper abundancia nos dejan en su reflexión algunas perlas como que el “trabajo seguro es un concepto del siglo XIX», en el siglo XXI el “trabajo será incierto”, exige «ganárselo día a día».
La era de la digitalización de la economía, provoca una auténtica mutación en empresas y en sus modelos de negocio, o en las formas del trabajo, en sus modalidades de prestación y en la economía compartida y no competitiva (Industria 4.0). Estudios científicos, foros político-económicos y medios de comunicación nos brindan un aluvión de información diaria como futuro general e irreversible del mundo laboral.
No cabe duda que la inteligencia artificial (IA) desempeñará un papel importante en el futuro del trabajo; un futuro que por otra parte ya ha comenzado. Los rápidos progresos en la IA tienen el potencial de crear nuevas oportunidades, aumentar los niveles de productividad y generar mayores ganancias.
Pero también existe el temor de que puedan causar la pérdida de empleos y el incremento de las desigualdades, con unos pocos afortunados apropiándose de los beneficios de la IA, mientras otros son dejados atrás.
Algunos datos parecerían confortar la ambivalente nueva realidad del mercado laboral presente y futuro, tan ilusionante (por su promesa de eliminación de los trabajos más insalubres, peligrosos y monótonos), como amenazante, nada menos que por la “muerte del trabajo como lo conocemos hoy”.
Según
las cifras dadas a conocer por la Federación Internacional de
Robótica, China cuenta, con un millón de “trabajadores
artificiales” y el mercado de robots alcanza los 150.000 millones
de dólares.
Ya existen hoteles atendidos por robots, sin una
persona humana y las gasolineras sin empleados (“low cost”), se
verifica la multiplicación de servicios de banca “online”, de la
automatización del proceso de transporte de pasajeros.
Se proyecta crear toda una flota de taxis sin conductor, que proyecta “nuTonomy”, “buses autónomos” para residentes en Fujisawa (Japón), de fondos de inversión-robots (gestión por algoritmos), sin humanos , Sin embargo un inoportuno virus conocido como Covid19 puso en jaque a China, el gigante asiático, y las dudas se instalan.
La era digital
Como razón crítica alternativa a la “verdad mediática dominante” es oportuno reparar en la certeza del presupuesto del que parte: la era digital destruirá más empleos de los que creará y, entonces, cabría preguntarse qué proyección científica tiene esta narrativa de casos.
Un estudio presentado en 2016 para el Foro Económico Mundial (Davos, Suiza) cuna del capitalismo neoliberal, alertaba sobre la destrucción, de más de siete millones de empleos en las 17 principales economías, creándose sólo dos millones nuevos, en el alba del 2020. En la misma línea, un estudio, de la Universidad de Oxford, profetizaba que nada menos que 700 profesiones serán sustituidas por robots y algoritmos en 20 años (47 % del total, o 1.600 millones de empleos.
La realidad augurada es tan lineal e inexorable y, en consecuencia, la nueva economía del trabajo basada en el miedo tendría sus razones. El sector de la robótica en su conjunto crece a un ritmo exponencial del 20% anual en el mundo.
Robots camareros que sirven bebidas o que trabajan de mayordomos, humanoides para combatir el acoso escolar, robótica submarina y exoesqueletos para ayudar a caminar a personas con escasa movilidad, hasta los que ayudan a los médicos a telecontrolar el estado de los enfermos de Alzheimer sin salir de sus casas, y que además los acompañan e intercambian un diálogo con ellos.
Esta cuarta revolución industrial, no tiene marcha atrás y ya la lidera Asia. No obstante, habrá que legislar sobre la protección de datos, el derecho a la intimidad y el poder sindical en unas empresas más robotizadas, sin olvidar el debate sobre los efectos fiscales y las cotizaciones a la Seguridad Social.
Estamos frente a un nuevo mito, o pura falacia ideológica. Lo que podemos afirmar es que el Estado capitalista, genera en el contexto actual la aplicación desviada y perversa de la IA en el metabolismo social: en una aplicación incipiente a nivel de la producción, pero intensiva en el consumo, el comercio y las finanzas, sustentando su aplicación clasista y con base en la propiedad privada.
Por ello, a nivel político, sirve intensivamente al control, vigilancia y sometimiento de la población. Entre la encrucijada del mundo real y el virtual, se agudizan los recelos proporcionales a dicho potencial. Ante el vértigo que provoca tal visión desde las alturas es posible que se nos olvide que antes hay que conseguir emular la inteligencia humana.
Mientras tanto, los desafíos del desarrollo sostenible del capitalismo, hacen pensar en la insistencia del toro, que se preguntaba de qué lado de la vida … quedó la vida. Ergo: ¿de qué lado quedó la muerte?
Eduardo Camín. Periodista uruguayo, acreditado en la ONU-Ginebra, analista asociado al Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
Fuente: https://www.surysur.net/el-miedo-como-motor-del-cambio/